Columna

Sin talleres de reparación

Apenas hay crisis que no tenga efectos globales, pero a la vista está que faltan los instrumentos globales para resolverlas. En pocas ocasiones como en la asamblea anual de Naciones Unidas, que se reúne cada septiembre en Nueva York, adquiere mayor visibilidad la insuficiencia de los instrumentos multilaterales para enfrentarse con rapidez y eficacia a situaciones como las que acaban de estallar en África con la epidemia de ébola, o en Oriente Próximo con la instalación del Estado Islámico en un amplio territorio entre Siria e Irak.

Ambas constituyen amenazas globales, que interpelan al...

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Apenas hay crisis que no tenga efectos globales, pero a la vista está que faltan los instrumentos globales para resolverlas. En pocas ocasiones como en la asamblea anual de Naciones Unidas, que se reúne cada septiembre en Nueva York, adquiere mayor visibilidad la insuficiencia de los instrumentos multilaterales para enfrentarse con rapidez y eficacia a situaciones como las que acaban de estallar en África con la epidemia de ébola, o en Oriente Próximo con la instalación del Estado Islámico en un amplio territorio entre Siria e Irak.

Ambas constituyen amenazas globales, que interpelan al ensimismamiento de los Gobiernos y al provincianismo de las opiniones públicas. El crecimiento exponencial de las muertes por ébola en los cuatro países donde se ha declarado la epidemia —Guinea, Liberia, Sierra Leona y Nigeria— amenaza la seguridad regional y la estabilidad de esos países. Si no se frena la progresión de la enfermedad, los cálculos más catastróficos sitúan en 1,4 millones la cifra de fallecidos el próximo enero.

Las crisis son globales; las herramientas para arreglarlas no

El freno solo puede venir, en el medio plazo, de la rápida obtención de una vacuna y, en el inmediato, de las actuaciones sobre el terreno para detener la transmisión, algo que no está al alcance de los Gobiernos africanos, pues exige una espesa red sanitaria que aísle a los enfermos y entierre adecuadamente a los fallecidos. Las débiles estructuras estatales son insuficientes y las organizaciones internacionales, la OMS principalmente, carecen de medios e incluso de capacidad de reacción. Al final tuvo que ser Estados Unidos, por boca de su presidente, quien dio la voz de alarma, señaló el carácter global de la crisis y aprobó el envío de un contingente militar de 3.000 personas y una inversión en instalaciones y equipos sanitarios de 750 millones de dólares (586 millones de euros), la mayor ayuda humanitaria desde el tsunami de 2004 en el Índico.

También el Estado Islámico constituye una amenaza global, aunque se enmascare en su actuación regional. La contención del peligro, y no digamos ya su eliminación, no está al alcance de los países de la región. Nada pueden hacer las organizaciones multilaterales, empezando por unas Naciones Unidas limitadas por el veto de Moscú. Nuevamente todo hay que fiarlo a la acción de Washington, que en este caso, al contrario del ébola, no desea que sus soldados pongan pie en tierra y se limita a bombardear desde el aire.

La consistencia del peligro global es evidente. Por la emulación del modelo en toda la geografía del islam. Pero también por la difusión vírica de la acción terrorista. Los combatientes del Estado Islámico tienen un nuevo e inquietante perfil. Hablan inglés, son hábiles en las tecnologías digitales y cuentan con un buen entrenamiento militar. Su regreso a los suburbios de las grandes ciudades de donde proceden será un momento especialmente peligroso por su capacidad de actuar en red y difundir, también exponencialmente como el ébola, sus doctrinas y sus planes violentos.

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Así son las crisis del siglo XXI: con efectos globales que los talleres de reparación, casi todos locales y nacionales, son incapaces de resolver, y suelen terminar en las manos no siempre hábiles del mecánico americano.

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