Mitrovica, el polvorín tranquilo de Kosovo
Albaneses y serbios llevan vidas paralelas en esta ciudad kosovar, pero los acuerdos de 2013 han aumentado los contactos entre ambos lados de un puente que antes nadie cruzaba
Cuando Agron Berisha entró a trabajar como camarero en el restaurante Ura, cruzaban el Puente Nuevo de Mitrovica más perros que personas. Se acuerda porque fue poco después de que abriese, en 2012, y porque el local, el único del puente (lo que significa su nombre en albanés), tiene una terraza acristalada que permite ver perfectamente la paradoja que encierra la ciudad más conflictiva de Kosovo: una construcción diseñada para unir —y que invita al ser humano casi instintivamente a cruzar— fun...
Cuando Agron Berisha entró a trabajar como camarero en el restaurante Ura, cruzaban el Puente Nuevo de Mitrovica más perros que personas. Se acuerda porque fue poco después de que abriese, en 2012, y porque el local, el único del puente (lo que significa su nombre en albanés), tiene una terraza acristalada que permite ver perfectamente la paradoja que encierra la ciudad más conflictiva de Kosovo: una construcción diseñada para unir —y que invita al ser humano casi instintivamente a cruzar— funciona aquí como frontera invisible entre la orilla norte del río Ibar, de mayoría serbia, y la orilla sur, poblada únicamente por albaneses. En la primera, viven 12.000 personas, se habla en serbio y se paga en dinares, los coches tienen matrícula serbia, un monolito recuerda a las víctimas de los bombardeos de la OTAN y del “terrorismo” de la guerrilla albanokosovar y una pintada subraya que “Kosovo es Serbia y Crimea es Rusia”. En la segunda, y a pocas decenas de metros, la lengua de sus 72.000 habitantes es el albanés y la moneda, el euro; las matrículas son kosovares; se glorifica en calles y estatuas a líderes como Isa Boletini (quien prometió a principios de siglo “abonar los valles de Kosovo con los huesos de serbios” para vengar el sufrimiento albanés) y las banderas kosovares y albanesas decoran las avenidas con motivo del decimotercer aniversario de la declaración de independencia de Kosovo, reconocida hoy por algo más de la mitad de los 193 países de Naciones Unidas. Dos ciudades en una.
“Antes estaba todo lleno de alambre de espino. Ahora la gente se hace selfis sobre el puente. Es un gusto para los ojos”, señala Berisha, hoy con 57 años. Cuenta que procede de una familia burguesa que ostentaba en época otomana el hamam, aún en pie en el sur de la ciudad, hasta que fue expropiado en los años de Tito. En la Yugoslavia socialista compartía patio con una familia serbia. Estalló la guerra (1998-1999), pagó una gran suma por escapar y regresó tras la retirada serbia, forzada por los bombardeos de la OTAN. Recuerda bien también —porque la cafetería en la que entonces trabajaba estaba cerca del puente— cómo el hallazgo de un niño albanés ahogado en el río dio pie en 2004 a una revuelta antiserbia que se extendió a otras partes de Kosovo, incluidas ciudades con especial tradición multicultural como Prizren. “Parecía que era otra vez la guerra. Ojalá pudiésemos olvidar todo eso. Nadie quiere volver a esa situación. Tenemos que vivir como antes de la guerra, aunque sea difícil”, señala, probablemente idealizando las relaciones pasadas entre ambas comunidades.
Cuando esta antigua provincia serbia con un 90% de población albanesa comenzó su andadura hacia la independencia, el 10% de serbios dio un golpe de mano: se negó a aceptarlo y dejó todo el territorio al norte del río Ibar fuera del control de las autoridades kosovares y en línea directa con Belgrado. El puente ha ido cambiando de barricadas: grava, piedras, grandes maceteros, coches calcinados… Ahora son, por acuerdo, unos bloques de cemento que evitan únicamente que pasen los vehículos, que sí pueden cruzar otros puentes.
