Los europeos, sentados sobre un volcán
La última legislatura ha alumbrado una segunda refundación de la UE, pero la irrupción de las fuerzas extremistas coloca a los ciudadanos ante el vértigo del retroceso el 9 de junio
Estas elecciones son singulares. En casi siete décadas de la hoy Unión Europea, todo parece distinto. Apenas se recuerda una etapa en que los logros acumulados corriesen peligro de extinción por la irrupción de fuerzas extremistas, como ahora. El templo asentado en cuatro columnas, el “cuatripartito europeísta” —democristianos, socialdemócratas, liberales y verdes— podría fisurarse, si los ultras se disparasen y los conservadores se echasen en sus brazos.
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Estas elecciones son singulares. En casi siete décadas de la hoy Unión Europea, todo parece distinto. Apenas se recuerda una etapa en que los logros acumulados corriesen peligro de extinción por la irrupción de fuerzas extremistas, como ahora. El templo asentado en cuatro columnas, el “cuatripartito europeísta” —democristianos, socialdemócratas, liberales y verdes— podría fisurarse, si los ultras se disparasen y los conservadores se echasen en sus brazos.
Tampoco en una sola legislatura se innovó tanto en la integración de signo federal. La pandemia, su parálisis económica, la posterior recesión y la invasión de Ucrania, con sus secuelas de crisis energética y de inflación, han alumbrado una segunda refundación de Europa.
Los avances recientes compiten con el decenio glorioso de Jacques Delors: 1) la creación desde cero de una política sanitaria; 2) el mayor plan de recuperación económica (Next Generation), que duplica durante años el presupuesto común; 3) su financiación mutualizada mediante eurobonos; 4) la expansión monetaria de un Banco Central Europeo antes restrictivo; 5) la política de defensa, frente a Rusia, pagando en común y armando a la resistencia ucrania; 6) las agendas verde, digital y social… Todo va a velocidad vertiginosa, y el 9-J nos coloca ante el vértigo de un retroceso por culpa de un mayor lastre de eurohostiles, negacionistas climáticos, xenófobos, chovinistas políticos: todos solos y con poco en común.
Debajo de esta superficie de aciertos y vendavales, que la campaña debía aclarar, los europeos nos descubrimos sentados sobre un volcán durmiente, de retos y dilemas, de encrucijadas y tareas inacabadas. A veces en sordina poco propicia a su debate.
Así, la urgencia inversora tras la parálisis pandémica no solo ha replanteado la cuantía del presupuesto y creado una deuda común europea —en la estela de Alexander Hamilton en los EE UU de 1790—, durante décadas considerada blasfema y que ahora debería al menos duplicar. También ha volteado la gobernanza europea: dirigentes y altos funcionarios obedecían al paradigma del control de gastos, al freno. La nueva era labra lo inverso: acelerar la inversión, despertar el gasto productivo. Y aún se necesitará multiplicarlo a causa de la guerra, del cambio energético, del desafío industrial/tecnológico. Los hombres de negro de Bruselas han tenido que quemar sus corbatas; las administraciones de los Estados miembros, empeñarse, no en sajar déficits, sino en ejecutar las multimillonarias inversiones financiadas por la Unión. La noche y el día. Volver súbitamente atrás sería suicida.
El contraste entre la política económica austeritaria de la Gran Recesión de 2008-2012 con la del gran relanzamiento de 2020-2024 es infinito. Las secuelas de aquella se enquistaron, aunque en parte compensadas con los beneficios de este. La meteórica recuperación de empleo y servicios sociales, o la más modesta del poder adquisitivo de asalariados y clases populares es tangible, pero aún incompleta. La amenaza es que los descolgados de este new deal y los acomodados inquietos por el incierto futuro de sus hijos se apunten a las abruptas falacias de quienes proponen motosierras. Cuyos resultados ya tangibles pespuntean el colapso de los servicios sociales, indispensables precisamente para los vulnerables seducidos por las ficciones populistas. Algunas víctimas votan a sus verdugos.
Este club europeo se creó como una gran operación de paz, entre los enemigos a muerte de la segunda gran guerra. Con el precedente menor, pero severo, de los Balcanes, el estallido de las armas rusas contra Ucrania replantea o modula el espíritu fundacional de 1957. La unanimidad en defensa con fórceps marca Borrell —a veces gracias al recurso extraordinario de la “abstención constructiva”, ese distraerse al lavabo mientras los demás deciden— ha alumbrado 13 inéditos paquetes de sanciones, una ayuda militar antes impensable, una vía de simbiosis entre industrias nacionales. Y claro, el rediseño de la política energética hacia las renovables y la diversificación. Todo extraordinario.
Pero ¿motiva el rearme a la ciudadanía?, ¿hasta dónde está dispuesta para alcanzar la indispensable autonomía estratégica?, ¿conviene consensuar un tope de gasto sectorial, en modo Maastricht, que amalgame ideal pacifista, derechos humanos o valores liberales con la autodefensa que los haga viables en un mundo más agresivo? ¿Endosará el esfuerzo de prescindir, o minimizar, la protección del paraguas financiado por el amigo americano?
Con ese subsuelo recalentado, los 27 también se han sintonizado para acoger a Ucrania y otros, pero sin acordar aún que eso requerirá eliminar la unanimidad —quizá exigiendo que el veto sea de al menos tres países y no de uno solo— para sortear la lentitud decisora actual… y la parálisis futura. Y deben afinar un punto de equilibrio entre afirmación propia y economía abierta, entre ingenuidad e interés. Sin confundir protección con proteccionismo. Sería imposible defender un mundo basado en reglas desde un continente que se inclinase al cierre salvaje ante los trabajadores inmigrantes que necesitamos, ante los nuevos derechos de nuestras minorías, ante millones de jóvenes con acceso vedado al horizonte. Nunca los europeos estuvimos solos.
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