Elena Ósipova, la artista rusa que desafía al poder con críticas a la guerra en sus obras
Conocida como la voz de la conciencia de San Petersburgo, la pintora ha sido arrestada varias veces por protestar contra el conflicto en Ucrania. “Esto va a acabar mal”, advierte desde su modesto piso, convertido en museo
En una esquina de las deterioradas escaleras que llevan al modesto piso de la artista Elena Ósipova (San Petersburgo, 77 años) hay una balda sobre la que reposa una rebanada de pan junto a la inscripción: “Nadie olvidado, nada olvidado. Aquí se sentaron los del bloqueo”. Sobre esa repisa cayó desfallecida de hambre su madre durante el mortal asedio nazi de la ciudad en la II Guerra Mundial, cerco en el que murieron más de un millón de civiles. Ósipova, hija de aquella guerra, es conocida...
En una esquina de las deterioradas escaleras que llevan al modesto piso de la artista Elena Ósipova (San Petersburgo, 77 años) hay una balda sobre la que reposa una rebanada de pan junto a la inscripción: “Nadie olvidado, nada olvidado. Aquí se sentaron los del bloqueo”. Sobre esa repisa cayó desfallecida de hambre su madre durante el mortal asedio nazi de la ciudad en la II Guerra Mundial, cerco en el que murieron más de un millón de civiles. Ósipova, hija de aquella guerra, es conocida hoy en su tierra con el apelativo de “la conciencia de San Petersburgo”. Protestó contra Vladímir Putin por primera vez en 2002, y dos décadas después sigue alzando su voz, pues advierte de que callar es, de todas, la opción más peligrosa. Por ello, en sus lienzos sobrevive la memoria de las víctimas: de los muertos y mutilados de las guerras de estos años, y de los desdichados de otras plagas, como la represión y las drogas que se llevaron por delante a su hijo y a miles de rusos más en una época aciaga.
“La indiferencia, el silencio, es lo más terrible que puede suceder. En un cartel escribí: ‘Vosotros callasteis y por eso ha ocurrido todo”, denuncia Ósipova en el hogar donde ha vivido toda su vida, una komunalka que comparte con otros inquilinos. Es un piso sencillo donde el baño y la cocina son zonas comunes. Su intimidad se limita a dos grandes cuartos, un espacio abarrotado por decenas de pinturas en un caos ordenado, un museo que no aparece en ninguna guía de San Petersburgo.
La policía cerró su última exposición, Protesta Artística Pacífica, un día después de ser inaugurada en la sede local del partido independiente Yábloko, a principios de febrero. Las fuerzas de seguridad acudieron al lugar con la excusa de un supuesto aviso de bomba. Una vez en la sala, los agentes se incautaron de alrededor de dos decenas de obras de arte. “Se encontraron imágenes en las paredes que posiblemente contengan información deliberadamente falsa sobre el empleo de las fuerzas armadas rusas”, rezaba el atestado policial tomando como referencia las leyes que persiguen cualquier crítica a la invasión de Ucrania.
“Me han prometido que me devolverán las pinturas en verano o en otoño”, dice Ósipova con expresión de duda. Algunas de las obras más crudas de la artista no fueron llevadas a la exhibición por precaución. Entre ellas, una sobre la matanza en la ciudad ucrania de Bucha y otra sobre el desamparo de los marinos que quedaron atrapados en el hundimiento del submarino nuclear Kursk en 2000.
“¿Tener miedo, de qué?”, responde Ósipova al preguntarle si teme acabar en la cárcel. “He estado tantas veces en comisaría, en juicios... Lo único que me queda es que mi nieta pueda vivir una vida normal”, añade sin titubeos la activista al hablar de sus innumerables encuentros con la policía y con unos desconocidos que la esperaron en el portal para arrancarle sus carteles de las manos.
“Otra vez vinieron por la calle unos provocadores que decían apoyar a [Vladímir] Putin. Me amenazaron con llevarse todo y llamar a la policía, pero lo habitual es lo contrario, la gente me apoya, me dice: ‘Estamos con usted”, asevera Ósipova, quien apunta que por ahora la policía suele apartarla de las manifestaciones sin más repercusiones legales.
Aunque la artista llamó la atención de la prensa internacional al ser sacada por los agentes de las primeras protestas contra la guerra de Ucrania, su activismo se remonta a 2002, cuando participó en su primer piquete por la crisis de los rehenes del teatro Dubrovka de Moscú.
“No podía callar. Cuando ocurrió lo de Nord-Ost, la guerra de Chechenia, las drogas... No podía callar”, recuerda Ósipova. Nord-Ost era la función que se representaba en el momento en que un grupo de rebeldes chechenos tomó el escenario del Dubrovka. Tras varios días de negociaciones, las fuerzas de seguridad asaltaron el teatro tras lanzar gas dentro. “¡Gente, parad la guerra!”, reza el enorme lienzo que dibujó entonces la activista, una obra donde se muestra a los espectadores que murieron asfixiados y a sus raptores ejecutados en las butacas.
