Gabriela Cabezón Cámara: “En Argentina lo bueno, lo bello, lo deseable, es lo europeo”
La novela ‘Las niñas del naranjel’ plantea una crónica ficcionada sobre las vivencias de la monja española Catalina de Erauso, vestida y transformada en hombre para participar en la colonización europea en América Latina
En el libro Las niñas del naranjel (Random House, 2023) de la escritora argentina Gabriela Cabezón Cámara, la selva palpita. Crujen los pasos de las protagonistas al pisar las ramas de los árboles cuyas raíces envuelven todo. Sus palabras, descripciones y escenarios llevan al cuerpo la brisa arrulladora de las hojas de los arbustos exóticos y frondosos de las tierras guaraníes; se puede sentir el fuego, escuchar las aves, intuir la cercanía de un río, sufrir la mano dura de los conquistadores que ar...
En el libro Las niñas del naranjel (Random House, 2023) de la escritora argentina Gabriela Cabezón Cámara, la selva palpita. Crujen los pasos de las protagonistas al pisar las ramas de los árboles cuyas raíces envuelven todo. Sus palabras, descripciones y escenarios llevan al cuerpo la brisa arrulladora de las hojas de los arbustos exóticos y frondosos de las tierras guaraníes; se puede sentir el fuego, escuchar las aves, intuir la cercanía de un río, sufrir la mano dura de los conquistadores que arrasaron con tierras y hombres y mujeres por igual. En la historia, Cabezón Cámara quería pensar la selva como un territorio que muestra la forma en la que los seres vivos se relacionan en la Tierra, pero también le interesaba la Conquista, lo que le llevó inevitablemente a pensar en la naturaleza de una nación como la suya: “Me eduqué en un país en el que te enseñan que los argentinos venimos de los barcos, que somos una especie de europeos en el exilio. Esa cultura en la que lo bueno, lo bello, lo deseable, es lo europeo. La identificación con el amo más vergonzosa y humillante”, dice.
Para contar esta historia, la escritora Gabriela Cabezón Cámara (San Isidro, 55 años) se sumergió en la autobiografía de un personaje que maravilla y horroriza por igual: Catalina de Erauso, la monja Alférez. Una mujer española que se vistió de hombre —algunos críticos aseguran que se trata de uno de los primeros testimonios de una persona trasnsexual en un documento histórico— para embarcarse en un viaje hacia Latinoamérica en busca de las promesas de riquezas y aventuras que aquel Nuevo Mundo prometía al otro lado del mar. Teniente Nun, Francisco de Loyola, Antonio, Alonso Díaz Ramírez de Guzmán, son algunos de los nombres con los que se conoció a esta mujer, vestida y transformada en hombre, mientras combatía en la Araucanía contra los mapuches en Chile, o cuando se desempeñó como comerciante en Bolivia.
La autora ha elegido, como uno de sus ejes narrativos, las palabras “casi sin rastro de emociones” que encontró en la autobiografía de la monja Alférez —el nombre que se le da a un oficial inmediatamente inferior al teniente en términos militares— y le añadió todo aquello que echó en falta. Así, es Antonio quien escribe una carta a su amada tía en Donostia, la tierra que le vio nacer, en la que le cuenta su viaje desde que se escapa del convento en el que la encerraron, hasta su estancia en la selva guaraní acompañada de dos pequeñas niñas locales, una yegua, una perra y varios monos que le tiran de vez en cuando frutos desde los árboles, mientras escribe.
Antonio tiene evocaciones tan bellas como asombrosas sobre aquel territorio desconocido y hostil, que, sin embargo, le asombra, como cuando describe el final de un día en ese paraíso: “El bicehrío enmudece. Cada animal que vive en el tapiz verde de la selva inmensa y los árboles y las enredaderas y las flores y los hongos y los musgos se quedan quietos. La tatitná, la nube que sube del río hasta coronar los árboles y mojarlo todo, también se detiene. Es ese minuto del día en que todo es paz. Cuando hasta las mareas cesan. Y nada mata ni muere. Salvo los hombres nuevos, pero incluso ellos a veces se olvidan de su novedad. Suspiran y se quedan mirando algo que no saben qué es”.
No es la primera vez que la autora argentina habla y retrata una historia con matices puntuales y pinceladas minuciosas sobre lo que le rodea, le identifica y le interpela. Cabezón Cámara es una activista férrea, feminista y socioambientalista. Es autora de la novela La virgen Cabeza (2009), la novela gráfica Le viste la cara a dios (2011), Romance de la negra rubia (2014) y Las aventuras de la China Iron (2017) —cuya versión en inglés fue nominada al premio Booker Internacional—. En todas ellas hay una forma de narrar inigualable, una visión del mundo que se ha contado poco o nada sobre las cosas simples que terminan siendo al final del día definitivas y simbólicamente poderosas.
Cabezón Cámara habla pausadamente sobre las cosas que le importan y sobre todas esas ideas que una por una se van amontonando en su cabeza hasta que, en un momento fijo, todas se conectan y entonces comienza a escribir, lo compara con otra forma de arte: “Yo siento la literatura como una música que me vibra en el cuerpo. Y para mí un libro está listo cuando todas esas líneas musicales me suenan como una sola composición”.
