La salud de los presidentes, un constante secreto de Estado

A lo largo de la historia, muchos mandatarios han tratado de ocultar o minimizar sus enfermedades

El expresidente de Francia François Mitterrand, tras votar en las elecciones francesas de 1995, en París.

Cuando François Mitterrand llegó al poder en 1981 decidió que la transparencia iba a imponerse en todo lo relacionado con su estado de salud, después de sonados escándalos por ocultar enfermedades graves de sus predecesores en la presidencia de Francia, sobre todo de Georges Pompidou. Desde entonces, cada seis meses, se publicaban detallados boletines de salud que, según el Elíseo, recogían “la información qu...

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Cuando François Mitterrand llegó al poder en 1981 decidió que la transparencia iba a imponerse en todo lo relacionado con su estado de salud, después de sonados escándalos por ocultar enfermedades graves de sus predecesores en la presidencia de Francia, sobre todo de Georges Pompidou. Desde entonces, cada seis meses, se publicaban detallados boletines de salud que, según el Elíseo, recogían “la información que los franceses tienen derecho a esperar del hombre que han elegido para asumir el más alto cargo del Estado”. Se trató de un ejercicio de transparencia impecable con un problema no precisamente pequeño: todo era mentira, los boletines formaban parte de una elaborada estrategia de ocultación. Poco antes de ser elegido, los médicos detectaron un cáncer a Mitterrand, que no se hizo público durante sus dos septenios en el poder. Los franceses solo supieron en 1996, con el ya expresidente fallecido, que su médico personal, Claude Gubler, lo había escondido durante 14 años. “En noviembre de 1981 le dije al presidente que tenía un cáncer diseminado por los huesos. ‘El secreto de Estado se impone’, me contestó”, relató Gubler a la revista Paris Match.

La salud de los mandatarios plantea una compleja dicotomía entre el derecho de los ciudadanos a disponer de información relevante sobre las personas que les gobiernan, o que van a elegir para gobernarles, y el derecho a la intimidad. Pero, además, es indudable que algunas enfermedades pueden ser consideradas un signo de debilidad (el hecho de ocultarlas no hace más que aumentar el estigma que las rodea). En el caso de dolencias graves, podrían condicionar las elecciones. ¿Hubiesen votado igualmente los franceses a Mitterrand sabiendo que padecía un cáncer que podía ser tratado (de hecho, fue tratado y pudo gobernar durante 14 años)? En las dictaduras y monarquías absolutas, la respuesta es clara desde hace siglos: la salud del dirigente es un secreto. Los misterios son a veces tan profundos que los historiadores se han pasado 2.000 años discutiendo la dolencia que pudo padecer Julio César —seguramente epilepsia—, sin llegar a una conclusión definitiva. Sin embargo, en las democracias no se puede decir que reine siempre la transparencia.

El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, en una videollamada este domingo. Tia Dufour - White House via CNP (GTRES)

Los caóticos y contradictorios detalles en torno a la salud del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, ingresado el pasado viernes en el hospital Walter Reed de Maryland aquejado de covid-19 sin que nadie haya sido capaz de conocer su estado real, reflejan la forma de comunicar en la Casa Blanca de los “hechos alternativos”, pero también las enormes dificultades que plantea informar con claridad y transparencia sobre las enfermedades de los jefes de Estado y de Gobierno. Aunque el caso de Trump, en una democracia, es extremo. En el crepúsculo de la URSS, decenas de sovietólogos estaban pendientes del más mínimo detalle para tratar de adivinar la salud de los dirigentes gerontocráticos. Ahora, decenas de periodistas tratan de aclararse en Washington entre las declaraciones contradictorias, las evasivas e incluso el hecho de que el presidente tuitee o no.

Trump, además, se ha burlado reiteradas veces de la salud de sus contrincantes políticos y no se ha cansado de estigmatizar las enfermedades. En el debate de la semana pasada despreció a su oponente, Joe Biden, por llevar mascarilla, que considera un signo de debilidad y no de solidaridad para no contagiar. En 2016, llegó a reírse de Hillary Clinton por una tos persistente que derivó en neumonía (un vídeo que ha circulado ampliamente por redes sociales le muestra imitando los andares de alguien enfermo durante un mitin). Tampoco ayudó que el equipo de campaña de la entonces candidata demócrata tratase infructuosamente de minimizar sus achaques, hasta que se desmayó en público. “Este episodio aumenta las dudas sobre la salud de Clinton y la transparencia de su equipo durante los dos últimos meses de la campaña”, escribió entonces The New York Times. “Durante meses los republicanos han puesto en duda el estado de salud de Clinton, de 68 años, y afirman que está enferma debido a sus ataques de tos”.

‘El ala oeste de la Casa Blanca y la enfermedad de Barlet’

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Las polémicas en torno a la salud de los presidentes estadounidenses han sido tan constantes que hasta forman parte de la trama de la serie ya clásica sobre la política americana, El ala oeste de la Casa Blanca: el presidente ficticio Josiah Barlet padece esclerosis múltiple y los republicanos le acusan de esconderlo durante la campaña e incluso promueven un voto de censura. John F. Kennedy padeció todo tipo de dolencias, además de un dolor de espalda crónico, que nunca se hicieron públicas, mientras que Woodrow Wilson trató de minimizar la gran pandemia de 1918 —la mal llamada gripe española precisamente porque España fue el primer país en informar de ella al no estar sometido a censura militar—. El propio Wilson enfermó gravemente durante un viaje y la Casa Blanca hizo todo lo posible para ocultarlo. De hecho, algunos historiadores creen que aceptó los términos del Tratado de Versalles porque estaba demasiado enfermo como para rebatir las tesis de franceses e ingleses.

“Siempre han existido polémicas sobre las enfermedades de los reyes”, explica el historiador y medievalista José Enrique Ruiz-Domènech, que está a punto de publicar un ensayo titulado El día después de las grandes pandemias (Taurus). “La norma claramente era que no se podía comentar. Si había algún problema, el rey desaparecía de la vista con el pretexto de una cacería. Los reyes, dignatarios y príncipes se rodeaban eso sí de los mejores médicos, que conocían las últimas innovaciones, pero también los herbarios. Esos datos también se guardaban en secreto”.

Sin embargo, lo que era posible en las monarquías medievales, o en Corea del Norte en la actualidad (en abril se especuló sobre la posibilidad muerte de Kim Jong-un y los expertos en la dictadura comunista llegaron a examinar fotos de satélite con el paradero de su tren privado para tratar de sacar alguna pista), resulta cada vez más difícil en una democracia. El ex primer ministro japonés, Shinzo Abe, dimitió en agosto por problemas de salud, que ya le habían obligado a renunciar durante su primer mandato, en 2007. Pero la transparencia mostrada entonces —como también durante el accidente de caza del rey Juan Carlos I en Botsuana— son una excepción y no la regla.

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