“La oposición disminuye. La gente huye y quedan cada vez hay menos personas que se atrevan a acudir a las protestas. Hay buenos políticos que se han quedado en Rusia, pero sin el apoyo de la gente no pueden hacer nada”, incide Ósipova sobre la situación actual. “Esto va a acabar mal”, teme. “Existe el riesgo de que ocurra lo que sucedió en la URSS, donde enviaban a hospitales psiquiátricos a la gente crítica para encerrarla. Estos tiempos vuelven”, alerta.
La artista sobrevive con una pensión que le fue reducida a la mitad hace años sin ninguna explicación, apenas 6.000 rublos, unos 70 euros al cambio actual. “He trabajado toda mi vida. De profesora, de pintora, y con esta pensión es imposible vivir”, suspira Ósipova, que pese a las estrecheces agasaja a los visitantes con un picoteo de revuelto de patatas, seliodka (el tradicional arenque fresco ruso), té y un pastel.
“Putin puede hacer lo que quiera. Miente a los pensionistas, compra a la gente con el dinero”, denuncia al comentar el sinfín de ayudas aprobadas desde que comenzó la guerra. “Muchos van solo para ganar dinero”, subraya la opositora al explicar que las autoridades “no logran encontrar gente deseosa [de ir al frente]”, pero que a los rusos “no les sobra el dinero”. “No tienen formación, no hay empleo para ganarse la vida. Viven como pueden, y por culpa de eso el Gobierno recluta a muchos jóvenes. No les explican a dónde van, a qué se enfrentan. Donde viven no hay trabajo, sino drogas”, lamenta.
La drogadicción le arrebató la vida de su hijo Iván en 2009 con 28 años. Una de sus pinturas más dolorosas muestra los rostros de cinco jóvenes en tonos rojos y azules, una mezcla de paz y tristeza. “Se titula Nuestros hijos, lo pinté en los 2000. Refleja esa época y los noventa. Eran amigos de mi hijo. Todos salvo la chica han muerto. Ya no existen, no están en este mundo. Y eran muchos, había más como ellos en todos los barrios”, suspira al sostener la obra. Su marido, un conocido artista opositor, Guennadi Garvardt, falleció en los noventa durante un viaje a Suecia en circunstancias que nunca fueron aclaradas. Los rumores sobre su muerte aún la afligen.
No a la guerra
La tragedia rodea a toda la familia. Uno de los abuelos de Ósipova murió de hambre durante el bloqueo de Leningrado. Su madre fue salvada a tiempo y se alistó en el ejército, donde conoció al padre de la activista, que la vio solo una vez tras nacer al acabar la contienda mundial.
Ósipova detesta las guerras, pero vuelve a ellas en sus obras. Muestra el esbozo de un lienzo: “Son inválidos, gente que ha quedado incapacitada tras la guerra. Lo llamo El arrepentimiento, habrá toda una serie de víctimas de los combates. Mutilados sin piernas, sin brazos”. “No los muestran en las noticias. No se habla de ellos y por eso la gente no entiende qué es lo está sucediendo, todo da igual”, añade Ósipova.
La pintora se muestra pesimista sobre una hipotética salida del conflicto. “Está bien que [Occidente] quiera ayudar de alguna manera, pero es peligroso y solo da motivos a nuestro loco”, opina. Ella lucha por la paz, no contra un Gobierno concreto, por eso se manifestó también ante el consulado de Estados Unidos en 2003 por la guerra de Irak, o ante todas las legaciones diplomáticas de los países que tienen armas nucleares.
Las armas de destrucción masiva son, probablemente, su principal inquietud política. “Lo primero que debió hacerse cuando comenzó esta guerra era exigir que se llegase a un acuerdo entre todos los países sobre las armas nucleares”, sostiene Ósipova.
La artista no ha expuesto su obra hasta que le llegó la jubilación. “Mi exposición favorita fue en 2015, mi primera exposición personal”, recuerda. “La organizó Andréi Pivovárov, ahora está en la cárcel”, recalca al mencionar al exdirector de la fundación Rusia Abierta, condenado a cuatro años de prisión en 2021 por apoyar las protestas y formar parte de una plataforma opositora que el Kremlin catalogó como “organización indeseable”.
“Hemos vuelto al pasado. Las exposiciones se hacen dentro de casa a tus conocidos. Si quieres hacer algo atrevido, puede haber problemas. Un retrato de Putin es simplemente imposible”, observa Ósipova, que nunca ha dibujado al presidente ruso porque dice que no es su estilo.
Desde su portátil se asoma al mundo de la cultura fuera de Rusia, sometida a la propaganda. “Las nuevas generaciones no ven las mejores películas y no saben mucho, hay que enseñarles. Tenemos ordenadores, puedes elegir lo que quieras, pero hay que acertar”, reflexiona delante de su ordenador, con un prudente esparadrapo que tapa la webcam. “Ellos [los servicios de inteligencia] escuchan los teléfonos en cualquier momento”, afirma Ósipova. “Tengo gente cercana en Ucrania, pero no hablamos de nada, es peligroso”, cierra con tristeza.
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