Lesther Alemán, en primera persona: “Ortega tendría que aniquilarme para que yo dejara de ser nicaragüense”
El líder estudiantil que se enfrentó en televisión al autócrata sandinista es uno de los 222 presos políticos desterrados por este. En una entrevista con EL PAÍS desde Miami, rememora el infierno de su cautiverio en El Chipote y reflexiona sobre el futuro de la oposición
El líder estudiantil Lesther Alemán cita de corrido, como una sola palabra, “dieciséisdemayodedosmildieciocho”, la fecha en la que su vida cambió. Aquel día se enfrentó con el mundo por testigo al presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, y a su esposa, Rosario Murillo, pa...
El líder estudiantil Lesther Alemán cita de corrido, como una sola palabra, “dieciséisdemayodedosmildieciocho”, la fecha en la que su vida cambió. Aquel día se enfrentó con el mundo por testigo al presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, y a su esposa, Rosario Murillo, para exigirles “el cese de la represión” de las protestas de abril de ese año. “No podemos dialogar con un asesino, porque lo que se ha cometido en este país es un genocidio”, dijo.
Se convirtió automáticamente en un símbolo de la lucha juvenil por la democracia en Nicaragua y en una pieza de caza mayor del régimen. Se fue a Florida al exilio, regresó a Managua con su madre, Lesbia Alfaro, y finalmente fue detenido el 5 de julio de 2021. Pasó 584 días en El Chipote, uno de los presidios más temibles de América Latina, y fue desterrado junto a otros 221 presos políticos a Estados Unidos el pasado 9 de febrero. Mientras volaban a Washington, Ortega los despojó de la nacionalidad.
Casi cinco años después del día en el que el muchacho sacó el coraje y el compromiso político de nadie sabe bien dónde, ahora vive en Miami, en casa de una hermana. Han pasado 15 días desde que recobró la libertad, y está por fin listo para hablar, así que el sábado mantuvo una videoconferencia con EL PAÍS. Fue casi un monólogo, largo y detallado. Vestido con la camiseta nacional de béisbol y con ese timbre de tenor antiguo tan poco propio del niño grande que alzó la voz ante Ortega y que, tras todo lo vivido, le sienta mejor, habló sobre su detención y sobre el cautiverio, sobre las deudas con su familia y del futuro que le aguarda a él y a la oposición nicaragüense, ahora que a muchos de sus más destacados iconos, como él mismo, los condenaron al destierro.
Las privaciones en El Chipote. “En los primeros siete u ocho meses desde que fui secuestrado, porque eso fue lo que sucedió, un secuestro, perdí tanto peso que en el momento de dormir, me dolía el chocar de una rodilla con la otra. En los primeros días, llegué a contar 10 granos de frijoles en una cucharada de gallopinto. Comíamos con las manos. Los platos eran rojos y negros [colores sandinistas] para que nadie se equivocara. Tiempo después, de pronto, la estrategia cambió: justo antes de la citación ante el tribunal de apelaciones, me empezaron a servir doble. Me ganó la ansiedad de comer. Y así estoy ahora, gordo. Fui débil. Pero mi pensamiento era: de aquí tengo que salir vivo, yo ya pasé hambre.
Por más de tres semanas no dispuse de pasta dental, ni de cepillo. Tampoco de un medicamento de prescripción que yo tomaba y que tanto pedía. ‘No te lo podemos dar’, me decían, ‘porque tu madre no vino a traerlo, porque tu familia te abandonó. Nadie vino a preguntar por vos. Por eso es que tenés unas chinelas [sandalias] del número ocho, siendo tu número el 11′. Tampoco tenía toalla. A las dos semanas me dieron una tela de dos cuartas de largo por una cuarta de ancho. Pasé 87 días en una celda de castigo, luego me pasaron a la de barrotes. Había dos literas, dos planchetas de cemento, una arriba, la otra abajo. El baño fue un hueco donde teníamos que hacer nuestras necesidades. El mismo hueco que usábamos para asearnos con una botella de agua cortada hasta la mitad. La luz de la bombilla estaba prendida 24 horas diarias. El calor era insoportable. Yo llegué en el mes de julio. El zinc del techo lloraba entre las 11.00 y las dos de la tarde”.
