¿Por qué la guerra?
No hay nada más natural que una pelea, escribe el neurólogo y psiquiatra francés Boris Cyrulnik. Ahora bien, librar una guerra es distinto: hay que planificar, reunir a hombres, proporcionarles armas y encontrar las palabras necesarias para justificar el fanatismo que haga que maten sin sentirse culpables
No hay nada más natural que una pelea. No hay nada más civilizado que la guerra.
Ante una pelea, los humanos tenemos las mismas reacciones que los animales; cuando un desconocido entra sin avisar en casa, cuando un vecino se apodera de un trozo de nuestro terreno, cuando un depredador amenaza a nuestros hijos o cuando entablamos una rivalidad con alguien que corteja a la misma pareja sexual que nosotros o con alguien que posee un bien que nosotros n...
No hay nada más natural que una pelea. No hay nada más civilizado que la guerra.
Ante una pelea, los humanos tenemos las mismas reacciones que los animales; cuando un desconocido entra sin avisar en casa, cuando un vecino se apodera de un trozo de nuestro terreno, cuando un depredador amenaza a nuestros hijos o cuando entablamos una rivalidad con alguien que corteja a la misma pareja sexual que nosotros o con alguien que posee un bien que nosotros no tenemos.
Ahora bien, librar una guerra es distinto: hay que planificar, reunir a hombres, proporcionarles armas de alta tecnología y, sobre todo, encontrar las palabras necesarias para justificar el fanatismo que haga que los soldados se sientan orgullosos de matar sin sentirse culpables. Esa es la condición humana, la de las herramientas y el lenguaje.
Los seres humanos tenemos un cerebro capaz de crear un mundo de representaciones que designan cosas imposibles de percibir: Dios, el paraíso, la vida después de la muerte, Guernica, el cuadro. Cuando paseo con mi perro por la montaña, él acerca la nariz al suelo y percibe, mucho mejor que yo, las informaciones olfativas que van a marcarle el rumbo. En el mismo sendero, yo huelo algunas cosas y no puedo dejar de preguntarme qué habrá al otro lado de la montaña: ¿un valle o un desierto? ¿Un pueblo amigo o un enemigo? ¿Qué hay después de la muerte, otra vida, la paz eterna o el infierno, para sufrir el castigo por haber disfrutado de placeres inmediatos sin ninguna trascendencia? ¿Quién puede explicarme el increíble milagro de estar vivo?: ¿Dios, el azar o la evolución biológica?
Mi cerebro humano me permite vivir y habitar en un mundo de representaciones separado de la realidad palpable que, sin embargo, siento en lo más hondo de mi ser. ¿No será esa la definición de delirio? (“de-”, prefijo privativo; “lira”, surco en la tierra). Siento intensamente unos hechos que quizá no existen en la realidad, pero de los que me construyo una representación que me domina. Me pongo en manos de lo que construyo, me lo creo y tomo las medidas correspondientes. Eso no lo puede hacer mi perro. Tiene mejor olfato, pero su acceso al lenguaje (que no está mal) le sirve para designar cosas que están en su entorno, mientras que un ser humano, con el lóbulo prefrontal —base neurológica de la anticipación— conectado al sistema límbico —la base neurológica de la memoria y las emociones—, tiene la capacidad de vivir en un mundo invisible que le ocupa la mente. Así se instalan los seres humanos en los mundos maravillosos o terroríficos que no dejan de inventar. Cualquiera puede rebuscar en su pasado y encontrar motivos para amar al prójimo o para justificar su muerte. Los árabes deberían destruir Venecia, que construyó los barcos en los que los cruzados fueron a Jerusalén. Los protestantes tienen motivos para vengarse de los traidores católicos. Los judíos podrían atacar todos los países en los que han sufrido persecuciones y las mujeres están en su derecho de asesinar a los hombres.
Esta manera de abordar el problema de la violencia nos lleva a proponer dos posibles orígenes: uno, vinculado al desarrollo del cerebro, indica que un ambiente empobrecido por la falta de afectos provoca una disfunción cerebral en un organismo, que se vuelve incapaz de controlar sus impulsos: ese el origen de las peleas. El otro nace de una quiebra de la verbalidad o de un lenguaje totalitario que impone la verdad única, la del líder. El mundo de las palabras, también empobrecido, crea una representación sin alteridad en la que no es delito matar a alguien que no es humano: de ahí surge la guerra.
