Decepción, apatía y mala comunicación en los primeros meses de Starmer al frente del Gobierno del Reino Unido

El equipo del dirigente laborista enfurece a pensionistas, empresarios y agricultores, sin lograr dominar el relato sobre su proyecto de reformas

Un niño con una pancarta contra Keir Starmer en la manifestación de agricultores y ganaderos del 19 de noviembre en Londres.TOLGA AKMEN (EFE)

Un político relevante se reía hace ya un par de décadas de ese diagnóstico manoseado que surge cada vez que los gobiernos tienen un problema y apunta irremediablemente a un fallo en la comunicación. Hoy se dice un fallo en el relato. “La política no es otra cosa que comunicación”, ironizaba aquel dirigente.

En sus primeros meses al frente de Downing Street, Keir Starmer y su ministra de Economía, Rachel Reeves, ...

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Un político relevante se reía hace ya un par de décadas de ese diagnóstico manoseado que surge cada vez que los gobiernos tienen un problema y apunta irremediablemente a un fallo en la comunicación. Hoy se dice un fallo en el relato. “La política no es otra cosa que comunicación”, ironizaba aquel dirigente.

En sus primeros meses al frente de Downing Street, Keir Starmer y su ministra de Economía, Rachel Reeves, han logrado enfrentarse a pensionistas, pequeños empresarios y granjeros, probablemente los grupos que más apoyo popular suscitan. Todo un triplete. No es de extrañar que en la manifestación del pasado martes del mundo rural, en el centro de Londres, se volvieran a ver pancartas que mostraban a Reeves como a una bruja malvada, o eslóganes en las camisetas de los manifestantes que decían Stand with a farmer, not with Starmer (Apoya a un granjero, no a Starmer).

“No existen decisiones apolíticas en Whitehall [el nombre de la avenida donde residen los principales ministerios británicos]. Todo es política. Cada decisión fiscal hará que la situación de alguien mejore o empeore, de un modo que las hojas de cálculo no van a reflejar. Meter mano a las leyes de impuestos puede derivar en una revuelta popular”, escribió esta semana Will Dunn, analista económico de la revista The New Statesman.

Sergio Dionisio, de 46 años, es un portugués que levantó hace ya 18 años una pequeña empresa en Londres, Starplus Services. Se dedica a la limpieza y mantenimiento de edificios públicos y oficinas. Tiene poco más de 100 trabajadores a su cargo y depende, en parte, de los servicios que ofrece, de las subcontratas con otras 18 compañías. La decisión del Gobierno de subir las cotizaciones a la Seguridad Social (National Insurance) que pagan las empresas ha supuesto un golpe inesperado. Junto a un incremento del salario mínimo profesional, que en el Reino Unido se establece en horas. A partir de abril del año que viene, aumentará un 6,7%, hasta las 12,21 libras (unos 14,60 euros).

“Calculo que mis gastos operativos se van a incrementar en casi un 12%. Algunos podré trasladarlos a los clientes, otros no. Y muchas de las empresas con las que subcontrato ya me los han trasladado a mí. En estas condiciones resulta muy complicado tirar para adelante”, admite Dionisio. “Hubiera preferido que el Gobierno fuera más valiente y subiera el Impuesto de Sociedades. De este modo va a enfriar la economía y va a perjudicar a los trabajadores que supuestamente iba a defender”, señala el empresario.

La comunidad empresarial, los expertos y los propios datos económicos han recibido como un jarro de agua fría el primer presupuesto del Gobierno Starmer. Presentado el pasado 30 de octubre, supuso el mayor incremento de impuestos en una década —casi 50.000 millones de euros—, con la voluntad de enderezar un país anquilosado, después de 14 años de gobiernos conservadores. Un país falto de inversión pública y con una sanidad, educación e infraestructuras en claro deterioro.

La inflación ha vuelto a dispararse en octubre hasta el 2,3%, después de haber logrado bajar un mes antes hasta el 1,7%. En el tercer trimestre del año, entre julio y septiembre (el comienzo del mandato laborista), la economía del Reino Unido creció un raquítico 0,1%.

No es el inicio de un “invierno del descontento”, dicen los empresarios —muchos de ellos entusiasmados en su día con la llegada de Starmer—, pero sí se ha extendido una sensación de decepción y apatía ante la falta de ímpetu de un Gobierno incapaz de defender y explicar su afán reformista.

“Hay un fuerte sentimiento entre los líderes empresariales con los que he hablado de que se les están imponiendo medidas sin contar con su colaboración o coordinación”, se quejaba la semana pasada Rain Newton Smith, la directora ejecutiva de la principal patronal británica, la CBI.

Un salvavidas para la oposición

El relato. Siempre el relato. Cuando el nuevo Gobierno decidió suprimir, al principio de su mandato, las subvenciones universales a pensionistas para pagar la electricidad y el gas (entre 240 y 360 euros al año), no supo explicar que muchos de esos hogares no lo necesitaban, y que a cambio iba a incrementar esas ayudas para los más vulnerables. Cuando subió las cotizaciones a la Seguridad Social, no recordó suficientemente que las había bajado dos años antes, de modo irresponsable, el Gobierno conservador. Y cuando decidió incluir en el presupuesto la recuperación del Impuesto de Sucesiones, hasta un 20%, para la transmisión de explotaciones agrícolas, el equipo de Starmer fue incapaz de trasladar los hechos a la opinión pública: solo las fincas con un valor superior a los 3,60 millones de euros se verán afectadas.

El resultado: personas mayores agobiadas por el recibo energético; pequeños empresarios asfixiados; familias de ganaderos y agricultores obligados a vender el legado de varias generaciones. Al menos, esa es la imagen que ha calado en la opinión pública, y que la oposición conservadora no ha tardado en explotar.

“Ya lo he dejado muy claro: echaremos atrás [si volvemos a gobernar] el cruel ‘impuesto a las granjas familiares”, prometió la nueva líder de los tories, Kemi Badenoch, en su primera sesión de control al Gobierno en la Cámara de los Comunes. “¿Qué piensa decir el primer ministro para transmitir tranquilidad a una comunidad rural que se encarga de proveer alimentos y seguridad a toda la nación?”, proclamaba.

Badenoch se sumó a la manifestación de agricultores y ganaderos del pasado martes ante Downing Street. 18.000 personas. Los organizadores, asombrados ante su éxito de convocatoria, demostraron además astucia en su estrategia política. Solo dejaron hablar en el estrado a la líder del Partido Conservador y al del Partido Liberal-Demócrata, Ed Davey. También se había acercado hasta allí Nigel Farage, el político populista que impulsó el Brexit, que recibió nutridos aplausos. Pero no pudo acercarse al micrófono. Para no resucitar el fantasma del Brexit, que tanto daño ha causado a todos los agricultores y ganaderos británicos —y que muchos de ellos respaldaron—. Y para no restar popularidad a la protesta con un personaje divisivo y tóxico.

Muchos aliados de Starmer, al ver las calles de Londres inundadas de caqui y ocre —el mundo rural es la quintaesencia de lo inglés— han advertido ya al primer ministro de que sufre un grave problema de comunicación que debe enderezar cuanto antes.

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