La primera noche entre rejas. “Allí dentro había una persona totalmente deteriorada, desorientada, y lo más flaco que ya lo había conocido. Era [el periodista deportivo] Miguel Mendoza. Estaba en boxers. Era lo único que había en esa celda, unos boxers y los cargaba él. Me dice: ‘¿Qué hay, chavalo?’. ‘¿Don Miguel?’, pregunté; en la penumbra no estaba seguro de que fuera él. ‘Usted es un ángel para mí’, añadí. A lo que me respondió: ‘Eso es porque me llamo Miguel Ángel’. Fue la primera risa en medio del infierno. Le conté que su hija, Alejandra, entonces de siete años, había grabado un vídeo pidiendo por él, por su papote, que es como le decía. Y que su mujer seguía fuerte. Yo creía que le estaba dando ánimos. Pero fue lo contrario: lo llené de ansiedad ante el hecho de saber que su hija estaba pendiente. Él me dijo: ‘No te preocupes, que aquí no te van a golpear. Ya aquí no te van a golpear”.
La detención. “No opuse resistencia cuando vinieron a por mí. Yo mismo abrí el portón de mi casa, porque lo estaban desbaratando. Les dije: ‘Tranquilos, que yo no me voy a escapar’. Nunca había estado preso, así que no tenía la mínima idea de a lo que me podía enfrentar. Preparé las manos así [hace un gesto de ofrecerlas juntas a la altura del regazo]. Inmediatamente me las doblaron hacia atrás, me guiñaron [agarraron] del pelo y me empezaron a golpear. Fue desproporcionado. Yo era una persona de 23 años sin antecedentes, que vivía con su madre. No estaban deteniendo a un narco, ni a un prófugo de la justicia.
Cuando enfilamos la avenida, ya en el furgón, el que parecía ser el encargado del operativo dijo: ‘Hagámosle largo el camino a este hijueputa’. Me sentaron entre dos agentes. Uno me iba golpeando a puño cerrado en la parte posterior de la cabeza y en la nuca. El otro me iba golpeando el pecho. ‘Ahora sí’, decía el primero agarrándome el copete [tupé], ‘repite lo que le dijiste al comandante, al jefe. Ten los huevos para decírmelo a mí’. ‘No tiene caso que lo repita’, contesté, ‘porque yo no veo que el señor Ortega esté aquí para repetirlo’. Me golpeó fuerte en el pecho, tanto, que me hizo un hematoma. Después, el que iba presidiendo el dispositivo sacó su teléfono y me alumbró. ‘A mí sí me vas a decir lo que al comandante le dijiste, cochón, porque eso no te lo vamos a perdonar nunca, porque vos ofendiste a Nicaragua’. Le repetí que no tenía caso repetirlo. Me pegó una bofetada. Esa fue la última. A partir de ahí nunca me volvieron a golpear”.
La andanada contra Ortega. “¿Me arrepiento de haber dicho lo que dije? No voy a negar que sí lo he reflexionado mucho. Hasta este día, el video, y mira cuántos años han pasado, solo lo he visto tres veces. En algún momento sentí culpa por lo que sucedía a mi papá [se llama Lesther Alemán, como él]. Le hicieron mucho daño en el hecho económico. También por el sufrimiento de mi madre. Pero en un análisis macro, te puedo garantizar que no me arrepiento, no me arrepiento. Siempre he sido consciente de que no quiero únicamente sobresalir por ese hito en la historia de Nicaragua. No, considero que eso fue circunstancial. La historia me puso ahí, asumí el compromiso que la historia trazó, bien o mal, con los errores que he cometido. El discurso lo improvisé. Si lo hubiera preparado, creo que no me hubiese levantado de la silla. No me parece que hubiera irrespeto niguno, ni al Estado de Nicaragua, ni a los nicaragüenses. Era puro hartazgo, por ver que las cosas no cambiaban”.