Durante siglos, el discurso colectivo ha plasmado el desarrollo del niño mediante una metáfora vegetal. Cuando un niño se desarrollaba bien, la semilla era buena, pero, cuando la evolución era mala, el chico era una mala hierba. Con esta metáfora, no se involucraba a la familia ni a la sociedad y se proponía un remedio posible: arrancar esa mala hierba. Y eso es lo que se hacía con los niños violentos, más con los niños que con las niñas. Mordíamos a los niños que mordían, los castigábamos, decíamos que había que domarlos, les pegábamos y, a veces, los encerrábamos en reformatorios o centros de reclusión de menores donde se convertían en lobos para no morir de dolor. Conviene tener cuidado con las metáforas, porque nos dan una visión determinada del mundo y nos inspiran métodos educativos.
Después de la Revolución Rusa de 1917 y después de la II Guerra Mundial, las calles se llenaron de millones de huérfanos y niños sin familia. Vendían cerillas y trataban de quitarles la cartera a los clientes, entraban en las casas para robar y a veces se agrupaban para asaltar a los adultos. Su extrema violencia era producto de la adaptación a una sociedad en guerra, la destrucción de las familias y la ruina cultural. Los niños que no eran violentos morían de hambre, de desesperación o asesinados por otros. Fue la época de las utopías pedagógicas, cuando Makarenko y Korczak demostraron que bastaba con acoger a aquellos pequeños delincuentes en un programa de acciones constantes y organizar debates denominados la república de los niños para poder estructurar el espacio activo, afectivo y verbal en el que forjar unos lazos que les dieran seguridad. En efecto, se vio una recuperación evolutiva, un desarrollo nuevo y positivo después del caos. Hoy ese proceso recibe el nombre de “resiliencia”.
El giro epistemológico se produjo en 1951: el pedagogo y psicoanalista John Bowlby presentó su informe a la OMS. Propuso una explicación que combinaba los datos genéticos con los ambientales, cosa que todavía no era muy habitual. Descubrió que, de un pequeño grupo de “44 ladrones adolescentes”, 17 habían sufrido una larga y dolorosa separación de la madre. En el grupo de control del estudio, de 44 adolescentes que no habían delinquido, solo 2 habían crecido sin cuidados maternos. De forma que era posible establecer una relación de causa y efecto entre la falta de afectos a edad muy temprana, que introduce en el cerebro un factor de vulnerabilidad emocional, y la explosión que se da en la adolescencia, cuando más intensos son los impulsos afectivos.
Este informe tuvo gran éxito internacional en los años de la posguerra, cuando los educadores necesitaban comprender por qué los niños sin familia eran tan sombríos e impulsivos y a veces se convertían en delincuentes. Una avalancha de ensayos clínicos confirmó y detalló esta noción, pero hasta hace poco no fue posible que las técnicas de neuroimagen fotografiaran, midieran y evaluaran las alteraciones neurológicas provocadas por los cambios en el entorno. En una cultura dualista, en la que el alma insustancial está totalmente separada del cuerpo material, es difícil aceptar que una disfunción cerebral pueda ser consecuencia de una disfunción social. Sin embargo, las imágenes obtenidas con las nuevas técnicas muestran que un niño aislado desde muy corta edad, intensamente y durante mucho tiempo adquiere una “atrofia cerebral” de los dos lóbulos prefrontales, la base neurológica de la anticipación, y del anillo límbico, la base neurológica de la memoria. Cuando las personas del entorno del niño no le ofrecen ningún tipo de relación, ¿dónde va a ir? Sin la capacidad de anticipación, no se establecen conexiones neuronales, así que en la imagen aparece una zona oscura. Si no hay nadie a quien amar, si el niño vive en un desierto afectivo, no tiene nada que recordar, ni acontecimientos, ni emociones, por lo que el sistema límbico aparece atrofiado. Cuando todo va bien, las neuronas prefrontales, ante el estímulo de una alteridad, inhiben la amígdala rinencefálica, la base neurológica de las emociones insoportables como la cólera, la desesperación y el odio. Quizá ese sea el motivo de que un sujeto sumido en sus emociones se tranquilice cuando hay un plan de acción, una relación familiar o un relato que elaborar, como observaron Makarenko y Korczak sobre el terreno. […]
La repercusión de un acontecimiento sensorial, afectivo o verbal es distinta según la organización del receptor neuronal. Si a un bebé de cuatro o cinco meses se le dice: “Las personas que creen en Dios envejecen mejor que los ateos: su fe en un Dios protector tiene un efecto tranquilizador”, el bebé saltará de alegría. Pero será por la proximidad sensorial de esa persona, la voz, el brillo de sus ojos, el olor familiar tal vez. Si se le dice esa misma frase a un niño de siete años, sentirá más seguridad y querrá creer en ese Dios protector del que le habla su madre.