Estos días ha nevado y el agua del río Ibar transcurre tranquila. La belleza del blanco sobre una ciudad más bien gris y el compartido entusiasmo, a una y otra orilla, de padres e hijos por los trineos y las peleas de bolas de nieve parecen igualar por un momento ambas partes de la localidad. Jóvenes serbios cruzan el puente de norte a sur para comprar en un gran centro comercial, mientras que ancianos albaneses caminan en sentido contrario para adquirir medicamentos en las farmacias del norte, más baratas. Los carabinieri de la misión de la OTAN patrullan ociosos el puente. “Lo que estamos es, sobre todo, aburridos”, confiesa uno de ellos antes de subrayar que la situación lleva meses tranquila.
Mientras que al sur del río no quedan serbios, cientos de familias albanesas viven en el norte y las reclamaciones y compras de propiedades forman parte también de una guerra silenciosa inmobiliaria. Besiana, una albanokosovar de 33 años, cruza con sus dos hijos —de nueve y ocho años— de la mano. Los lleva al colegio, en el sur, desde el apartamento que alquila en las famosas Tres Torres, que se alzan sobre el resto de viviendas en el norte. “Vivía en el sur y hace cinco años me mudé al norte. Aquí no pagamos agua ni electricidad [los municipios de mayoría serbia no los abonan a las autoridades kosovares] y tanto mi marido como yo estamos en el paro. Yo no puedo trabajar por un problema reumatológico y mi marido ha hecho de todo: electricista, pintor… Pero ahora con la pandemia…”.
La albanesa Ednora Kastrati, economista, se niega a vender la casa, destrozada durante la guerra, en la que creció en el norte de Mitrovica. Se le empañan los ojos al mostrar las fotos del antes y el después. “Toda mi vida estaba en el norte. Comenzó la guerra y acabamos cruzando a Montenegro haciéndonos pasar por serbios. Hablábamos muy bien la lengua. Desde allí llegamos a Albania. Ya entonces nos llegaron noticias de que la casa había sido incendiada. Es difícil ver lo rápido que se destruye algo en lo que tu familia ha invertido 50 años”, señala. Kastrati no se atreve a reconstruir la casa e instalarse allí porque, dice, “no es seguro”, pero rechaza poner el terreno a la venta porque a veces se acerca “por nostalgia” y porque quiere que su apellido siga figurando en el registro de propiedad donde creció. “Que haya siempre allí un trocito de nosotros”, concluye.
En el extremo albanés del puente alguien ha pintado UCK, las siglas del Ejército de la Liberación de Kosovo, la guerrilla que combatió por la independencia y contra la represión serbia en los años noventa. En el otro, la palabra Serbia, tanto en caracteres latinos como cirílicos. De allí sale una pequeña rotonda a la que sigue una animada cuesta peatonal llena de tiendas y cafeterías en las que no sobran las mesas libres y en la que vigila a sus hijos Anna. Esta maestra serbia de 35 años originaria de Montenegro prefiere aprovisionarse en su lado de la ciudad. “No tengo problemas con los albaneses, simplemente no quiero cruzar. No tengo amigos allí y mis amigas tampoco cruzan. Alguna vez voy allí al supermercado y es verdad que hablo en inglés, o incluso en serbio, y nunca ha pasado nada. Pero mi marido, por ejemplo, se niega. Él es de Vucitrn”, dice dejando en el aire el pogromo antiserbio que vivió en 2004 esa localidad del norte de Kosovo.
Nina también es serbia, tiene 24 años, estudia Pedagogía en la universidad y piensa como muchos —algo que une a albaneses y serbios— en marcharse. Unos 170.000 kosovares, en su mayoría jóvenes, emigraron entre 2015 y 2019, sobre todo a Alemania y Suiza. “Nací aquí, me gusta la vida aquí. Tenemos universidad, todos estos bares (señala a las fachadas de la avenida principal), pero no quiero que mis hijos crezcan con mi mismo trauma por la guerra. Mi casa estaba frente al puente. No recuerdo todo, claro, solo tengo flashes, porque era muy pequeña. Por eso creo que en algún momento me iré a vivir a Belgrado. De vez en cuando cruzo al otro lado porque hay un veterinario muy bueno, pero no estoy a gusto cuando lo hago. Me siento como si estuviese en otra ciudad, como si estuviese en Madrid”, afirma entre risas cerca de una estatua de Stefan Lazar, el príncipe serbio que dirigió a las tropas cristianas contra el imperio otomano en el siglo XIV. El dedo de Lazar señala el lugar de la batalla, clave en la identidad serbia, que considera Kosovo su cuna nacional y espiritual. En esa misma plaza, un mural homenajea a los soldados de Kosare, una suerte de Numancia serbia en 1999 contra las fuerzas albaneses y los bombardeos de la Alianza Atlántica, con la frase: “Merece la pena dar la vida por este país”.
