Las consecuencias de sobrerregalar a los niños en Navidad
El entusiasmo de los adultos en estas fechas puede desbordar a los menores, confundiendo el cariño con consumo. Recibir una cantidad ingente de presentes provoca en el menor irritabilidad, dispersión y dificultad para concentrarse
El salón amaneció cubierto de regalos. Era un 6 de enero y el suelo parecía un mosaico de colores: muñecos por liberar del embalaje, juegos con las instrucciones sin abrir y papeles brillantes arrugados por todas partes. Entre ese pequeño caos festivo se movía Martín, entonces de 7 años, saltando de un regalo a otro como quien pisa charcos luminosos. Cinco minutos con un robot. Dos con un coche teledirigido. Un vistazo al libro de dinosaurios. Su madre, María Eugenia (Madrid, 45 años), lo observaba desde la puerta. “A media mañana ya no sabía con qué jugar. Y tampoco sabía cómo calmarse”, recuerda. “Los Reyes le hicieron tres regalos. Pero luego vinieron los de mis padres, mis suegros, mis hermanas, su padrino… y ahí se perdió”.
La escena se repite en muchos hogares españoles. Y revela una paradoja: cuando los regalos de Navidad se multiplican, la magia puede diluirse. No por falta de cariño, sino por exceso de estímulos. “Confundimos cariño con consumo”, señala la psicóloga infantil Úrsula Perona, que advierte que muchos adultos sienten que cuantos más regalos hagan, más compensarán el tiempo que no han tenido. “Pero funciona justo al revés: cuantos más regalos, más difícil es que los niños valoren lo que reciben. Se genera una especie de ruido emocional que tapa la verdadera experiencia navideña”.
El llamado síndrome del niño hiperregalado, popularizado tras un análisis divulgativo de la Universitat Oberta de Catalunya (UOC) en 2018, apunta en esa dirección. Su autor, el sociólogo Francesc Núñez, recuerda que vivimos en una sociedad que asocia bienestar con acumular objetos. “La Navidad es el momento perfecto para que ese mensaje se dispare. Los niños no son los responsables: son receptores de una lógica que los adultos reforzamos sin darnos cuenta”, explica.
Divulgaciones recientes de neuropediatría de Quirónsalud señalan que cada novedad activa un pico breve de atención en el cerebro infantil. Cuando los estímulos llegan sin pausa, aparece la sobreestimulación: irritabilidad, dispersión, dificultad para concentrarse. No es mala conducta: es fisiología. Perona lo ve en consulta: “Cuando reciben demasiados regalos, su capacidad de ilusionarse se diluye. Abrir un paquete deja de ser especial y se convierte en un acto mecánico. También aumenta la frustración: si todo llega fácil y en grandes cantidades, tolerar el ‘no’ o el ‘espera’ se vuelve complicadísimo”. Núñez añade otra consecuencia: la consolidación de una idea equivocada de bienestar. “La sobrerregalación refuerza que la felicidad viene de fuera, de objetos que se sustituyen unos a otros. A largo plazo, eso dificulta construir satisfacciones más profundas, como el juego creativo o las relaciones sociales”. Para él, menos regalos pueden significar más autonomía y más imaginación. La investigación también apunta en esa dirección.
Trabajos de Thomas Gilovich, profesor de Psicología en la Universidad de Cornell (Estados Unidos) y principal referente en el estudio de cómo el consumo influye en la felicidad, como el publicado en 2014 —su investigación más relevante— y titulado Hacer te hace más feliz que poseer, incluso antes de comprar, muestran que las experiencias —salidas, talleres, espectáculos— generan recuerdos más duraderos que los objetos. En su mencionado estudio, Gilovich y su equipo concluyeron que “si bien es cierto que adquirir cosas te hace sentir bien, solo es temporal”. “Son cosas finitas, que no duran para siempre, como lo hace una experiencia, un viaje, ya que los recuerdos de lo vivido se quedan para siempre”, escriben. En definitiva, lo que se comparte pesa más que lo que se acumula. Aunque Gilovich sigue siendo el autor más citado en este campo, y su marco teórico continúa guiando investigaciones recientes, no ha publicado un estudio más considerable que este en los últimos años.
