Kid Congo Powers, el chicano en llamas que fundió las fronteras del rock con The Cramps, Gun Club y Nick Cave
Pionero del punk, guitarrista de culto, exheroinómano y activista homosexual, recala en México para presentar su autobiografía y su último proyecto musical
Era el primer concierto de Kid Congo Powers con The Cramps en Los Ángeles. El guitarrista, la segunda generación de una familia mexicana crecida en los suburbios chicanos de la ciudad de las estrellas, jugaba en casa esa noche. Volvía como un hijo pródigo: acababa de ingresar en la banda que destiló en un mismo alambique punk rock y rockabilly para crear su propio género, el psychobilly, un hijo bastardo que sonaba a rock and roll garajero y gore, con gusto por la estética siniestra del cine de serie B, el cuero...
Era el primer concierto de Kid Congo Powers con The Cramps en Los Ángeles. El guitarrista, la segunda generación de una familia mexicana crecida en los suburbios chicanos de la ciudad de las estrellas, jugaba en casa esa noche. Volvía como un hijo pródigo: acababa de ingresar en la banda que destiló en un mismo alambique punk rock y rockabilly para crear su propio género, el psychobilly, un hijo bastardo que sonaba a rock and roll garajero y gore, con gusto por la estética siniestra del cine de serie B, el cuero y los estampados de leopardo. Un grupo de freaks que simbolizaba la libertad extrema para un joven gay y extravagante en el conservador Estados Unidos de principios de los ochenta.
Cuando, aquella noche, llegó el momento de tocar Sunglasses after dark, todos los miembros se enfundaron unas gafas de sol. Sobre los amplificadores había velas encendidas para dar esa aura de ritual que tenían sus recitales. Kid se inclinó demasiado sobre la mecha. El cóctel de adrenalina, drogas y oscuridad ayudó a que no se diera cuenta de que su pelo, embadurnado en laca, se incendió. El público enloqueció; ellos siguieron tocando en pleno frenesí hasta que alguien apagó al guitarrista en llamas vaciándole una cerveza encima.
—No sabía que estaba tocando la guitarra con el pelo en llamas. Lo más divertido es que fue un momento perfecto para un concierto de los Cramps. En esa época yo llevaba el pelo muy largo y solo se quemó la parte exterior. No me pasó nada, pero el olor era terrible. Y el público lo amó: gritaron durante el resto del concierto. Aunque no lo haría otra vez. Esa era parte de la magia: ese tipo de cosas solo podía pasar en un concierto de los Cramps. Nunca he estado en otra banda así.
Brian Tristan (64 años), rebautizado como Kid Congo Powers, es un eslabón perdido en la historia del rock. Su nombre ha permanecido durante las últimas décadas en las sombras de la industria, desconocido para el gran público, pero atesorado como pionero entre los arqueólogos de sonidos raros y atrevidos. Fue el culpable de moldear un nuevo género y fundir las fronteras entre la agresividad del punk y el espíritu de la música tradicional estadounidense. En 1980, fundó The Gun Club junto a Jeffrey Lee Pierce, banda de culto indiscutible en la primera oleada del punk californiano, mixólogos de la vanguardia con las raíces del blues y la americana.
Sus primeras actuaciones llamaron la atención de los Cramps, uno de los grupos más singulares de la escena que se cocía en torno al mítico CBGB neoyorquino con los Ramones, Blondie, Talking Heads o Television, entre otros muchos mitos primigenios del rock contracultural. Lo invitaron a unirse y grabó con ellos dos de los discos más importantes de su carrera, piedras angulares del psychobilly. Cuando aquella etapa de giras salvajes y composición musical como deporte extremo —llegaron a privarse del sueño durante días para grabar en un estado “animal” y funcionar por “instinto y no por intelecto”— expiró, se descubrió desempleado en el bullente Londres de mitad de los ochenta. Fue rescatado por Nick Cave, el rey del rock gótico, quien lo arrastró con él a Berlín, en una época en la que la heroína y la creatividad corrían por sus venas a partes iguales, para encargarse de las seis cuerdas de su último gran éxito, Nick Cave & the Bad Seeds.