A partir de los siete años, un niño tiene acceso al mundo de los relatos, de unas historias que no podemos percibir: Dios, el linaje, la vida después de la muerte. El niño se pregunta: “¿Dónde estaba yo antes de esta vida? ¿Dónde iré después de morir?”. Cada cultura responde con un relato metafísico. “En mi familia somos campesinos provenzales desde el siglo XVII. Mis padres vinieron de Polonia en los años treinta. Somos marineros de padres a hijos”. Estos son mis orígenes.
“Un pueblo que sufre dificultades en una sociedad desorganizada se siente mejor cuando cree lo que le dice su salvador”
El lenguaje no cae del cielo; su ontogénesis ofrece al hablante la posibilidad de eludir gradualmente la proximidad de las informaciones, estar menos sujeto al contexto y acceder, a través de la narrativa, a un mundo lejano e invisible en el que no tenemos más remedio que creer. Cuando el cerebro del niño se está desarrollando en el útero en el que vive durante nueve meses como un mamífero acuático, cada vez que habla su madre, las bajas frecuencias de su voz vibran contra la frente y la boca del bebé que lleva en su vientre. Después de nacer, todos los niños aprenden en pocos meses a articular palabras que designan objetos de su contexto. Hay que esperar mucho más tiempo para que puedan oír y contar historias maravillosas o terroríficas que suscitan en ellos verdaderos sentimientos: “Los bretones recibieron su talento marinero de los druidas de Brocéliande”, o “las epidemias mortales son culpa de los judíos”. ¿Cómo se pueden comprobar esas cosas? Solo se pueden creer o poner en duda.
Cuando la cultura ofrece varios relatos, el adolescente que no quiere seguir sometido a las verdades de sus padres elige la ficción que le conviene, la que expresa sus deseos. Así adquiere cierto grado de libertad y se reafirma, pero, cuando en el entorno verbal no hay más que una sola historia, el joven cae en las garras de un relato totalitario, el que expresa e impone su verdad única. Cuando hay pocas alternativas, las ideas están más claras. Cuando no se puede demostrar nada, los eslóganes repetidos por el grupo al que se pertenece reemplazan a la verdad. Cuanto menos sabe una persona, más convencida está. Es una gran ventaja para la mente perezosa. Uno se siente muy a gusto cuando está rodeado de amigos que recitan las mismas palabras; proporciona una sensación de fuerza y seguridad. Pero los eslóganes eufóricos empobrecen el mundo de la verbalidad, se pierde alegremente la libertad interior y se acepta una cómoda servidumbre.
¿Se podría explicar así la capacidad de seducción de los lenguajes totalitarios? ¿Se podría entender así por qué existen hoy en todo el mundo tantos dictadores elegidos democráticamente? ¿La fatiga de pensar proporciona menos placer que la alegría de entonar a coro eslóganes que impiden pensar? Un pueblo que sufre dificultades en una sociedad desorganizada se siente mejor cuando cree lo que le dice su líder, su salvador. Esa es la manera de que, cuando estalla una guerra, el creyente pueda matar sin sentirse culpable: “Me limito a obedecer”, dice. Lo cual es cierto y también criminal.
He partido de la experiencia de quienes han vivido el hundimiento físico y ético que es la guerra. Cuando se pierde la palabra, no quedan más que los impulsos y las armas. Cuando una desgracia vital empobrece el espacio afectivo que debe rodear a un niño, su cerebro, mal formado, adquiere una disfunción que lo aísla y aumenta su sufrimiento. Cuando los relatos que nos rodean se reducen a una declamación única que nos da la satisfacción de entregarnos a la pereza, el debate desaparece y la democracia sufre y se empobrece. Afortunadamente, estos problemas individuales y culturales son remediables siempre que actuemos sobre el entorno que influye en nosotros. Tenemos cierto grado de libertad y, por tanto, una responsabilidad si no hacemos algo. Basta con relacionarnos, hablar, visitar otras culturas y descubrir otras jerarquías de valores.
La conmoción antropológica que vivimos hoy nos invita a intentar emprender la aventura.
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