La amenaza de la desinformación en el gran ciclo electoral de 2024 inquieta al foro de Davos

El impacto de los contenidos falsos y divisivos en una época de fuerte polarización, nuevas y potentes tecnologías y democracias frágiles destaca entre los riesgos detectados por la cita anual de Suiza

Agentes de policía vigilaban este lunes desde un tejado de un edificio en Davos.DENIS BALIBOUSE (REUTERS)

El mundo afronta en 2024 un extraordinario ciclo electoral, con alrededor de 70 países, que incluyen casi la mitad de la población mundial, que tienen previsto celebrar elecciones presidenciales o legislativas. En la cita anual del Foro Económico Mundial (FEM), que se celebra en Davos, en Suiza, a partir de este martes, es perceptible la inquietud acerca de la amenaza que la desinformación representa para esos procesos y para la salud global de la democracia. ...

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El mundo afronta en 2024 un extraordinario ciclo electoral, con alrededor de 70 países, que incluyen casi la mitad de la población mundial, que tienen previsto celebrar elecciones presidenciales o legislativas. En la cita anual del Foro Económico Mundial (FEM), que se celebra en Davos, en Suiza, a partir de este martes, es perceptible la inquietud acerca de la amenaza que la desinformación representa para esos procesos y para la salud global de la democracia. Un informe de riesgos publicado por el FEM en los prolegómenos de la cita anual, tras consultar con 1.500 expertos globales, situaba la desinformación como el mayor riesgo en el corto y medio plazo junto con la crisis climática.

Es interesante destacar cómo en el mismo informe del año anterior, la desinformación no figuraba entre las 10 mayores amenazas ni a corto plazo (dos años vista) ni a medio (10). En la edición actual, es el mayor en el corto. Y en el medio, el quinto detrás de distintas variantes de amenazas vinculadas con el cambio climático. Además del informe, el programa de la cumbre anual del Foro y las primeras conversaciones a la llegada de delegados confirmaba la honda inquietud que este conjunto provoca.

Agentes de policía patrullaban una calle en Davos, el lunes. DENIS BALIBOUSE (REUTERS)

La desinformación —es decir, la acción interesada para confundir o crispar a la opinión pública— es un elemento explosivo en un contexto que se nutre de distintos elementos problemáticos, hecho de fuerte polarización de las sociedades en gran parte del mundo, de democracias que se van fragilizando, de un entorno geopolítico de fuerte tensión y competición y de un entorno tecnológico cada vez más desafiante, en el que al reto representado por las redes sociales y las grandes plataformas, donde ya proliferan contenidos falsos desde hace tiempo, se suma ahora el de la inteligencia artificial.

La inteligencia artificial generativa, en concreto, representa un doble riesgo: uno de carácter cuantitativo, ya que ahora la producción de desinformación puede multiplicarse sin que tenga que haber un humano detrás de todo; y otro cualitativo, con el llamado deepfake, el ultrafalso, con un altísimo nivel de credibilidad y, por tanto, con una capacidad de persuasión extraordinaria —y mayor dificultad para desmentir—.

Acusaciones falsas de los políticos

Naturalmente, los vectores de riesgo son múltiples, y entre ellos destacan los propios políticos, a menudo fuente de desinformación muy peligrosa. Estados Unidos, donde en noviembre se celebrarán las elecciones presidenciales y acaba de ponerse en marcha el proceso de primarias con la cita republicana en Iowa, el candidato Donald Trump tiene un comprobado historial como promotor de desinformación, incluida la falsa acusación de trampas en las elecciones que perdió en 2020. Esto es viejo como la política, pero el contexto es hoy peor que en otros momentos.

Los principales estudios internacionales coinciden en registrar un deterioro de la democracia a escala global, con una larga racha de años en los que se han detectado más retrocesos que avances.

Una mujer limpiaba el logo del Foro Económico Mundial, el lunes en Davos.GIAN EHRENZELLER (EFE)

La fuerte polarización social conduce a una suerte de incomunicación absoluta, que además de erosionar la capacidad de construcción de consensos políticos, también dificulta las labores de desactivación de bulos por parte de los medios. Incluso aquellas que son certeras y valiosas, a menudo, pasan desapercibidas o no son creídas por los ciudadanos que creen en la mentira si se identifican con un polo contrario al que consideran que pertenece el medio en cuestión.

Por otra parte, las redes sociales, que monetizan el enganche de los usuarios, tienen un incentivo perverso al fomentar la tensión del discurso online, que desata pasiones y engancha más que el debate sosegado. Como señalaba recientemente el escritor, politólogo y exasesor político Giuliano da Empoli en una entrevista concedida recientemente a este diario, más allá de la acción de actores malintencionados, el propio algoritmo de las redes ya promueve en sí mismo la discordia y la polarización.

En paralelo discurre el problemático dilema de si —y cómo— las grandes plataformas deben cribar los contenidos. La difusión de informaciones falsas en esos inmensos propagadores es una cuestión central. Pero el deseo de que eviten la difusión choca con la inquietud de que al profundizar en el ejercicio de ese cribado por parte de gigantes empresariales privados, se pueda conducir a una compresión de la libertad de opinión.

La competición geoestratégica desatada exacerba el panorama, porque el interés de regímenes autoritarios en alborotar los procesos democráticos es hoy mayor que hace unos años. El objetivo es doble: debilitar a las mayores democracias hundiéndolas en la parálisis o incluso el odio y demostrar a otros países que hay modelos alternativos más eficaces, para así agrandar a medio y largo plazo el campo de los regímenes —en el que se codean China, Rusia o Irán— y achicar el de las democracias liberales.

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