Autonomía universitaria
Si la autonomía universitaria es condición esencial de la educación superior, ¿de qué manera debe quedar reconocida en la ley que está por discutirse en el Congreso de la Unión?
En estos días se está llevando a cabo la discusión del anteproyecto de Ley General de Educación Superior. Ha sido un proceso cuidadosamente conducido, tanto por su apertura como por la disposición de los involucrados a encontrar buenas regulaciones para esta materia tan sensible e importante. Es obvio señalar que, sin un sólido sistema universitario, nuestro país condena su futuro en un mundo regido por conocimientos y saberes desarrollados y adquiridos en esa etapa superior de formación. Es menos obvio señalar que sin una legislación adecuada, ese sistema encontrará problemas de constitución, administración y operación que le impedirán cumplir a cabalidad con las enormes tareas que socialmente tienen asignadas.
Las universidades actuales son espacios muy peculiares; sin embargo, prepondera la misión relacionada con la formación profesional de los jóvenes, de quienes se espera adquieran e implementen los saberes necesarios para desempeñar quehaceres específicos en un mundo sofisticado y complejo. Pero más allá de ello, las universidades son hoy lugares privilegiados de socialización, construcción de identidades, creación de conocimientos, formulación de críticas, asimilación de pertenencias, elaboración de redes, plataformas de movilidad y renovación de usos y costumbres, entre otras posibilidades.
Para lograr sus objetivos, las universidades deben descansar en la condición básica de su autonomía. Esto es, en la posibilidad de determinar por sus propios cuerpos internos, la manera concreta de desarrollar su vida institucional. De establecer, precisamente, sus maneras de ser tanto educativa como social.
El artículo 3° de nuestra Constitución dispone en su fracción VII que las universidades e instituciones de educación superior a las que la ley otorgue autonomía, tendrán la facultad y la responsabilidad de gobernarse a sí mismas y realizar sus fines de educar, investigar y difundir la cultura respetando “la libertad de cátedra e investigación y de libre examen y discusión de las ideas; determinarán sus planes y programas; fijarán los términos de ingreso, promoción y permanencia de su personal académico; y administrarán su patrimonio”. En la Ley General de Educación publicada en septiembre del año pasado, el legislador se limitó a repetir en el artículo 49 lo dispuesto en la Constitución, por lo que será en la nueva Ley General de Educación Superior donde se regulen los aspectos esenciales de la educación universitaria, destacadamente la pública, pero y en menor medida, también la privada.
Si la autonomía universitaria es la condición esencial de la educación superior por determinación constitucional, ¿de qué manera debe quedar reconocida en la ley que está por discutirse en el Congreso de la Unión? De acuerdo con las decisiones de la Suprema Corte de Justicia, desde luego como garantía institucional. Por ello, el legislador ordinario y más allá de emitir una ley de carácter general, tiene que respetar los elementos característicos de la institución universitaria, a efecto de mantener su esencia en la propia ley. Importa destacar aquí que al hablarse de esencia no se está pretendiendo incorporar una metafísica para suponer que la universidad tiene que satisfacer una imagen o idea atemporal o cierto arcano. De modo más terrenal, se trata de desarrollar, sin contradecirlos, los elementos establecidos en la fracción VII del artículo 3° constitucional. De otra manera, se deslavaría lo precisado en ella y, aquí el sentido de la garantía, la institución establecida en el texto constitucional terminaría por diluirse. Por no corresponder a lo que se quiso que fuera el modelo de educación universitaria en el país.
El estatus que a las universidades se les reconoce en la Constitución tiene sus razones de ser. Por una parte, éstas deben ser centro de pensamiento crítico a los gobiernos. De ellas deben provenir una parte importante de los cuestionamientos que se hacen a los gobernantes y a sus prácticas en ellas deben formarse personas con pensamiento crítico para ejercerlo en sus vidas ordinarias una vez que hayan abandonado la estrictamente universitaria. Dicho de otra manera, una parte importante de la renovación y la salud de la cosa pública se ha hecho descansar en nuestro tiempo en la vida universitaria. Sin embargo, y simultáneamente, los recursos para el mantenimiento de esa posición, de su talante, son asignados por los propios gobernantes. Quienes canalizan los dineros necesarios para la vida universitaria, son aquellos que están sometidos a su crítica.
Para salvar esta tensión, es que la autonomía universitaria está establecida constitucionalmente y se encuentra en el máximo rango posible en nuestro sistema jurídico. Para ello es que se le ha construido una institucionalidad específica a partir de unos elementos característicos y no disponibles por el legislador ordinario. En el establecimiento de esta posición subyace el reconocimiento a las tensiones inherentes entre la vocación crítica de la universidad hacia la vida social y política de la nación, y su relación presupuestal con el Estado. Espero que en los trabajos legislativos que van a comenzar pronto, no se deje de reconocer la importancia de garantizar a las universidades sus más amplias condiciones, entre ellas sus posibilidades críticas. Que para eso es que en la Constitución tienen una posición propia e indiscutible.
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