Un asesinato inesperado
Es una mañana fría de principios de diciembre en Ciudad de México. Cuando el periodista llega al café La Calicó, Kid Congo ya está recostado en la barra dando sorbos a una taza caliente. Viste una americana marrón suave, sombrero, collares que se descuelgan hasta el ombligo, gafas cuadradas, bigotillo. Como un cruce de caminos entre Tin Tan y un bluesman de Nueva Orleans. Ha venido a la capital como el plato fuerte del festival Monkey Bee. De paso, ha aprovechado para presentar Ese vicio delicioso (Liburuak, 2023), su autobiografía, en Georgetown Records.
Hijo de un soldador sindicalista y una madre obligada por la época a ser ama de casa, pero de “espíritu libre y salvaje”, creció en un hogar mexicano que hablaba inglés, en el suburbio angelino de La Puente. El español era un secreto que salía a la luz en las reuniones familiares. “Creo que mis padres querían que sus hijos asimilaran la cultura americana y triunfaran”, opina. Con poco interés por el colegio, de adolescente empezó a estudiar la psicodelia de Jimmy Hendrix y el virtuosismo de Frank Zappa. Flipó con el glam de los New York Dolls y su travestismo agresivo. Descubrió un nuevo mundo con la androginia de David Bowie y la poesía punk de Patti Smith.
Empezó ser un habitual de los conciertos de punk y rock de la ciudad. En ese grupo de extraterrestres, desarrapados y adoradores de aquella nueva religión encontró a su gente. “Estaba confuso, como lo están las personas jóvenes, e intentaba encajar. Cuando escribí el libro descubrí que, en un buen sentido, mi identidad cultural había sido borrada por el punk rock. Especialmente en la escena de Los Ángeles había un rechazo de todas las etiquetas: raza, sexualidad, cualquier asimilación de la cultura popular, excepto la música. Era una pequeña tribu de marginados e inadaptados que querían hacer y decir las cosas de una manera muy diferente”, recuerda. Conoció las drogas y los excesos. Años después, Kid identificaría que su consumo trataba de anestesiar el dolor que dejó la pérdida de su prima Theresa.
—Éramos como confidentes, le conté que era gay, que era un secreto en ese tiempo. Luego ella fue asesinada y la puerta se cerró sobre mí, la decepción con la vida. No había adultos para explicarme nada, ni preguntarme qué opinaba. No les culpo, ellos estaban lidiando con su propio dolor, pero sé que esa fue la raíz de que las cosas cambiaran dentro de mí.
“¿Esto va a acabar en disturbios o en una orgía?”
A los 20 ya era un joven veterano en la escena, de vuelta de todo y adicto a las emociones fuertes de las drogas duras, el alcohol y los delitos menores. Entonces aparecieron los Ramones como una revolución sónica nunca antes vista, con sus canciones de tres acordes, chupas de cuero y poses de macarras de barrio. Se obsesionó con ellos de tal manera que fundó su club de fans. Era un ambiente cercano, sin fronteras entre bandas y público, que se emborrachaban y pasaban el rato juntos. Cuando los Ramones fueron a Los Ángeles de gira, Kid y su piara de punks los llevaron a sus tiendas favoritas de discos y cómics. En otra ocasión, Debbie Harry, el rostro del Newk York cool y voz de Blondie, se colocó tanto fumando hierba con ellos que se cayó en un arbusto.
Cansado de los mismos aires de siempre, puso rumbo a Nueva York. “No podíamos soportar la idea de quedarnos al margen de la escena del CBGB. Era como ir a la Meca. Queríamos ir donde empezaron los New York Dolls, ver cómo era Richard Hell. Lo importante de ser punk entonces era seguir moviéndote”, resume. Durmió en sofás y en el suelo de apartamentos prestados, vagabundeó, comió de la basura de un diner frecuentado por mujeres y hombres de la calle, aprendió a tocar la guitarra gracias a Lydia Lunch, icono del underground con su banda de No Wave Teenage Jesus & the Jerks. Un viaje iniciático en toda regla que se saldaría con un concierto de los Cramps, todavía sin disco, en el CBGB. El primer contacto. “De inmediato te dabas cuenta de que había algo insano pasando. Era un nuevo lenguaje. En aquella época los Cramps parecían del espacio exterior. Eran sexies, peligrosos y divertidos al mismo tiempo, muy intoxicantes. Te preguntabas: ‘¿Esto va a acabar en disturbios o en una orgía?’”.
