Historia de tres ciudades
El problema de la vivienda plasma como ningún otro activo la desigualdad que provocan los mercados financieros desatados
La querida, sucia y vehemente Nueva York fue la primera ciudad en la que se aplicó la muy neoliberal doctrina del shock, a mediados de los años setenta, tras una feroz crisis fiscal, justo cuando los Chicago Boys estaban descubriendo que podían dar golpes de Estado en América Latina de la mano de la CIA para testar las recetas del llamado capitalismo del desastre. “Nueva York es todo”, escribe Paul Auster en 4 3 2 1: medio siglo después, en la ciudad del 11-S acaba de ganar un musulmán; en el corazón del capitalismo ha triunfado un socialista; en uno de los bastiones del Partido ...
La querida, sucia y vehemente Nueva York fue la primera ciudad en la que se aplicó la muy neoliberal doctrina del shock, a mediados de los años setenta, tras una feroz crisis fiscal, justo cuando los Chicago Boys estaban descubriendo que podían dar golpes de Estado en América Latina de la mano de la CIA para testar las recetas del llamado capitalismo del desastre. “Nueva York es todo”, escribe Paul Auster en 4 3 2 1: medio siglo después, en la ciudad del 11-S acaba de ganar un musulmán; en el corazón del capitalismo ha triunfado un socialista; en uno de los bastiones del Partido Demócrata un joven de 37 años, Zohran Mamdani, ha dinamitado el establishment del centroizquierda estadounidense, sea lo que sea eso. El éxito del nuevo alcalde, con un cóctel de políticas contra la precariedad, nos dice que de alguna manera el crash de Lehman Brothers sigue con nosotros: la Gran Recesión trajo radicalismo de ultraderecha, y nos sorprende ahora con el regreso inesperado del socialismo en una ciudad disruptiva y marcada por la diversidad racial, la desigualdad, la financiarización, los sándwiches de 30 dólares, los alquileres por las nubes —y los salarios estancados. De ese maremágnum estaba saliendo ganadora la ultraderecha en casi todo el Atlántico Norte (y en buena parte del Sur). Mamdani es una puerta abierta a un ya veremos.
En la otra orilla del océano, Irlanda es un país contrahecho. Es una economía rara, un animal extraño, un paraíso fiscal en plena eurozona en el que los bajos impuestos han atraído a las multinacionales tecnológicas. Irlanda es además una economía extremadamente financiarizada, con un PIB per cápita elevadísimo que es una suerte de espejismo estadístico: es como si Elon Musk entra en el bar donde suelo reunirme con mis amigotes y de repente alguien calcula la renta per cápita y eso nos convierte automáticamente en millonarios a todos los pobres diablos que estamos allí tomando una cerveza. En Irlanda, y en Dublín en particular, ha cambiado la situación política por un voto de castigo a la coalición de centroderecha que llevaba años gobernando, con una presidenta, Catherine Connolly, que recuerda a una Manuela Carmena liberalona y que ha exhibido un programa imbatible: conectó con un electorado cansado del establishment, especialmente jóvenes afectados por la crisis de vivienda y el aumento del coste de vida, con un discurso centrado en la neutralidad militar, la justicia social, las críticas al rearme europeo y la solidaridad con Gaza. Hay un hilo de Ariadna que une a Mamdani y Connolly.
Ese mismo hilo que va de Nueva York a Dublín alcanza también Países Bajos y especialmente su capital económica, Ámsterdam. En la antigua Holanda han gobernado los ultras y han dejado una hoja de servicios tan mediocre como era de esperar. En un contexto de inestabilidad y polarización extrema, la crisis de la vivienda (precios disparatados y falta de alquiler asequible, ¿les suena?) ha marcado también el clima político de la campaña. En esos tres casos, los partidos ganadores han prometido medidas para paliar la crisis inmobiliaria. Pero en todos ellos la vivienda, más que el detonante del cambio político, es una expresión del malestar acumulado por la mutación del capitalismo en las últimas décadas. La macrocefalia del sistema financiero es brutal en Nueva York, en Dublín y en Ámsterdam. En los tres casos hay también una desigualdad rampante, una globalización que deja muchos perdedores en el camino, una complejidad racial que abre oportunidades y desata desasosiegos. Y los problemas inmobiliarios son la guinda del pastel: la vivienda se ha convertido en un activo financiero más, en un imán para los especuladores y el sistema financiero, según el estupendo Vivienda: la nueva división de clase, de Lisa Adkins, Melinda Cooper y Martijn Konings, y el sugerente El fin del primer mundo, de David Lizoain. La vivienda plasma como ningún otro activo la desigualdad que provocan los mercados financieros desatados. Desde la antigüedad clásica, toda gran crisis económica mal gestionada acaba dejando como legado un estallido político y social: de la Gran Recesión salimos con remiendos de diversos colores mal cosidos, no hubo una rectificación de políticas económicas y se siguieron embalsando desigualdades y malestar. De las arcadas de aquella Gran Crisis salieron Trump y los ultras. Y ahora se abre paso un giro más izquierdista, con las políticas de vivienda en la cresta de esa ola que se va formando de manera aún muy incipiente.
La socialdemocracia aparcó las políticas contra la desigualdad durante años en favor de las medidas a favor de las minorías (que siguen siendo muy necesarias, por cierto). El centroizquierda va camino de la irrelevancia después de ese cambio de énfasis. No era la economía, estúpido: era la redistribución, y la vivienda forma parte ya, clarísimamente, de la demanda de políticas redistributivas que estamos viendo aquí y allá. La línea de puntos Nueva York-Dublín-Ámsterdam es aún muy tenue como para sacar conclusiones rotundas. Pero esa historia de tres ciudades recuerda a Dickens, un escritor que a los 12 años se pasaba 10 horas al día pegando etiquetas en botes de betún: “Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos”.