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Columna
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No oyes ladrar los perros

Desde el instante en que sentimos la caída que marcó el inició del seísmo, supimos que este no era un movimiento cualquiera

Emiliano Monge

El pasado martes 19 de septiembre, apenas unas cuantas horas después del aniversario 32 del peor sismo que la Ciudad de México haya enfrentado, la tierra volvió aquí a sacudirse.

Quienes vivimos en una zona acostumbrada a los temblores, nos volvemos, queriéndolo o no, indiferentes o inmunes al temor que generan el enfrentamiento de dos placas tectónicas o el reacomodo interno de una de éstas placas.

Hace cosa de unos días, sin embargo, mientras la tierra se meneaba con violencia inusitada, los hombres y mujeres que vivimos por acá caímos presas del terror y de la angustia. Lo mismo daba que uno fuera ciudadano de la capital o de alguno de los demás estados afectados: Morelos, de México, Puebla, Veracruz, Guerrero o Oaxaca.

Y es que todos, asevero esto sin temor a equivocarme, desde el instante en que sentimos la caída que marcó el inició del seísmo, supimos que éste no era un movimiento cualquiera. Que no saldríamos inmunes, pues. Que todos nos veríamos afectados, así fuera el hijo, la hermana, el esposo o la madre de alguien más quien se cayera.

Fue por esto que, segundos después de que el temblor se terminara –un temblor que impactó al centro del país con el doble de violencia que el terremoto de 1985: a pesar de no haber alcanzado más que los 7.1 grados en la escala de Richter, su epicentro se ubicó tan cerca de nosotros que la aceleración de su onda P nos arrolló de un solo golpe-, la gente salió en masa a las calles.

Queríamos, necesitábamos compartir con alguien más nuestro temor, ese mismo que, pensábamos, ya no nos afectaba. El miedo que habíamos extraviado, demandaba ser recuperado de este modo: juntos, mezclando en plural nuestros sentires y afectos. En las banquetas, camellones y parques, entonces, la población siguió temblando, aún cuando la tierra había dejado en paz su movimiento.

Durante varios minutos, así fue como estuvimos: agarrándonos de otros. Dándonos, entre desconocidos, la calma y la entereza que a todos nos faltaba. Otorgándonos, compartiendo la fuerza y el valor que habíamos extraviado. Y es que un miedo recobrado en colectivo, en colectivo demandaba ser vencido. Así que apenas nos soltamos, descubrimos que seguíamos todavía agarrados.

Agarrados a través de ese modo único, profundo e inalterable que es la empatía. El saber, el estar todos convencidos, de que afuera no estábamos todos. El saber, el estar todos convencidos de que, por toda la ciudad, por todos los pueblos y ciudades afectadas, habría gente atrapada, personas aplastadas por sus casas o lugares de trabajo. El saber, el estar todo convencidos, de que ellos, los que habían sido sepultados por la violencia de la tierra pero, también y desgraciadamente, por la corrupción, una corrupción que otorga licencias a inmobiliarias que construyen con materiales miserables, estarían aguardando a que nosotros levantáramos lo caído.

Comenzó entonces, antes de que volvieran la luz y las señales de teléfono o Internet, mucho antes de que empezaran las noticias a fluir por sus canales todavía tradicionales, esos mismo canales que, en México, se aferran a sus últimos guantazos de impunidad y desinformación planificada –de qué otra modo puede explicarse, si no, el ridículo que ha hecho Televisa-, y muchísimo antes, también, de que el Gobierno confirmara la magnitud de la tragedia, el segundo terremoto.

El seísmo de la vida, no ya el de la muerte. El temblor de la gente. Y es que nadie tuvo que decirle a nadie más lo que tenía o debía hacerse, cuando todo, aquí, ya había empezado a hacerse. Como manadas repentinas, como enjambres encandilados, como cardúmenes de peces que responden a algo mucho más profundo que a aquello que sucede dentro de cada uno, los habitantes de la Ciudad de México y de los demás estados afectados empezamos a buscar los codos, las muñecas, los tendones del desastre.

Convertidos en un solo organismo, como si en todos nosotros, de repente, se hubiera despertado esa especie de memoria genética que marcó el cincel del tequio: la más importante de nuestras labores arcaicas, aquella que nos dicta estar en deuda, siempre, con nuestra comunidad y nuestra gente, los hombres y mujeres de estos lados empuñamos marros, picos, palas y cinceles, mientras otros más compraban, con lo poco o con lo mucho que tuvieran, las botellas de agua, los alimentos, las medicinas, la ropa, los toldos y los impermeables que otros más juntaban, apilaban y movían de un sitio a otro.

Si algo ha dejado esta tragedia en la que estamos hoy metidos, una tragedia en los que el Gobierno trata de usufructuar el trabajo de la gente y le vende a ciertos medios las primicias o las exclusivas de sus más grandes engaños, una tragedia en la que no consiguen los distintos órdenes gubernamentales, además, ponerse de acuerdo y jalar, por una vez, hacia un mismo lado, es que, en México, el único factor real de poder que queda es pie es el pueblo.

El mismo pueblo que no para, aún a pesar de lo duras, tristes y agotadoras que han sido las jornadas, aún a pesar de la oscuridad, de la lluvia y del cansancio. Aún a pesar de estar alzando piedras o moviendo cascajo o empujando carretillas o pasando cubetas. La empatía, la solidaridad que apareció entre nosotros, que de repente recordamos, más bien, que estaba entre nosotros, ha sido nuestra arma principal ante la muerte. Y a éstas, estoy seguro, no volveremos nunca a ser inmunes ni tampoco indiferentes.

Lo que la gente, sin importar su condición, edad o sexo, está haciendo, lo que da cuando guarda silencio y alza el puño, cuando aplaude porque sale una camilla de un hoyo, cuando llora al escuchar que ladra un perro rescatista, es la mayor muestra de poder colectivo que en este país hayamos visto en mucho tiempo.

A pesar de la desorganización, que no podía ser sino mucha –hay colonias y pueblos devastados, hay cientos de miles de damnificados y hay, además, una pobreza y una desigualdad insultantes-, un movimiento subterráneo, intangible y poderoso nos ha puesto encima de una misma ola.

Esto tampoco vamos a olvidarlo. No olvidaremos pues la fuerza que nos damos unos a otros. Como no olvidaremos, ninguno, al padre que, a través de un altavoz, a quince metros de un edificio colapsado, le infunde ánimos a su hija que aún está bajo las piedras.

Y es que a pesar de todo lo caído, la Ciudad de México, como Jojutla, como Atlixco, como Xalatlaco y como tantos otros sitios, ya se está parando. Y perdonarán mi sensibilidad descontrolada y mi emoción, vertida aquí impunemente, pero estos días mis coetáneos me han adelgazado el pellejo.

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