En España la ecuación tiene otro elemento: el peso de la familia extensa. Datos recientes de Aldeas Infantiles SOS indican que casi la mitad de los abuelos participa habitualmente en la crianza de sus nietos. Para muchos, regalar es una forma de estar presentes. “Los abuelos suelen ser los más difíciles porque los mueve un amor enorme”, relata Núñez. “Pero cuando entienden que es por el bienestar del niño, lo aceptan. Y, además, pueden proponer alternativas: tiempo juntos, planes, experiencias. Un recuerdo compartido permanece mucho más que un juguete que acaba en un cajón”. Sofía García (Bilbao, 28 años) recuerda que en su infancia los regalos llegaban en cascada. “Me encantaba, pero me agobiaba. Perdía interés muy rápido y sentía que tenía que reaccionar a la altura de tanta expectativa”, explica. Con el tiempo, ella entendió que, detrás de esa avalancha, había emociones adultas: la necesidad de compensar, de agradar, de reforzar un vínculo.
Una referencia que se repite entre expertos es la idea de que cada niño solo puede utilizar realmente tres o cuatro regalos. Perona coincide: “Es una referencia muy útil. No se trata de prohibir la ilusión, sino de poner un límite sano. Tres o cuatro regalos bien pensados, adaptados a la edad y a sus intereses reales, suelen ser más que suficientes para que disfruten sin saturarse”. Núñez añade que ese límite “obliga a pensar, a decidir, a priorizar. Regalar menos a veces requiere más implicación emocional. En lugar de comprar 10 juguetes por impulso, uno se pregunta qué aporta cada objeto y por qué”.
Gestionar el exceso de presentes cuando hay muchos adultos con ganas de regalar al mismo niño exige conversación. “Hay que hablarlo. Con cariño pero con claridad. Explicar que demasiados regalos no le ayudan y que en realidad le hacen un flaco favor”, explica Perona. Muchas familias establecen acuerdos: cada adulto regala algo simbólico, o se coordinan para que el conjunto no resulte desbordante.
Las señales de que un niño está sobrerregalado son visibles. Perona menciona las más comunes: “Cuando pierde el interés por lo que ya tiene al minuto de abrir lo siguiente. Cuando no recuerda qué le han regalado. O cuando exige, en lugar de pedir”. Para Núñez, también es clave observar cómo juega: “Si no saben a qué jugar porque tienen demasiadas opciones, si se aburren rápido o piden constantemente estímulos nuevos, es una pista clara. El aburrimiento saludable es una herramienta de desarrollo importantísima”.
Cuando el hábito ya está instaurado, la transición debe ser progresiva. “No podemos pasar de 20 regalos a 2 de un año para otro sin explicarlo”, advierte Perona. La clave está en acompañar y verbalizar, no en imponer. Y en trabajar durante el año pequeñas esperas y responsabilidades. Núñez lo resume así: “No es que ‘te doy menos’, es que ‘te doy mejor’. En lugar de un alud de objetos, ofrecer experiencias, tiempo de calidad, retos creativos. Así entienden que el valor no está en acumular, sino en convivir y participar”.
Sobre cómo sería una Navidad ideal, ambos coinciden más de lo que difieren. “Una Navidad en la que el niño sienta que pertenece, que importa, que tiene un hueco en la familia”, dice Perona. “Que se rían juntos, que cocinen, que jueguen. Los regalos ocupan un lugar, pero no el centro”. Núñez lo formula de otra manera: “Una Navidad lenta. Con espacio para el asombro, para mirar, para esperar. Y con pocos objetos, pero con mucho sentido. La verdadera ilusión no se mide en cajas, sino en vínculos”.