Del tabú a la transparencia: el principio del fin del mito del líder fuerte
El estigma que aún pesa sobre la enfermedad de los dirigentes se resquebraja por los cambios sociales y la evolución del modelo de liderazgo
Se llamaba Max Jacobson, pero sus pacientes le llamaban Doctor Feelgood (doctor me siento bien), por el cóctel de hormonas, analgésicos y anfetaminas que este médico les inyectaba en Estados Unidos, a mediados del pasado siglo. Uno de esos pacientes era el presidente John Fitzgerald Kennedy, cuya apostura ocultaba a un enfermo crónico, postrado por unos insoportables dolores de espalda, que lo obligaban a apoyarse en unas muletas que escondía en su coche. Durante la campaña en la que disputó...
Se llamaba Max Jacobson, pero sus pacientes le llamaban Doctor Feelgood (doctor me siento bien), por el cóctel de hormonas, analgésicos y anfetaminas que este médico les inyectaba en Estados Unidos, a mediados del pasado siglo. Uno de esos pacientes era el presidente John Fitzgerald Kennedy, cuya apostura ocultaba a un enfermo crónico, postrado por unos insoportables dolores de espalda, que lo obligaban a apoyarse en unas muletas que escondía en su coche. Durante la campaña en la que disputó la presidencia a Richard Nixon, en 1960, la consulta del endocrino que trataba la enfermedad de Addison que padecía Kennedy fue saqueada. Los supuestos ladrones habían tratado en vano de robar su historia clínica, un suceso tras el que se vio la mano de Nixon, consciente de que la mala salud de su rival era una de sus bazas. Al día siguiente de jurar su cargo en enero de 1961, el nuevo presidente negó padecer Addison y el diario The New York Times describió su forma como “excelente”. Para entonces, ya dependía de las inyecciones de Jacobson para aguantar el dolor.
Como el carismático presidente asesinado en 1963, muchos de sus predecesores habían mentido antes sobre su salud. “Ocultar el estado médico real al votante es una antigua tradición de la presidencia estadounidense“, aseguraba en 2002 la revista The Atlantic, obviando que los ejemplos de dirigentes que han ocultado sus enfermedades abundan en todo el mundo. Esa opacidad ha sido total o parcial. Esta semana, se ha conocido que Carlos III de Inglaterra padece cáncer. No se ha revelado ni de qué tipo ni cuál es su pronóstico.
Casos como el de Mohamed VI de Marruecos, cuyas dolencias son casi siempre un misterio, o el secretismo en el Vaticano sobre la salud del Papa —que ha dado pie a chistes como el que asegura que el Pontífice “siempre está sano hasta un rato después de morirse”— demuestran la persistencia del tabú que tradicionalmente ha sido la enfermedad de los líderes. Esa tendencia, sin embargo, está empezando a ceder frente a una demanda creciente de transparencia sobre la salud de quienes tienen el poder político en sus manos, al menos en las democracias, una exigencia impulsada por los “cambios en la sociedad, la información y los medios de comunicación de masas”, explica Verónica Fumanal, consultora en comunicación política.
“La enfermedad a escala social lleva aparejada una idea de debilidad. Aunque el fenómeno del liderazgo ha evolucionado y ahora no se puede explicar solo por los atributos personales del líder, este sigue estando mitificado. En las creencias colectivas, seguimos identificándolo con esos atributos que se les suponía a los dirigentes de otro tiempo, que siempre venían de estamentos militares, de monarquías o del poder religioso. Por eso, el liderazgo sigue ligado a características como la fuerza y la agresividad”, subraya la experta.
La concepción tradicional de la masculinidad y el poder cristalizaron en las llamadas “teorías del gran hombre” en las escuelas militares de los años veinte del pasado siglo, precisa Fumanal. Dirigentes autocráticos como Vladímir Putin siguen, aún hoy, presentándose como la encarnación de ese mito. Los rumores que desde hace años atribuyen al presidente ruso un cáncer rompen con la escenificación que plasman las fotografías de Putin con el torso desnudo, con un rifle en las manos o cazando.
Kennedy fue el primer presidente de la era de la televisión. En 1981, cuando el presidente francés François Mitterrand ocultó el cáncer metastásico que padecía —mintió durante 14 años—, ese medio de comunicación estaba ya generalizado. El consultor en comunicación política Luis Arroyo recalca que en 2023, “con la gente dotada de móviles en cada rincón y con ciclos informativos constantes”, es “muy difícil, si no imposible” que la salud de un gobernante logre ocultarse y se convierta en un secreto de Estado.