Los interrogatorios. “Salías [de la celda] a una entrevista, que era como preferían llamar a los interrogatorios, y lo primero era: ‘Tu madre no te quiere, te encuentra culpable por lo que hiciste, porque le dañaste la vida. Nicaragua te culpa porque los muertos fueron por vos, porque agrediste al Estado de Nicaragua’. Eso eran los interrogatorios. Un día, uno de los 28 interrogadores que tuve me dice: ‘Quiero que nos digas la verdad: hemos encontrado un segundo grado de consanguinidad con [el presidente de El Salvador Nayib] Bukele. Queremos saber cuánta plata te ha entregado el Gobierno de El Salvador y cuánto entrenamiento has recibido. Me bajé la mascarilla, con las manos embridadas. ‘¿No cree usted, oficial, que en la barba nos parecemos?’, le dije. Esos interrogatorios eran por el día tres veces. Por la noche venían también. Golpeaban la lata y gritaban: ‘Lesther, alístate’. Los interrogadores, de los cuales más o menos un 25% eran mujeres, siempre intentaron convencerme de que lo que yo había vivido era una mentira. Que me habúan utilizado, que era un tonto últil, un operador de la Iglesia, de los obispos, concretamente. Una marioneta del imperialismo, de Estados Unidos, por supuesto. Me habían seleccionado y me habían adoctrinado para que en el [el fallido acto del] Diálogo Nacional interpelara a Ortega. En esos interrogatorios, trataban de convencerme de la versión oficial: que en 2018, lo que hubo fue un intento de golpe de Estado y que ellos tuvieron que reaccionar ante el menoscabo de la soberanía”.
Amor de madre. “Cuando mi madre vino a verme por primera vez obtuvo mi peor versión. Fue a primeros de septiembre [de 2021], querían ofrecerle algo así como una prueba de vida. Yo estaba desesperado por saber de ella, me preocupaba que la incertidumbre de no tener noticias de mí la hubiese afectado a la salud. Cuando ella me vio, lo primero que me dijo fue: ‘Levántate la camisa y enséñame las uñas’. Yo le contesté: ‘Tranquila mamá, estoy completo’. En realidad, ya había empezado a cojear, y tenía problemas en las lumbares. Me gusta ser lampiño y me siento bien por eso, pero me había salido el bigote hasta el punto de que me lo comía, y tenía las uñas muy crecidas. Ahí fue donde me enteré que me habían llevado chancletas, que me habían llevado toallas, desodorante, y que mi madre estuvo desde el día cero en la cárcel, intentando verme y meter bebidas, así como mis cosas de aseo personal. Ella creía que todo eso me estaba llegando, como les llegaba a los demás. Ellos me decían que mi madre no se preocupaba por mí, y que no había ningún abogado interesado en mi caso. Luego supe que mi letrado, antes de las 48 horas, estaba interponiendo un recurso de habeas corpus.
Lo que más eché de menos ahí dentro era cantarle y bailarle a ella, como siempre que llegaba a la universidad. Yo no conocía la fuerza que ella tenía. Cada día se presentaba en la prisión a las 10.30. Así, durante 20 meses. Cuando estaban tirando la puerta de mi casa el día de la detención, se fue corriendo a la habitación, y cogió 250 córdobas. ‘Tomá, por si cualquier cosa’, me dijo. Ahora ella está más tranquila, por el hecho mismo de verme en libertad, aunque el día de la liberación estaba muy contrariada, asustada. Si la almohada de mi madre hablara me diría cuánto sufrimiento me ocultó, cuántas cosas calló”.
