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PENSÁNDOLO BIEN
Columna
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¿Y ahora qué hacemos con Biden?

El relevo en la Casa Blanca todavía no acaba de acomodarse en el ánimo del presidente mexicano, que se sentía muy cómodo con Trump

Jorge Zepeda Patterson
Miembros de la Guardia Nacional protegen el capitolio después de la irrupción de los seguidores de Trump este miércoles.
Miembros de la Guardia Nacional protegen el capitolio después de la irrupción de los seguidores de Trump este miércoles.ANDREW CABALLERO-REYNOLDS (AFP)

En papeles el Gobierno de Andrés Manuel López Obrador ha reconocido por fin a Joe Biden como mandatario electo de Estados Unidos. Pero es un hecho que el relevo en la Casa Blanca todavía no acaba de acomodarse en el ánimo del presidente mexicano. Por muchas razones se sentía muy cómodo con Donald Trump, en una alianza tan improbable como ficticia, pero alianza al fin, que ambos intentaron usar en su propio provecho. Pero al margen de sus mutuos intereses, lo cierto es que creció entre ellos una empatía y una relación personal que AMLO extrañará.

Desde luego ambos tenían razones políticas para acercarse al otro. Para Trump, López Obrador constituía un recurso para resolver el flujo migratorio de centroamericanos que pasan por México y cuyo volumen había superado la emigración mexicana. Y quizá aún más importante, particularmente en los dos últimos años: AMLO era un personaje clave en la tarea de aumentar el número de votos latinos al acercarse la campaña de reelección. En ambos aspectos nuestro presidente superó las expectativas del republicano. No solo aceptó cumplir el papel de “cadenero” en la gestión y retención de centroamericanos, también se prestó a promover la figura de Trump al arranque de la campaña de reelección. En una mediática visita a la Casa Blanca el mexicano cubrió de elogios a su colega, quien los explotó al máximo en la publicidad electoral.

Probablemente AMLO lo consideró un precio aceptable a cambio de sacar adelante su propia agenda con respecto a Estados Unidos: por un lado, y aunque con remiendos restrictivos, consiguió la ratificación del Tratado de Libre Comercio, que Trump deseaba cancelar. Por otro lado, logró neutralizar la hostilidad del líder, quien había amenazado limitar las importaciones procedentes de México y el afincamiento de empresas estadounidenses en nuestro territorio. Quizá el mayor logro de AMLO con respecto a Trump no está en lo que consiguió, que no es poca cosa, sino en lo que evitó.

Así pues, si bien es cierto que ambos tenían razones políticas para usarse mutuamente, también existían empatías personales que facilitaron el camino. A pesar de obvias diferencias ideológicas y orígenes sociales que no pueden ser más contratantes entre un neoyorkino de cuna millonaria y un tabasqueño de clase media baja, encontraron razones para entenderse y respetarse. Ambos se veían a sí mismos como outsiders que lograron imponerse y tomar por asalto a las respectivas maquinarias políticas vigentes, ambos profesan un estilo proclive al voluntarismo personal y desconfían del entramado institucional, las comunidades intelectuales, los técnicos y los especialistas. Nada resume esta empatía de mejor manera que la confianza que desarrollaron para resolver personalmente con una llamada telefónica cualquier cosa que entorpeciera la relación entre los dos Gobiernos.

Nada de este estilo prevalecerá con Joe Biden, un político y funcionario profesional, formado en la costumbre de llevar los asuntos públicos a través de canales institucionales y relaciones multilaterales. Para el nuevo Gobierno las relaciones entre ambos países no dependerán de lo que pueda o no lograr una llamada telefónica, sino de una agenda fragmentada en una miríada de frentes: migración, drogas, frontera, aspectos ambientales, aguas, comercio, inversiones, mano de obra, derechos humanos y un largo etcétera. Cada uno de estos temas será conducido por instancias especializadas que remitirán al Pentágono, al Departamento de Justicia, al Senado, al Departamento de Estado y a la Casa Blanca, entre otras dependencias.

Hay razones pues para que López Obrador se sienta incómodo con el arribo de un nuevo Gobierno en Washington. Particularmente porque en el ambiente en el que arranca la Administración de Biden flotan aún las atenciones que se prodigaron mutuamente AMLO y Trump, en ocasiones en detrimento de la campaña electoral del demócrata. Tampoco ayudará a limar asperezas la decisión del Gobierno mexicano para restringir las actividades de los agentes de la DEA o el ofrecimiento de López Obrador de otorgar asilo a Julian Assange, sobre quien Biden se expresó críticamente cuando era vicepresidente. En conjunto ambos temas, aunque respondan a su propia lógica, serán percibidos como una declaración de distanciamiento de Palacio Nacional con respecto a la nueva Casa Blanca.

Probablemente, la actitud de López Obrador irá cambiando paulatinamente, consciente como lo es de la necesidad de una relación fluida y amigable con Estados Unidos, razón que el propio presidente ha externado para justificar su buena voluntad para con Trump. Pero siempre es un enigma anticipar en qué situaciones se impone el espíritu pragmático de López Obrador y en cuáles prevalecen sus posiciones ideológicas o sus fobias y filias personales. En todo caso, en estas primeras semanas el mexicano no ha ocultado un dejo de frustración por el fin de una relación privilegiada e inesperada con el presidente que se va.

La manera en que Donald Trump se aferra al poder y el infierno en que está transformando la toma de posesión de Biden, no ayudarán para la construcción de una relación positiva con todos los amigos del expresidente. Y sin duda, hasta ahora AMLO es percibido como un amigo del enemigo.

El penoso espectáculo de las masas enardecidas intentando entrar en el Congreso pasará factura a los republicanos y al trumpismo en particular. A muchos estadounidenses orgullosos de sus tradiciones democráticas les escandalizará el intento de violentar el proceso por parte de sus seguidores. Sería prudente que el presidente mexicano comenzara a tomar distancia, de cara a la opinión pública internacional, de este personaje impresentable, por más razones que en su momento haya tenido para cortejarlo.

Pero tampoco habría que llevar las cosas demasiado lejos. La actitud institucional que puede esperarse del Gobierno demócrata en sus relaciones con México despersonalizará la carga emocional que suponen estos antecedentes. Como suele decirse, Estados Unidos no tiene amigos (o enemigos, habría que agregar), tiene intereses. Esperemos que nuestro presidente también lo entienda y no abra un frente de conflicto donde no lo había.

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