¿Por qué les enseñamos animales raros a los niños?

Hay una obsesión con dar a conocer bichos exóticos a los más pequeños, pero ni siquiera les enseñamos bien qué es una vaca o cerdo, más allá de la bandeja de porexpán del supermercado. El veganismo, así, lo tiene difícil

A las niñas pequeñas les enseñamos cocodrilos, elefantes, jirafas, leones, cebras y rinocerontes como quien enseña unicornios.Eric Audras (Getty Images/Onoky)

Mi hija ya dice “cocodrilo”. No dice perro, ni gato, ni vaca. Dice cocodrilo (lo dice a su manera, claro). Yo solo he visto una vez un cocodrilo, en la lontananza de un río de la selva Lacandona, en Chiapas (México), casi no se le distinguía entre el agua marrón y los matorrales. Me dio miedo, pero estaba lejos. Tal vez haya visto otro, no lo tengo claro, en algún zoo o en alguna alcantarilla, donde dicen las leyendas urbanas que viven los caimanes dispuestos siempre a mordernos el culo. El caso es que puede que ...

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Mi hija ya dice “cocodrilo”. No dice perro, ni gato, ni vaca. Dice cocodrilo (lo dice a su manera, claro). Yo solo he visto una vez un cocodrilo, en la lontananza de un río de la selva Lacandona, en Chiapas (México), casi no se le distinguía entre el agua marrón y los matorrales. Me dio miedo, pero estaba lejos. Tal vez haya visto otro, no lo tengo claro, en algún zoo o en alguna alcantarilla, donde dicen las leyendas urbanas que viven los caimanes dispuestos siempre a mordernos el culo. El caso es que puede que Candela nunca vea un cocodrilo, y si llega a ver cocodrilos, probablemente sean pocos, los que se pueden contar con los dedos de la mano. Si no te los ha comido un cocodrilo.

A las niñas pequeñas les enseñamos cocodrilos, elefantes, jirafas, leones, cebras y rinocerontes como quien enseña unicornios: son casi seres fantásticos que se muestran idealizados, en vivos colores, con grandes ojos y rostros sonrientes. Más que animales reales son la idea platónica de esos animales que se encuentran en otro mundo y de la que los especímenes individuales de nuestra realidad son solo una copia triste. En los cuentos, en los juguetes, en los papeles de pared y en los pijamas aparecen estos animales fabulosos y sonrientes, todo el rato, y hasta sabemos qué sonidos hace cada uno. El león ruge, por ejemplo. El elefante hace ese sonido agónico, como si se estuviera muriendo, mientras mueve la trompa (sé imitarlo con el brazo, se lo hago a Candela, pero no lo pilla). Por cierto, no les enseñamos los nombres de los árboles, el olmo, la acacia, el tejo, el chopo, que es una cosa que deben saber los poetas, pero que ningún urbanita maneja con soltura, y eso es triste. El único sonido que hacen los árboles es el que hace el viento al pasar entre sus ramas.

Podríamos pensar que esa enseñanza zoológica es consecuencia de lo salvaje y que algo diferente pasa con los animales domesticados, pero, exceptuando las mascotas (los perros y los gatos, fundamentalmente), un niño de ciudad (quedan pocos de campo) no llegará a ver a muchas vacas, cerdos, pollos, caballos o burros. Yo he comido muchísimas vacas, cerdos y pollos en mi vida, y, proporcionalmente, casi no he visto ninguno.

Si no se lo explicásemos bien, los niños podrían llegar a creer que la ternera o el pollo son solo unas masas densas y flexibles de color rojizo o grisáceo, que se venden en los supermercados envueltas en bandejas de porexpán, y que bien podrían ser alimentos creados de manera industrial. Bueno, ya se generan en ominosas macrogranjas industriales, malas para los consumidores, para los animales y para el medio ambiente, y que solo benefician a sus propietarios, pero en las que preferimos no pensar demasiado (a veces me imagino las macrogranjas llenas de bebés, que no dejan de ser un animal pequeño). La carne industrial del futuro, que tal vez ya coma mi hija cuando de adolescente se vaya a ronear a la hamburguesería, será esa fabricada sintéticamente, en laboratorio, sin sacrificar a un animal.

El veganismo, sin embargo, lo tiene complicado. Desde niños comemos esas masas grisáceas y rojizas, anónimas y desanimalizadas, que no se sabe de dónde demonios han salido. Y vemos en las carnicerías y en los envases dibujos infantilizados de cerdos y vacas sonrientes, como encantados de ser sacrificados y comidos, y nos parecen tan lejanos como las jirafas y los elefantes de la sabana africana y de los pijamas. Por eso podemos indignarnos por el horror de las macrogranjas en un programa de la tele mientras nos comemos una hamburguesa, sin caer en contradicción: esos animales de carne y hueso que maltratamos no pueden ser, aunque nos lo dicte el cerebro y la evidencia, los mismos que nos comemos. Lo sabemos desde que somos unos micos.

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