Elisa García-Mingo, doctora en Antropología y profesora de la Facultad de Ciencias Políticas y de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid, coincide en que el modelo de liderazgo ligado al mito del hombre fuerte está empezando a cambiar. Cita la dimisión de la primera ministra neozelandesa Jacinda Ardern, en enero de 2023, que alegó no tener la “energía” para seguir en el cargo. Esta evolución no es ajena, opina esta especialista, al creciente número de lideresas. La enfermedad de los poderosos está adquiriendo además otros aspectos que, bajo el prisma de la comunicación, pueden ser incluso positivos. El reconocer una dolencia o el mero dolor, “en ocasiones, sirve para humanizar a un líder”, recalca Verónica Fumanal.
Democracia
Esta consultora en comunicación destaca que la creciente exigencia de transparencia sobre el estado de salud de los dirigentes políticos atañe especialmente a “los políticos electos, que rinden cuentas periódicamente de su desempeño”. Un ejemplo es la polémica que ha rodeado al secretario de Defensa de Estados Unidos, Lloyd Austin, que en enero ocultó, incluso al presidente Joe Biden, que padece un cáncer de próstata y que había estado ingresado tres días.
La Casa Blanca ha tratado de acallar las críticas aludiendo al “carácter personal” de la enfermedad, pero en el debate sobre si las enfermedades de un dirigente con responsabilidades públicas son privadas o de interés público, la segunda opción cuenta con un argumento de peso. Austin es el segundo en la cadena de mando de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos. Su cargo lo obliga a estar siempre disponible en caso de una amenaza para la seguridad nacional o, en su defecto, delegar sus funciones según lo previsto por la ley.
“Las democracias prevén mecanismos que, en mayor o menor medida, exigen transparencia, sobre todo, a quienes tienen una labor ejecutiva. Lo que se le admite a Carlos III probablemente no se le consentiría al primer ministro [Rishi] Sunak”, apunta Arroyo. Cuando se trata de alguien con poder real, la ciudadanía “precisa garantías de que no va a haber un vacío de poder en el Gobierno o en la Administración”, recalca el consultor.
La polémica sobre Austin ha recordado otro aspecto de la opacidad en torno a las enfermedades de los líderes: el “edadismo”, asevera García-Mingo. La imagen de “vulnerabilidad” que se asocia con la mala salud se ve catalizada por la que acompaña a una edad avanzada. Las dolencias que suelen presentarse en la ancianidad —el cáncer de próstata, el Párkinson o el deterioro cognitivo— sufren un estigma y un secretismo aún mayores.
En 2019, los temblores de la canciller alemana, Angela Merkel, en actos públicos desataron las cábalas sobre un posible Párkinson y una inminente renuncia, justo cuando estaba a punto de cumplir 65 años. La definición en el informe del fiscal del caso de los papeles clasificados del presidente Biden como un “anciano con mala memoria”, sus lapsus y sus 81 años están sirviendo a sus rivales republicanos para reclamar su incapacitación.
“Cualquier situación leída como vulnerabilidad, la enfermedad, una edad avanzada, la maternidad en las mujeres, sirve como excusa para expulsar a esa persona de la vida pública”, analiza García-Mingo. Una expulsión a la que todo líder se resiste debido a que “la pulsión por conservar el poder es natural”, precisa Arroyo. De ahí la necesidad de mantener una imagen de vigor, incluso mintiendo.
“La enfermedad no solo afecta a los dirigentes, sino que repercute en el entorno del líder, en sus camarillas. En cuanto hay sospechas de que un líder puede estar en sus últimos días, surge inmediatamente la discusión sobre el proceso de sucesión y un cuestionamiento de la estabilidad del poder”, explica Arroyo. La forma de comunicar sobre la enfermedad del dirigente moribundo es, asegura, una de las cuestiones claves de esa sucesión.
En noviembre de 1975, los médicos de Francisco Franco ensayaron con él todos los tratamientos posibles para mantenerlo con vida. La larga agonía del dictador se ha relacionado después con el propósito de preparar una transición que se anunciaba complicada. Para Arroyo, el caso de Franco es un ejemplo de la teoría de Jerrold R. Post y Robert S. Robins sobre los dilemas éticos que rodean las enfermedades de los líderes y la gestión de estas por parte de sus camarillas. A esa teoría la bautizaron como “el dilema del rey cautivo”.
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