Carta a mi hijo con discapacidad: aprendiendo de ti a vivir el presente
Todos los días me propongo ser feliz, disfrutar de lo que tengo y, sobre todo, de las personas que me quieren, pero es tan fácil perderse en las preocupaciones cotidianas y olvidar lo esencial que me dejo llevar por esos pensamientos que me quitan la paz
Querido Alvarete.
El verano, ya olvidado, ha sido más duro que de costumbre. A mis habituales preocupaciones se ha sumado alguna que otra que no estaba en la lista —ni se la esperaba—, descentrándome de la que debía ser mi principal ocupación: disfrutar de mi familia y desconectar del trabajo. Me da rabia cuando pierdo la paz por cosas que no deberían quitármela, ya que, el día que me toque cerrar los ojos, no estarán entre mis últimos pensamientos, pero ahora no me dejan descansar en paz. Podría decirse: nos quitan el sueño las experiencias que no nos llevaremos y aquellas que sí apenas nos preocupan.
Llegará un momento en el que pidamos reiniciar la partida porque nos daremos cuenta de que hemos errado en las prioridades y, por tanto, escogido el camino equivocado, pero entonces ya será demasiado tarde para volver a empezar como hacíamos, cuando éramos pequeños, en aquellas salas recreativas donde reiniciábamos el juego una y otra vez hasta que nos salía bien. Sin embargo, tratar de reducir la vida a ceros y unos es imposible, por lo que no nos queda otra que aceptar nuestra debilidad y seguir hacia delante.
Nos espera un curso, digamos, desafiante. Cumplirás 18 añazos y supondrá un reto, tanto desde el punto de vista emocional como administrativo, que debemos empezar a gestionar ya. El otro día cenaba con antiguos compañeros de universidad y recordábamos aquellos años con nostalgia; lo bien que lo pasábamos y las pocas preocupaciones que teníamos. Es una época que recuerdo muy bien y quizás por eso me cuesta tanto la comparación cuando instintivamente superpongo tu día a día con el que era el mío. Mal hecho por mi parte, porque la felicidad no se puede medir de manera uniforme; la realidad de cada persona es única y es esta la que marca su propio camino hacia la felicidad.
Ayer te vino a recoger Marisol con sus hijas, Carla y Nora, para llevarte a una actividad con bicicletas adaptadas que organiza la Fundación Ava —organización sin ánimo de lucro para apoyar a niños con trastornos neurológicos y a sus familias—. Tu cara de felicidad al verlas y cómo empezaste a dar saltos de alegría hicieron que mi corazón diera un vuelco de emoción. Por la tarde, tu madre me enseñó las fotos que os hicieron y me dieron envidia sana los abrazos y besos que les dabas; te brillaban los ojos de felicidad como si aún fueras un niño que descubría el mundo por primera vez.
Quizás, como he dicho antes, debería sentir envidia y no pena por esa manera que tienes de disfrutar de la vida —algo que los adultos vamos perdiendo al hacernos mayores— o por esas amigas que te quieren por lo que eres, sin reclamarte nada más —y nada menos— que una sonrisa y un abrazo por su amistad. Tú sí que sabes centrarte en lo que realmente importa, en esas experiencias que nos llevaremos en el corazón cuando nos toque cerrar los ojos.
Todos los días me propongo ser feliz, disfrutar de lo que tengo y, sobre todo, de las personas que me quieren, pero es tan fácil perderse en las preocupaciones cotidianas y olvidar lo esencial que me dejo llevar por esos pensamientos que me quitan la paz. Pero afortunadamente te tengo a ti, que, con tu sonrisa contagiosa, me traes de vuelta a lo que realmente importa.
Me doy cuenta de lo mucho que tengo que aprender de ti. Tú has entendido algo que a los adultos nos cuesta tanto: en la vida no se trata de controlarlo todo, sino de aprender a aceptar y a celebrar lo que tenemos, que es más de lo que creemos. Aceptar… ¡Qué difícil es! Cuántas vueltas damos a las cosas que no podemos cambiar o cuánto tardamos en perdonar a los que nos ofenden, haciéndonos así más daño a nosotros mismos que a ellos por no ser capaces de pasar página.
Søren Kierkegaard, pensador danés, escribió: “La vida no es un problema que hay que resolver, sino una realidad que debemos experimentar”. Y gracias a ti, Alvarete, creo que empiezo a entenderlo. Voy de cabeza intentando resolver cada inconveniente, planear cada detalle, cuando lo que realmente debería hacer es aprender a vivir y disfrutar el presente, como tú lo haces. No buscas soluciones a las cosas que no puedes controlar, simplemente las aceptas y disfrutas del momento. Ojalá todos pudiéramos aprender esa lección tan valiosa.
Te doy gracias porque estás enseñándome a crear recuerdos que, cuando mis párpados no se tengan en pie —espero que dentro de muchos años—, me harán esbozar una sonrisa de satisfacción por todo lo vivido. Mejor no preguntarme qué habría sido de mí si no te hubiera conocido.
Te quiero,
Papá.