Resistencia en el encierro. “Los primeros meses, el primer año, fue una estrategia deliberada de quebrarnos mentalmente. El silencio era obligado en El Chipote. Si a mí me escuchaban rezar, me callaban. Lo mismo si cantaba: prohibido. Silbar, tampoco. No podíamos saber la hora. No me dejaban tener la Biblia, ni ningún otro libro. Y era doblemente prohibido interactuar con la otra celda. El oficial que se mostraba cercano, que te saludaba, que era amable, que posiblemente, si le pedías la hora, te la daba, ese oficial no lo volvías a ver, porque las cámaras lo estaban grabando.
El Chipote parecía diseñada para causarnos problemas mentales. Mi manera de aguantar era mantener la cabeza concentrada, tratando de recordar detalles, para no perder la cordura. Llegué a acordarme de la primera imagen que tengo a los cuatro años. Era mi manera de viajar por los recuerdos. También me ayudaba la fe e imaginarme redactando mi tesis, eligiendo el tema. Cuando me pasaron a una celda solo, hasta me hice un amigo imaginario. Lo nombré Napoleón, porque en la litera había una formación de cemento que parecía un soldadito de plomo. Y yo le decía: ‘Oye, Napoleón, te tengo que contar algo…”.
El juicio. “Nunca supe que iba para el tribunal [en febrero de 2022] porque nunca me lo notificaron, ni me avisaron. Al llegar a la sala, la sorpresa fue que estaba mi mamá. Pero eso no fue un juicio. La sentencia estaba anunciada. Y como los actos de circo, resultó muy ordenado. Testificaron personas que nunca me habían interrogado y había errores en las horas que aportaron de la captura. Se incautaron de dos computadoras: una, mi primera computadora, la guardaba de recuerdo. La otra, la última, estaba estropeada, y tenía almacenadas fotografías, nada más. También se llevaron mi primer iPhone, un 4-S no se me olvida. Otro recuerdo. Presentaron una libreta con un encabezado que decía ‘Sueños’. También, entrevistas em medios internacionales.
Y luego presentaron el video [en el que increpa a Ortega]. ‘Guárdese, acéptese y procésese el material audiovisual como prueba del delito de menoscabo a la seguridad nacional’, dijo la jueza, que era como una integrante de la juventud sandinista, una turba. Lo mejor fue cuando presentaron una imagen mía con 10 años a las puertas de [el parque de atracciones de] Disney [en Orlando, Florida]. La fiscal dijo que ahí estaba la prueba del inicio de mi entrenamiento por la CIA. La jueza: ‘Quede en evidencia que esto era un plan consumado desde antes de que el acusado haya sido detenido’. Y ahí llegó el momento más incómodo de mi vida. Escuchar una palabra que no quería escuchar: culpable [lo condenaron a 13 años]. No se tomó ni dos minutos para pensarlo. Cuando escuché el mazazo, yo solo estaba pensando en mostrarme fuerte ante mi madre, casi como un mártir, que sufriera yo, pero no ella. Entonces, mi mamá me voltea a ver y me hace este gesto [el gesto de sacudirse algo del pecho, como quitándole importancia]. Como si dijera: ‘Esto en mí no me hace mella’”.
La pérdida de la nacionalidad. “Me enteré de que nos la habían quitado en el hotel [de Herndon, Virginia, cerca del aeropuerto de Dulles, en el que el Departamento de Estado alojó a los 222 desterrados durante los primeros días]. Alguien se acercó y nos dijo: ‘Ortega acaba de hablar y dice que ya no somos nicaragüenses’. Es muy difícil que alguien te pueda arrebatar lo que vive en vos y lo que sos vos. Y menos aún, un decreto tan absurdo como el de Ortega. Yo soy nicaragüense porque la llevo en el alma, la tengo presente en mi corazón y en mi sangre. Soy nicaragüense y seguiré siéndolo le duela a quien le duela, le incomode a él o no. Independientemente de los documentos. Me quitó la partida de nacimiento, el pasaporte, hasta las tarjetas de vacunas. Eliminó el registro académico. Papeles. Ortega tendría que aniquilarme para que yo dejara de ser nicaragüense. No lo logró ni en la cárcel, por tanto, no lo va a lograr con un decreto”.
