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Columna
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Reintegro

“Los milagros son cosa que sucede muy rara vez, Sancho”, dice el Quijote y habría que añadirle los cientos de párrafos milagrosos que se han acumulado a la sombra de una nefanda pandemia

Una ilustración de Jorge F. Hernández.
Una ilustración de Jorge F. Hernández.

“Los milagros son cosa que sucede muy rara vez, Sancho”, dice el Quijote y sin querer enmendarle ni una plana a Cervantes habría que añadirle a la mejor aventura jamás contada los cientos de párrafos milagrosos que se han acumulado a la sombra de una nefanda pandemia y un impredecible confinamiento. Habría que asumir que quizá los milagros son luces invisibles que chistan a diario, a menudo impalpables y difíciles de describir.

Desde hace casi dos años, mis hijos y yo vivimos la sonrisa diaria de tener un puesto de periódicos a la puerta de casa; más que quiosco ese santuario de papeles variados, revistas de todos los colores y toda la prensa posible parece un belén en diciembre, un nacimiento de variadas golosinas y encabezados informativos bajo la sonrisa constante de María, una mujer íntegra y buena que saluda como dama de antiguas zarzuelas y memoriza no solo los nombres de clientes que son lectores fieles, sino las lecturas que acostumbran casi todos los vecinos: los recetarios policromados para las señoras en busca de reposterías y los pasquines de tejidos para la nostalgia; los tebeos y cómics; las revistas de historia e historias; los viajes condensados en magazines de marcos amarillos y todos los coleccionables.

María es bibliotecaria de lo inmediato y refresco para todo paso del tiempo; es en suma una dama inmaculada y desde hace tiempo brinda trabajo a Jose, un arcángel de las aceras que duerme en un portal aleatorio. Así, sin acento que lo haga José, Jose ayuda en el puesto de prensa con afán encomiable y contagiado de la amabilidad de María añade a su sonrisa clochard saludos sinceros, comentarios alentadores al transeúnte y un ánimo de bien.

Al filo de la Epifanía del año 21 del siglo 21 –al tiempo en que una horda vandálica asonaba el Capitolio de la capital del imperio—y con motivo de la fecha que conmemora el oro, la mirra e incienso con la que honraban al hijo de un carpintero por lo menos tres de los reyes más sabios bajo las estrellas, María tuvo a bien cumplir con el ritual de todos los años y repartir una docena de décimos de la Lotería Nacional de España entre sus cercanos y ayudantes. Quizá como aviso de que ha de escampar pronto la pandemia y amanecer de una buena vez la peste cargada de sombras, el número elegido por María obtuvo un premio que se repartió a 100 euros por décimo y un puñado de asiduos, familiares y allegados al pesebre de sus periódicos pudo regalarse algo más que esperanza con el dinerillo inesperado.

Jose invirtió los 100 euros que le tocaron en comprarse ropa allá por la Puerta del Sol, como quien busca una capa de rayos de calor al filo de una nevada histórica, y con parte del dinero que le quedaba compró otro billete de lotería. Dice que vio el número al azar y quizá no preveía aunque sueña desde hace años con la posibilidad de que un buen dinero le permita reintegrarse a la sociedad, reintegrarse a la vida que llevaba antes de que dolores y circunstancias, doblones y quien sabe cuántas demencias le intentaran desintegrar el alma hasta dejarlo literalmente durmiendo en las calles. Así que al filo de una nevada que se cobró la vida de no pocas personas sin hogar, de las que en los telediarios llaman “en situación de calle” y sin tener que hacer la fila de la filantropía en la repartición de comidas o sopas calientes de la iglesia de San Antón, Jose buscó reintegrarse a sí mismo con la ropa y el billete adicional que compró con el dinero del reintegro que repartió María.

Jose ganó 25.000 euros con el billete que compró con el dinero que le sobró del reintegro y por primera vez en quién sabe qué tiempo ha dormido en hostal y sigue al pie de la trinchera de los diarios que se acomodan como en botija antes de que amanezca, al pie del portal de mi casa, por estos días rodeada de nieve y hielo que poco a poco parece que se derrite ante la confirmación incuestionable de que hay milagros para cada quien y todos los días. Son señales que obligan a la tinta convertirse en agua salada que abre senderos en la helada página de nieve, encaneciendo los árboles de un algodón como nubes y recordando incluso al más incrédulo la efímera e inmarcesible felicidad de sabernos siempre al filo de un reintegro en medio de la desolación o desahucio, decesos y derrotas que parecen desintegrarnos.

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