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Columna
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Los matraqueros contra el CIDE

A Andrés Manuel López Obrador no le interesa que se edifique conocimiento, indagación ni tecnología en México. Para el presidente lo que no es propaganda es pérdida de tiempo

Antonio Ortuño
Personal académico y alumnos del CIDE protestan en la sede del Conacyt
Personal académico del CIDE participa en una protesta en la sede del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, el 19 de noviembre.SIPACIDE

La embestida lanzada por el gobierno federal en contra del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE) es el nuevo capítulo de la campaña que sostiene el poder institucional mexicano para someter a la inteligencia a base de descalificaciones, linchamientos y recortes. Sus estaciones anteriores han sido las tarascadas lanzadas por el presidente y sus acólitos a la UNAM, a notables investigadores del Conacyt y a los intelectuales, así, en racimo (el presidente se lamentó públicamente de que ni una docena de ellos lo apoyen y hasta hizo un listado de esos pocos, con muertos incluidos, para apuntalar sus dichos, dejando sin mención, tristemente, al abnegado grupo de entusiastas que lo defienden a capa y espada “porque sus intenciones son buenas”).

¿Pero por qué pasa esto? ¿Cuál es el problema de Andrés Manuel López Obrador y los suyos con los académicos, investigadores, estudiantes, profesores, pensadores y demás? ¿En qué momento nació ese rechazo en el seno de su movimiento contra la educación superior, la ciencia y la cultura, si una parte nada menor (por no decir mayoritaria) de los integrantes de tales sectores acompañaron y apoyaron la larga marcha del mandatario en pos del poder? ¿Por qué vemos a sonrientes priistas, a panistas de toda la vida, a toda clase de chapulines políticos plenamente reconvertidos en militantes de Morena y aceptados y aplaudidos en la cubierta del barco, mientras que se hostiliza, presiona, descalifica y lincha a todo aquel que intente pensar por su cuenta?

Hay varias explicaciones posibles. Por ejemplo, esta: imaginemos que a pesar de su belicoso patriotismo escolar y de su erudición histórica digna de las monografías ilustradas que solían venderse en las papelerías, resulte que el presidente no sea un hombre de muchas luces. Porque, caray, es obvio que sus referencias intelectuales están completamente desactualizadas y su diálogo con el pensamiento contemporáneo es nulo. Y como él manda en el aparato estatal y como las ideas que se construyen en la academia, la ciencia o el arte no están sintonizadas con las necesidades de su régimen, le resulta ofensivo que el dinero público (que considera suyo, claro, porque el voto lo autorizó a administrarlo) termine en investigaciones, estudios y proyectos que no contribuyan a sus fines. Es decir, a López Obrador no le interesa que se edifique conocimiento, indagación ni tecnología en México. Sus capacidades solo le dan para pensar en términos de politiquería y, en esos términos, lo que no es propaganda es pérdida de tiempo. El dinero, según su lógica, rinde mejor en programas electoreros capaces de crearle porristas incondicionales.

Claro que para que esta cruzada oscura avance tienen que aparecer una serie de facilitadores dentro de las instituciones públicas dedicadas a la educación, la investigación y el pensamiento. La repentina sincronía con las ideas rencorosas del mandatario sobre, por ejemplo, las becas, los fideicomisos y los estudios o intercambios académicos al extranjero que han mostrado la directora de Conacyt, Elena Álvarez Buylla, y el director interino del CIDE, José Antonio Romero Tellaeche, es una buena muestra de cómo opera el arribismo político en estas materias. Vaya espectáculo, ver a ambos reconocidos doctores desdeñando los estudios en el extranjero… a los que deben los grados académicos que ostentan. Pero como al presidente le dan comezón los doctores, pues hay que renegar de los doctorados…

El CIDE no es, desde luego, una universidad que vaya a recibir a cientos de miles de alumnos. Es algo diferente: un centro de investigación, una institución de conocimiento especializado y de alto rendimiento como las que opera todo país medianamente serio para asegurarse de contar con profesores e investigadores bien calificados en materias fundamentales para el Estado, como la ciencia política, la economía y el derecho. Que el CIDE sea público y compita con las más costosas universidades privadas (a las que, en muchos terrenos, excede por los alcances de sus trabajos) debería ser motivo de orgullo para el país. A menos, claro, que el gobierno de ese país piense que todo el que no ande sonando matracas para celebrarlo es un malvado y no merece apoyos oficiales.

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