El cementerio musulmán, religión que profesa la mayoría de albaneses, está en el norte; y el cristiano ortodoxo serbio, en el sur. En el tribunal, ubicado en el norte, trabajan personas de ambas etnicidades. Ognjen Gogic, natural de Belgrado y responsable de proyectos de Aktiv, ONG que trabaja para involucrar a los serbios de Mitrovica en la vida kosovar, anima a no dejarse llevar por las apariencias e insiste en que, por debajo del radar, hay bastantes más interacciones entre ambas comunidades de las aparentes. “Contratos, por ejemplo. O granjeros serbios que venden ovejas a los albaneses. Algunos albaneses prefieren ir al hospital del norte porque es mejor, aunque tengan que pagar. Y casi todos los serbios tienen DNI kosovar. Antes, los que lo aceptaban eran tachados de traidores. Ya no. Están en paz con una realidad que tampoco pueden evitar”. Como Ivanna, de 34 años, que ha alquilado un coche porque tiene que acercarse al día siguiente a Prístina a hacer unas gestiones. “Con el nuestro, con matrícula serbia, no podemos cruzar”, cuenta con normalidad señalando a su marido.
El punto de inflexión ha sido el acuerdo de 2013 por el que Belgrado aceptó la autoridad de Prístina sobre todo el territorio kosovar —sin reconocerlo como Estado— y desmanteló “instituciones paralelas” a cambio de un alto grado de autonomía para las zonas de mayoría serbia. El hoy más que probable próximo primer ministro de Kosovo tras arrasar su partido en las elecciones legislativas del pasado día 14, Albin Kurti, lanzó en su momento gas lacrimógeno dentro del Parlamento en protesta por este pacto, que consideraba demasiado generoso. Desde entonces se ha generado una suerte de dualidad, con una Administración kosovar —que ahora sí reconocen los serbios— y una educación y sanidad que dependen de Belgrado.
Nikola, por ejemplo, trabaja para el consistorio kosovar y se encoge de hombros cuando le preguntan si eso supone para él reconocer la soberanía del joven país balcánico. “Más bien trabajo allí”, resume. Lo mismo Slobodan, de 37 años, aunque le encantaría hacerlo en la parte serbia. “¡Ya me gustaría, pero aquí me pagan mejor!”, suspira.
― ¿Sabes escribir mi nombre?
― Sí, claro, hubo un Slobodan muy famoso: Milosevic
― Un gran hombre… pero Estados Unidos y Alemania dijeron por pura política que había cometido matanzas. Ahora resulta que los serbios, que luchamos contra el imperio austrohúngaro en la Primera Guerra Mundial y contra los nazis en la Segunda, somos genocidas. Y encima Kosovo se nos escurre de las manos…
El crimen organizado —otro asunto en el que cooperan serbios y albaneses— se ha aprovechado del río revuelto que conforman en Mitrovica la división, la corrupción (uno de los principales problemas), las conexiones con políticos y un desempleo en torno al 60%. También el yihadismo. Más de 300 albanokosovares viajaron a Siria o Irak para combatir con el Estado Islámico o la filial de Al Qaeda en la región. Es la ratio más alta de Europa en comparación con la población (1,8 millones). Hace apenas dos años, seis fueron sentenciados por planear atentados contra soldados de la misión de la OTAN, una iglesia ortodoxa y clubes de fútbol serbios.
El problema de Mitrovica es que la situación es tranquila hasta que quizás un día deje de serlo. “[La calma] es también un poco una ilusión. No se han resuelto ninguno de los asuntos entre Kosovo y Serbia y la influencia de Serbia en Kosovo sigue siendo fuerte. Desde luego que las tensiones cotidianas se han reducido, pero aún hay mucho margen para una escalada de tensión”, apunta por correo electrónico Florian Bieber, experto en los Balcanes y profesor de Estudios de Europa sudoriental en la universidad austriaca de Graz. Bieber concede que las tensiones interétnicas han sido recientemente “más simbólicas que reales”, pero advierte de que los episodios puntuales de violencia son impulsados por “Gobiernos y quienes ostentan el poder local a fin de lograr objetivos políticos” y “siempre hay un riesgo de que un incidente escape de control”.
