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Cartas de Cuévano
Columna
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Infiniti Iniesta

Quien debería ocupar hoy mismo la Presidencia de la Generalitat debería ser Iniesta

Permítanme agitar un pañuelo blanco para despedir a Andrés Iniesta, caballero en cancha, hombre sin tatuajes, espectro blaugrana y ejemplo de un orgullo catalán que nada tiene que ver con la xenofobia fascista y el proyecto engañosamente enloquecido que ha enarbolado la mariguanada de los dementes; tanto, que quien debería ocupar hoy mismo la Presidencia de la Generalitat debería ser Iniesta, el 8 que repartía juego en las canchas para adrenalina de un milagro llamado Messi o para acelerar las tangentes ascendentes ya de Neymar o Suárez y antes, de otras leyendas que se encumbraban gracias a la planimetría precisa con la que Iniesta repartía juego o bien, definía juegos como ese prodigioso instante en que paró el tiempo en pleno campo del Chelsea.

Pañuelo blanco de madridista que ha abrevado de la envidiosa leyenda que siempre se menciona sobre el nativo de Albacete que fue desdeñado por la casa blanca para irse a convertir en leyenda en la masía; el discreto caballero que jamás ha entrado en la bajeza de las rencillas huecas y siempre ha sido un honesto jugador que incluso ante los peores hachazos prefiere no fingir el teatrito ya cansino de los que se revuelcan como ni no fuesen filmados. Eso es, Iniesta sin histrionismos ni maquillaje, el honroso caballero que poco a poco fue perdiendo pelo en un medio donde las cabelleras se han impuesto por sus tintes, sus cortes y sus bucles. El jugador a secas que hace lo que tiene que hace en beneficio del equipo y que además, ejerce donaire y respeto ante los rivales.

Pañuelo blanco para Iniesta en el momento en que logra burlar la cortina majadera de una Holanda que parecía vengarse de cuando se llamaba Flandes, cantando la letra de su himno donde mientan con sangre el nombre de España como villano implacable; allí en el corazón de África el histórico gol para la primera estrella de la Selección Española y la conmovedora memoria de celebrarlo honrando la ausencia de un amigo entrañable.

Desconozco si es ortodoxo calificarlo de medio creativo o si es equivalente a lo que llamaban antaño líbero con creces de volante o bien, el volante implacable que más se mueve a lo ancho de la cancha para que se abran como ejes los compañeros que acostumbran asediar el área grande del contrario y desconozco el número total de juegos jugados, goles anotados, minutos recorridos en cientos o miles de kilómetros a lo largo de poco más de dos décadas de grandeza profesional en primera línea. Lo que sí vimos todos es la madrugada ya callada en la que Andrés Iniesta se despidió de la cancha a solas, bajo la luna y en el centro del Camp Nou, descalzo pero aún con la camiseta que ya lleva pegada al alma, sin saber que hay quien le aplaude de lejos, en los rincones más apartados e inesperados del planeta para agradecerle de una callada manera que jugara como jugaba porque al hacerlo justificaba el movimiento de rotación y traslación, el punto de ebullición de no pocos elementos de la tabla periódica y la inexplicable continuidad del tiempo, todo el tiempo, cada vez que alguien cuida la piel de un planeta tan pateado.

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