Banderas, kufiyas y sandías: por qué España es tan solidaria con Palestina
Nuestro país no comparte el sentimiento de culpa de países europeos como Alemania y Francia por el Holocausto, lo que ayuda a explicar la movilización transversal ante el genocidio de Gaza
En una conocida tienda de internet, una bandera palestina ha pasado, en tan solo un año, de costar 4,26 euros a costar 15,99 euros. Esto es indicativo no solo de cómo funciona el mercado sino de lo que hoy significa Palestina para la gente.
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En una conocida tienda de internet, una bandera palestina ha pasado, en tan solo un año, de costar 4,26 euros a costar 15,99 euros. Esto es indicativo no solo de cómo funciona el mercado sino de lo que hoy significa Palestina para la gente.
En la solidaridad mayoritaria de la sociedad española con Palestina (según una encuesta del Real Instituto Elcano, el 82% de los españoles considera que lo que sucede en Gaza es un genocidio), subyace una realidad que con frecuencia se ignora: al igual que los palestinos mismos, los españoles nos negamos a ser peones de una historia ajena, la de la Europa que cometió el Holocausto. Este elemento es clave para entender las razones del rechazo generalizado al genocidio de Gaza. No se trata de que en Palestina veamos, como hacen los árabes, una actualización de la pérdida de Al-Ándalus, con la caída de Granada en 1492 y la expulsión un siglo después de 300.000 españoles por ser musulmanes (ya antes se había expulsado a 100.000 judíos). No, en España la historiografía, el gobernante de turno o el hidalgo más pelado han ignorado durante siglos el sustrato andalusí de la historia y cultura ibéricas.
Pero ¿y si los pueblos tuvieran una memoria libre de memorialización, si existiera una memoria colectiva no conmemorativa que serpenteara por el inconsciente de la sociedad de modo similar a como lo hace la memoria a secas por cada uno de nosotros? Una memoria que las normas y el Estado no pueden controlar.
Si bien Al-Ándalus sigue ahí, presente e incómoda, de rabiosa actualidad para la extrema derecha española, que no soporta que hayamos sido otra cosa que cristianos viejos, no hay que remontarse quinientos años para comprender por qué los españoles nos miramos en los palestinos y entendemos su tragedia. Basta con mirar al pasado reciente. Una mezcla peculiar de elementos fraguados en el franquismo y la transición determinan por qué los españoles nos resistimos a los puntos de vista comunes en Europa respecto a Palestina.
A diferencia de otros países europeos, especialmente Alemania y Francia, a nivel popular en España no existe el sentimiento de culpa por el Holocausto judío. De ahí que el Estado de Israel no se entienda como una compensación necesaria. Israel es otro país más, y como a tal se le critica y juzga.
Dicho esto, el aislamiento internacional del régimen franquista en la primera posguerra le llevó a cultivar una relación sui generis con los países árabes recién independizados, con los que, de algún modo, compartía un sentimiento de agravio ante la arrogancia de las metrópolis coloniales. Para el mundo árabe, la Nakba, la limpieza étnica de Palestina que, entre 1947 y 1949, expulsó de sus hogares a 750.000 palestinos en el contexto de la creación del Estado de Israel, ahondó el trauma.
El franquismo puso en marcha una edulcorada amistad hispano-árabe convenientemente expurgada del pasado andalusí más incómodo. Este “hermanamiento” vino a satisfacer los pujos nacionalistas de los regímenes poscoloniales árabes. En 1950 Egipto fundó en Madrid el Instituto Egipcio de Estudios Islámicos, y en 1954 el Gobierno español el Instituto Hispano-Árabe de Cultura. Instituciones actuales como Casa Árabe son expresiones modernizadas de esta dinámica. De algún modo tales planteamientos amistosos han permeado en la sociedad.
España no reconoció al Estado de Israel, fundado en 1948, hasta enero de 1986, en vísperas de su entrada en el Comunidad Económica Europea. Fue en una ceremonia discreta en La Haya. Por contra, siete años antes un flamante Adolfo Suárez, encarnación de la joven democracia española, había recibido en el palacio de la Moncloa a Yasser Arafat, líder de la OLP y por aquel entonces un proscrito en la escena internacional. Suárez fue el primer jefe de Gobierno occidental en recibir a Arafat, cosa que los dirigentes palestinos recuerdan con frecuencia en su intento de crear memoria colectiva. Por cierto, la foto de este encuentro tiene un lugar de honor en el Museo Yasser Arafat, en Ramala.
De esta forma Suárez daba continuidad democrática a las políticas franquistas, de las que él mismo provenía. Este legado pervive en la cepa centrista del Partido Popular, no sin entrar en conflicto con los planteamientos de los halcones, quienes en su reescritura general de la historia de España vuelven la espalda a la de su propio partido (en 2014, el Gobierno de Mariano Rajoy decretó un embargo temporal de armas a Israel). Porque el alineamiento hoy del PP con las políticas del Gobierno de Benjamín Netanyahu es fruto de los actuales intereses económicos ultraliberales, no responde a la lógica histórica de la derecha española. Al contrario, Israel y el sionismo han sido, por así decir, más bien un asunto “progresista”: no son pocos los cuadros de la izquierda socialdemócrata que realizaron estancias en los kibutz después de 1967.
Otro factor de la peculiaridad española es más sutil y difícil de formular, pero está ahí. Guarda relación con la memoria viva del terrorismo en España. Como quedó de manifiesto con el 11-M, la opinión pública es muy sensible a la manipulación en este terreno. Los castigos colectivos, la venganza y las detenciones arbitrarias por parte del Estado de Israel fueron condenados ya antes del genocidio de Gaza.
Sin embargo, lo singular de la gran movilización actual por Palestina en España es su carácter transversal, tanto de grupos como de individuos. Es un tipo de activismo que se fraguó durante el 15-M y que ahora reaparece en municipios, universidades, colegios, empresas u organizaciones. En la presente solidaridad con Palestina no se pueden establecer diferencias nítidas entre generaciones, clases sociales, género, profesión o procedencia geográfica. Es más, las encuestas muestran que, salvo por el lado de la extrema derecha, la adscripción política tampoco es divisoria. En esto, el apoyo a Palestina es un reflejo de la España real, mal que les pese a los amigos de la polarización. Todo ello sorprende mucho en el extranjero.
La solidaridad izquierdista con Palestina tiene un largo recorrido en España, que se remonta, al menos, a la Primera Intifada (1987), cuando los medios de comunicación contribuyeron a la movilización de la sociedad al mostrar a los niños palestinos lanzando piedras contra los tanques israelíes; el Gobierno socialista, por contra, no se sumó. La novedad de los últimos acontecimientos es que se ha roto con el sistema jerárquico de movilización, que en tantas ocasiones ha hecho fracasar el activismo. El malestar acumulado ante la cotidianidad del genocidio ha empujado a la gente a salir a la calle por Palestina y por uno mismo. Y esto dificulta el control social y la represión, porque de lo político se ha pasado a lo psicológico. Banderas, kufiyas y sandías expresan al ciudadano.