El más serio en los últimos años fue el asesinato en 2018 de Oliver Ivanovic, un líder local serbio que pasó por prisión por crímenes de guerra y acabó criticando con dureza la influencia en Kosovo del partido del presidente serbio, Aleksandar Vucic. El incidente llevó a la delegación serbia a levantarse de la mesa de negociaciones en Bruselas en el diálogo que mantiene con Kosovo con mediación de la UE. Tres años después, aún no se sabe quién disparó seis balas a Ivanovic cuando salía de su oficina en el norte de Mitrovica. Belgrado investiga por su cuenta; Prístina por la suya, y casualmente cada uno considera sospechoso o sugiere que el autor fue del otro grupo étnico.
Muchos en Mitrovica también contuvieron la respiración en 2019, cuando la policía kosovar detuvo en el norte a más de 20 personas en una redada contra el crimen organizado y el contrabando que fue percibida por la población serbia como una provocación destinada a recalcar que allí quien manda son las autoridades kosovares. Dos años antes, Prístina detuvo en la frontera el primer tren que iba a volver a conectar Belgrado y Mitrovica tras descubrir que iba pintado con los colores de la bandera serbia y el lema “Kosovo es Serbia” en varias lenguas.
Los kosovares no solo asocian el nombre de Mitrovica a división. También al rock y a las minas de Trepca. Estas últimas funcionan casi como metáfora de la historia de la región. Comenzaron a operar con ese nombre cuando una empresa británica recibió la concesión en los años veinte del siglo pasado, durante el Reino de los serbios, croatas y eslovenos. Tras la ocupación de la zona durante la Segunda Guerra Mundial, los nazis usaron Trepca como fuente de plomo para su maquinaria de guerra. Durante la Yugoslavia de Tito adquirió un carácter mítico, con más de 20.000 trabajadores y una producción media anual de 600.000 toneladas, como símbolo de la unión entre operarios albaneses y serbios, explica Shaip Blakqoori, geólogo y comisario del pequeño museo que albergan. En 1989, cuando Milosevic abolió la autonomía de la entonces provincia yugoslava de Kosovo, un grupo de trabajadores inició una huelga de hambre. Diez años después y en plena confusión por la guerra, fue saqueado por la guerrilla kosovar. A Ibrahim Rugova, padre de la independencia kosovar y presidente casi ininterrumpidamente desde 1992 hasta su muerte en 2006, le gustaba obsequiar a sus visitas con un mineral allí extraído. En 2000, la misión de la ONU llegó a tomar por la fuerza el control de las instalaciones de manos de Milosevic. Hoy, nacionalizada por el Gobierno de Kosovo, es un dinosaurio decadente cuya propiedad se disputan Belgrado y Prístina y en el que una pintada blanca en una de las entradas felicita la fiesta de la independencia a los trabajadores.
La minería ha marcado la faz de Mitrovica: el pabellón deportivo junto al puente se llama Minatori (mineros, en albanés). También un grupo local de rock con mensaje social de la época yugoslava. Y su monumento más emblemático —que domina la ciudad desde un alto en el norte— homenajea a los “partisanos albaneses y serbios”, en su mayoría mineros, que murieron en combate cuerpo a cuerpo en la Segunda Guerra Mundial. Hoy, casi suena irónico y, en cualquier caso, todos lo conocen como el monumento a los mineros y destacan que la parte superior representa los carros en los que se transportan los minerales. Es obra de Bogdan Bogdanovic —el principal autor de memoriales en Yugoslavia, recientemente fallecido— y desde allí se ve el río Ibar, plateado por el reflejo del sol, atravesar la ciudad. De un lado asoman cúpulas de iglesias; del otro, minaretes; y en ambos, una mezcla caótica de edificios de distintas épocas y colores. Solo han sobrevivido unos pocos de ladrillo rojo, paradigmáticos de la época yugoslava.