Gun Club daba sus primeros pasos en salas minúsculas y sin disco que defender. Lux Interior y Poison Ivy, cantante él, guitarrista ella, de los Cramps, vieron a Kid, que entonces todavía se llamaba Brian —serían ellos quienes le cambiaran el nombre— y lo llamaron a filas. Sus compañeros en Gun Club no se enfadaron con él: cualquiera se habría ido con aquella pareja de genios desequilibrados. “Estar en los Cramps era intimidante. Yo llevaba con la guitarra solo un año, no sabía mucho cómo tocar. Pero vieron algo en mí que encajaba con su visión. Fue maravilloso. Salvaje. No podía creer lo que pasaba en el escenario. Lux Interior era como un mago, hacía cosas increíbles con las que no hubieras pensado que alguien pudiera haber sobrevivido. Era muy libre”.
Empezaron las giras. En la carretera, los excesos cotizaban al alza. “Fue mi primera lección de cómo ser libre. El rock and roll casaba bien con la gente drogada, era tolerado”, apunta. Las sustancias que aderezaban las noches no eran, sin embargo, el centro de su mundo:
—La creación era la parte más importante. Las drogas estaban presente en todas las bandas, pero sabíamos que lo más importante era hacer algo fantástico, que dijera algo distinto. Jeffrey Lee Pierce, The Cramps, Nick Cave, todos tenían una visión muy fuerte de lo que querían ser, de lo que querían conseguir. El elemento común que vi en todos ellos fue que tenían una voluntad inquebrantable y eran muy protectores de su magia, no estaban dispuestos a comprometerla por nada.
—¿Y usted compartía esa visión?
—Quería hacer música que no fuera como lo anterior: tenía que ser intensa y tener un impacto en la gente, crear emociones. Eso es lo que buscaba, que fuera excitante.
“Las drogas tienen ese sentido romántico de contemplar el abismo... y mucha gente cayó”
Cuando el idilio con los Cramps acabó, por unas disputas con la discográfica, The Gun Club lo recibió de nuevo con los brazos abiertos. Fue la banda más constante en su carrera, a pesar de varias idas y venidas, marcadas muchas veces por los problemas con la heroína de ambos fundadores. “Todo el mundo tiene demonios. Pensábamos que estábamos buscando la otredad, y las drogas te hacen sentir al otro, tienen ese sentido romántico de contemplar el abismo… y mucha gente cayó. Buscábamos gente que pensara como nosotros. Toda esa sensación de extrañeza era nuestra manera de sentirnos al margen de las reglas, de no tener que seguir a nadie. Así que vivíamos un poco como gatos salvajes: toma lo que quieras, haz lo que quieras y, lo demás, es para pringados”.
Durante los años siguientes se perdió por Los Ángeles, Nueva York, Londrés y Berlín. En la capital alemana llegó a ver la caída del muro, desde el estudio de grabación donde daban los últimos retoques a un nuevo trabajo de Nick Cave & the Bad Seeds, The Good Son (1990). Tiempos vertiginosos que llegaron a su fin con la muerte de Jeffrey Lee Pierce en 1996, a los 37 años, después de un consumo de drogas y alcohol que acabó pulverizando su organismo. Fue el punto de inflexión que hizo que Kid se desenganchara. “Jeffrey para mí era más que un músico con el que trabajaba, era mi hermano. Podíamos discutir, pero siempre nos reconciliábamos”.
Cuando echa la vista atrás hay pocos remordimientos, a pesar de los capítulos de dolor. “Esos años fueron como ir al colegio, fueron mi educación universitaria. Estaba aprendiendo, experimentando, haciendo lo que dije que quería hacer cuando tenía 15 años. Hubo cosas muy oscuras y también hubo otras increíbles y creativas. Estoy muy orgulloso de todo en lo que he estado implicado. Yo era un fan adolescente de la música y ahora pienso, ¿cómo lo hice?”. Por delante queda su carrera en solitario: los sonidos envenenados de un veterano sin nada que demostrar, pero todavía en busca de emociones fuertes.
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