Este libro, Las niñas del naranjel, tuvo un recorrido de unos 20 años, a partir del momento en el que la autora quedó prendada de la imagen que miró en un lienzo, colgado en la pared de la casa de una de las personas que luego se convertiría en uno de sus grandes amores. Era la imagen de una persona vestida con armadura, sosteniendo una lanza, “en gesto fiero” mientras asesinada a otra persona que yacía en sus pies: “Y abajo decía: ‘La monja Alférez’ y me pareció muy oximorónico, lo de armadura, lanza y asesinato. No porque las monjas sean todas buenas, pero no me las imagino en armadura y con lanza. Me resultó muy curiosa esa mezcla entre la determinación y la decisión a ultranza de seguir el propio deseo y lo canalla. El texto es una especie de picaresca del horror”, cuenta.
La Selva y la Conquista muchos siglos después
Hace unos años que Cabezón Cámara dejó el periodismo —“y el periodismo me dejó a mí”, recuerda entre risas—. Se juntó con algunos amigos y se fueron a un lugar “verde” a vivir entre el pedazo de naturaleza que el territorio y sus recursos les permitieron. Cuando era adolescente, cuenta, descubrió una forma de felicidad que, aunque ya presentía dentro de sí misma, no se le había manifestado todavía, sino hasta que conoció la desembocadura del río Paraná: “El río Paraná es una especie de animal monumental, lleno de vidas, de otros animales. Y ese es, el delta del Paraná, el lugar donde yo conocí la alegría de la vida por la vida misma. Fue donde conocí esa forma de la dicha”, dice.
Las niñas del naranjel llega en un tiempo complejo para todo lo que en él revive y vibra: la naturaleza, la posibilidad de la ternura en medio del horror; el descubrimiento de nuevas formas de vida ricas en historias, sabores y texturas. La autora lo sabe y lo padece. La llegada de Javier Milei al Gobierno de su país la siente como un golpe difícil de asimilar: “¿Quién me iba a decir que esto iba a ser así? No sabíamos, por eso estamos todavía tan golpeados. Vivo en un país en el que acaba de asumir un Gobierno de ultraderecha, que es ultra colonizador. Es como el abanderado de la colonización. Si hubiera un campeonato de virreyes histórico, ganaría él. Quiere ser el mejor. Lleva más lejos las consignas del FMI que el mismo FMI. Es como el mejor alumno que va con la manzana. Y eso es entregar aún más de lo que ya estaba a toda la República Argentina al saqueo, a la muerte, a la desertificación”.
Por eso también es una constante en las obras de la autora el relatar la historia, su propia historia y la de quienes le rodean, a través de otras posiciones que enriquecen un relato de la otredad. A pesar del escenario actual, Cabezón Cámara tiene esperanza en el mundo, en esa tierra que toca sus pies y que le ofrece un tipo de amor incomparable, indescriptible, y se niega a pensar que la organización de Ejércitos y la concepción del otro como cosa o como herramienta, no es inherente al ser humano. [Era evidente lo que había dicho el capitán. Nunca serían Ejército. Nunca un imperio. Nunca fundarían nuevos mundos. Qué pobres indios bobos. Quién podría culparlos a él y los suyos de someterlos].
Lo dice por el terror que describe muy de fondo y casi como ese otro escenario en su novela, el de la llegada de generales y ejércitos a América Latina, que arrasaron con todo lo que se les ponía en frente, pero que, en su historia, termina siendo un elemento más del mundo en el que también tiene cabida el amor, la comprensión y el nacimiento de comunidades a partir de la empatía. “Es un poco también como suele acontecer el mal en el mundo. Son pocos los seres profundísimamente pérfidos como Hernán Cortés. La mayor parte de las personas que hacen mal no son seres de perversión asquerosa, tipo mega genocida de Cortés. Esa gente que está pensando en otra cosa, incluso, que ni se entera”.
La armonía entre el euskera, el latín, el castellano y una pizca de rioplatense
En el texto, varios idiomas y formas de comunicación conviven en una sola armonía: “Me gusta la fricción entre registros de lengua, porque la carta que él [Antonio] le escribe a su tía está escrita en una parodia de novela picaresca. Después el narrador habla en un castellano más neutro tendiendo al rioplatense, las niñas hablan en castellano, pero hay 18 palabras en guaraní y algunas alteraciones sintácticas para que den un efecto verosímil. Hay un personaje que habla como un porteño maleducado, como yo hablo, por ejemplo. Hay algo de euskera, de latín...”.
Una de las imágenes más potentes y simbólicas del libro, en donde quizá se encierre parte fundamental de la esencia de esta historia, es cuando un Antonio con ansias de volver a España, cuenta el episodio en el que, en lugar de quemar indios, los generales mismos se arrojan al fuego: ”Cien soldados empezaron a mover los troncos. Algunos se incendiaron las manos y en vez de apagarlas, tizones convencidos, se arrojaron a la laguna rosada, cerosa, de esqueletos blancos como árboles yertos en un salitral. No quedaba nada más. Los españoles eran los que ardían. Le dieron fuego al fuego con sus cuerpos y evitaron que se apagara la hoguera con tanto movimiento. Crepitaban. Se quemaban mucho mejor que los indios. El capitán tomó nota mental de la buena combustión de sus soldados; podría darse el caso de que alguna vez se quedara más corto de leña que de hombres”.
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