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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La “nueva normalidad” entre México y Estados Unidos

El futuro de la cooperación en seguridad y narcotráfico va a condicionar el resto de la agenda bilateral, ya no la relación personal entre los jefes de Estado

López Obrador, durante la visita a la Casa Blanca en julio de 2020.
López Obrador, durante la visita a la Casa Blanca en julio de 2020.Al Drago / POOL (EFE)

Adiós al espectáculo de “cacique a cacique” entre Andrés Manuel López Obrador y Donald J. Trump, quienes tienen al menos un rasgo en común: son arbitrarios y muchas veces optaron por obviar la institucionalidad de sus gobiernos. El vínculo entre ambos —aunque breve y ajustado a un guion— “hermanos de diferentes madres”, como ha escrito Jeffrey Davidow, exembajador de Estados Unidos en México, ha muerto.

Al margen de ese singular capítulo en la relación bilateral, a ninguno de los antecesores de Trump le interesó México, salvo para lograr una frontera segura. Posiblemente, López Obrador crea que ha perdido un aliado —uno inestable, racista y narcisista— y ahora, con el demócrata Joe Biden, el Gobierno de la 4T se enfrenta a un político del status quo no racista cuya prioridad no será México, pero ya ha anunciado una revisión “radical” de las leyes de inmigración, incluida la posibilidad de dar la ciudadanía a inmigrantes sin estatus legal y ampliar la admisión de refugiados.

El demócrata, quien al asumir anunció que será “un socio fuerte y confiable”, es todo lo opuesto a Trump. Es producto del sistema con medio siglo de experiencia en relaciones internacionales y muchos años como legislador. Prefiere la vía institucional y el presidente mexicano tendrá que adaptarse. El país con la sartén por el mango y el mango también es Estados Unidos. Que López Obrador en su momento no lo haya reconocido ni felicitado como lo hicieron la mayoría de los presidentes, cuando quedó claro que Biden había ganado las elecciones, fue pecata minuta para él. El “reconocimiento” solo fue una expresión mexicana de discusión interna. Hoy le deseó suerte y aseguró que coinciden en el tema de la reforma migratoria. Lo mínimo que podría hacer a estas alturas.

Aunque le urge abordar la epidemia de la covid-19, Biden llega al Gobierno en un país polarizado con una agenda cargada con desastres heredados que deben ser reparados. En medio de la contingencia y de la crisis económica, deberá garantizar estabilidad y paz social en su país. Su reto es gigantesco. Barack Obama lo nombró vicepresidente porque escoge sus batallas. Concilia y escucha a opositores; es institucional y moderado. Lo suyo es seguir las reglas, aunque se atrevió a una sabia decisión, polémica para muchos: nombrar a Kamala Harris como su vicepresidenta, la primera mujer en ese cargo que representa el crisol estadounidense.

Aunque en política exterior tenga un lugar subordinado en los conflictos estratégicos que Biden hereda (OTAN, Irán, Rusia, China, Medio Oriente, Acuerdo de París), México es un carril separado como “problema de frontera”; un asunto de seguridad interna para Estados Unidos.

Con Alejandro Mayorkas, el nuevo jefe de Seguridad Nacional —el primer latino en ese puesto, quien estuvo a cargo del programa DACA (Acción Diferida para niños inmigrantes indocumentados que llegaron a Estados Unidos con Obama)— la migración cuenta con un gran aliado. Pese a la huida de sus padres de la Cuba comunista de Fidel Castro, Mayorkas regresó a la isla en 2015 como secretario adjunto de Seguridad Nacional para promover la histórica normalización de relaciones entre Barack Obama y Raúl Castro, que Trump intentó revertir. Según fuentes cercanas a Mayorkas, como está “emocionalmente involucrado”, la reforma migratoria le es importante. La propuesta legislativa del nuevo Jefe de Estado le cae como anillo al dedo. Otro aliento para el cambio drástico que busca su jefe es la elección de la exembajadora de Estados Unidos en México, Roberta Jacobson, al frente de los temas relacionados con la frontera sur y el asilo.