El futuro de la oposición. “Más de 340 familias todavía siguen pendientes de justicia en Nicaragua. Abril no ha muerto, no ha desaparecido, no se ha olvidado, sigue vivo. Detener a los líderes, que simplemente estábamos pidiendo una salida ordenada, cívica, a la crisis, fue una estrategia deliberada, que yo llamo ‘del error’. Ortega se cargó de costos políticos con tal de preservar el poder. Descabezó a la oposición, pero se olvidó de algo. Esto no va de una sola persona. Abril no está supeditada a una organización. Mejor que yo, ellos lo saben: en las universidades, en las instituciones del Estado, en la policía misma, en el aparataje de represión, en los barrios, en las comunidades… en todos esos lugares hay oposición. Que nosotros estuviéramos presos no hizo que el mundo se detuviera. No son 70, no son 222, es que Nicaragua decidió cambiar; ya se hartó. Es innegable el miedo que hay ahora mismo por la radicalización del régimen de Ortega. Pero la oposición aprendió algo: debemos organizarnos de una mejor manera después del error que cometimos en 2020 y 2021. Nos pudieron las diferencias antes de darnos ni el tiempo de conocernos. ¿Seguiré en política? No lo sé. Solo sé de la necesidad que tiene Nicaragua de democratizarse y ser libre. Y si puedo aportar en eso, ahí estaré. Mi país se merece un futuro, pero no está claro que lo vaya a tener cuando mi generación, los mejores cerebros, se está yendo del país”.
La persecución a la Iglesia nicaragüense. “La historia nos podrá contestar. Nunca el perseguidor de la Iglesia ha permanecido en pie. Admiro el sacrificio de monseñor Rolando Álvarez [condenado a 26 años de cárcel tras negarse a abordar el avión del destierro]. Ha asumido un martirio en vida al quedarse preso. La iglesia tiene en mi país una capacidad de congregar superior a cualquier partido político, incluyendo el Frente Sandinista. Porque la Iglesia ha sido a partir de 2018 consuelo de las familias nicaragüenses. Ortega no es torpe, pero el costo que está pagando es demasiado alto al volverse contra la Iglesia. Yo le digo: ‘Cuidado, Ortega, porque estás contendiendo contra Dios’. La Iglesia ve pasar el féretro de sus perseguidores y todavía está dispuesta a celebrarles la misa de cuerpo presente”.
‘Vita nuova’. “Al llegar a Estados Unidos, me he tomado un tiempo para hablar con mi familia, sincerarme con ellos. Hasta cierto punto, ha sido para pedirles disculpas, perdón por los daños colaterales de mi involucramiento político. Ellos no lo vieron venir. Yo en política me puedo identificar como un aparecido. En mí no vas a encontrar antecedentes [de compromiso] previos 2018. Mi familia se vio arrastrada por las consecuencias. Estas semanas han sido para sanar.
Lo siguiente es ubicarme. Aún sigo en paracaídas, cayendo por el firmamento, ya veo las casas, pero no sé dónde voy a caer. Lo único que tengo claro es que voy a estudiar, que ahondaré en la comunicación, tal vez en la comunicación política. Es una situación de incertidumbre. El parole humanitario que nos han concedido no es un refugio, no es un asilo político. Tengo familia en Estados Unidos, y aún así me está resultando muy difícil. Sufro doblemente por los que no la tienen, porque es más difícil todavía. Ese es uno de los compromisos que he asumido: dentro de las pocas posibilidades que tenga, trabajar por conectar a los que vinieron en medio de ese destierro. Por lo demás, estos días he disfrutado de contemplar de nuevo el firmamento y la Luna. Estuve casi 20 meses de no poder hacerlo, y me encanta mirar la Luna”.
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