Sin embargo, la nueva Administración se enfrenta a un obstáculo con el que Trump —apoyado por López Obrador— buscaba alentar a sus seguidores: militarizar las fronteras e impedir la entrada de inmigrantes ilegales centroamericanos. Aunque nunca se convirtió en un sistema coherente, con el programa Remain in Mexico, el presidente mexicano cedió a las amenazas de Trump: frenaba la inmigración centroamericana a Estados Unidos o su “amigo” imponía aranceles a productos mexicanos. Con Mayorkas al timón, Biden busca que esas amenazas desaparezcan, con lo cual podría quitarle al mexicano el peso culposo que le impuso Trump. Pero, como será imposible mantener a los inmigrantes centroamericanos en México, estos empezarán a llegar a Estados Unidos. Ya una caravana de miles se ha adelantado desde Honduras.

Aunque queda claro que el tema migratorio es importante, al principio será imposible mover mucho las cosas tal y como las dejó Trump. La nueva Administración también busca cerrar las “cárceles” en las fronteras y reunir a las familias de inmigrantes, pero tampoco quiere una “inundación” de estos desde México. Con la militarización de las fronteras, este es un campo minado. Y ha quedado claro que los militares son los grandes aliados de López Obrador, como lo demuestra el caso del exgeneral Salvador Cienfuegos.

Las reglas de la larga tradición de interacción al más alto nivel entre los gobiernos de Estados Unidos y México ya están en la boca de funcionarios a ambos lados de la frontera. Antes de que asumiera Biden, el secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard, y el nuevo asesor de Seguridad Nacional, Jake Sullivan, se reunieron y coincidieron en la importancia de trabajar juntos para atender “las causas estructurales de la migración”. Los mexicanos pusieron a consideración la implementación de un programa de cooperación para el desarrollo en el norte de Centroamérica y el sur de México, en respuesta a la crisis económica provocada por la pandemia y los recientes huracanes que afectaron la región. Una declaración políticamente correcta que se abstuvo de tocar el tema de fondo: cómo lidiar internamente con la migración.

La agenda bilateral comparte temas como la pandemia, el apoyo a Centroamérica y la reactivación de la economía regional con el T-Mec, aunque en los capítulos laboral y ambiental, habrá rispidez mutua. El lavado de dinero, el tráfico de drogas, el trasiego de armas, el respeto a los derechos humanos en uno y otro lado de la frontera, el impulso a la inversión privada, la política energética que impulsa las energías limpias y renovables, así como el incierto destino de la Iniciativa Mérida, también son puntos de tensión.

El tema de seguridad está en plena crispación. Es el centro de una espiral de desconfianza mutua. Por un lado, la operación silenciosa de la DEA, que se le ocultó al Gobierno mexicano, fue un agravio mayúsculo, más tratándose de un militar con el más alto rango como Cienfuegos. Por el otro, su exoneración y las restricciones a los agentes extranjeros. Y la añeja disputa por el control de armas, sin solución a la vista: el embajador Christopher Landau se despidió con la versión de que México no ha cooperado en esta materia.

En el caso de Cienfuegos, con la crítica del exfiscal William Barr a la difusión de evidencia que “viola el Tratado de Asistencia Legal Mutua”, parecería que la relación entre López Obrador y Biden empieza mal. Pero habrá que ver cómo reacciona Merrick Garland, hoy juez principal de la Corte de Apelaciones de Washington, quien ha sido nominado por Biden para suceder a Barr.

Fuentes cercanas al nuevo Gobierno aseguran que evitará un discurso agresivo hacia México. Garland optará por la negociación, lo que no quiere decir que estará de acuerdo con la exoneración a Cienfuegos.

Habrá que ver si López Obrador permite que Ebrard opere estos temas difíciles sin interferir demasiado ni agregar ángulos innecesarios a la discusión. El futuro de la cooperación en seguridad y narcotráfico va a condicionar el resto de la agenda bilateral, ya no la relación personal entre los jefes de Estado. Habrá una nueva normalidad con dos presidentes que no podrían ser más distintos y que tendrán que entenderse cuatro años más.

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