Jacques Rancière, el filósofo que piensa desde la igualdad de las inteligencias
Este investigador de la emancipación, traducido a 30 idiomas, desmonta el fundamento de las jerarquías y cuestiona el orden dominante en la educación, la política y el arte
¿La igualdad existe? Es probable que muchas voces a ambos lados del arco político respondan negativamente a esa pregunta. A la derecha, porque creen que la desigualdad nos define como individuos y, por tanto, la igualdad no existe, ni puede existir; a la izquierda, porque la desigualdad es tan evidente que sólo admitiéndola podrá lucharse por la verdadera igualdad el día de mañana. Contra ese acuerdo colectivo, la obra y la vida del filósofo Jacques Rancière responde de forma tan sorprendente como elegante: la igualdad existe, por supuesto, aquí y ahora, y la emancipación consiste en demostrar...
¿La igualdad existe? Es probable que muchas voces a ambos lados del arco político respondan negativamente a esa pregunta. A la derecha, porque creen que la desigualdad nos define como individuos y, por tanto, la igualdad no existe, ni puede existir; a la izquierda, porque la desigualdad es tan evidente que sólo admitiéndola podrá lucharse por la verdadera igualdad el día de mañana. Contra ese acuerdo colectivo, la obra y la vida del filósofo Jacques Rancière responde de forma tan sorprendente como elegante: la igualdad existe, por supuesto, aquí y ahora, y la emancipación consiste en demostrarla, no en buscarla. El movimiento de la igualdad se demuestra andando.
Traducido a 30 idiomas, catedrático retirado de Estética de la Universidad París VIII y profesor invitado en Suiza y Estados Unidos, Rancière (Argel, 83 años) no se considera un “intelectual” y siempre recuerda que debe su idea más original —la igualdad de las inteligencias— a un maestro del siglo XIX cuyos alumnos aprendían solos. Autor de más de 30 obras —su último ensayo traducido al español, Los treinta ingloriosos (Katakrak, 2023), se presentó en enero en Barcelona, Bilbao y Pamplona—, su postura contradice la idea del intelectual: el que se eleva sobre la comunidad que vive la ignorancia por falta de tiempo y talento. Así lo consideraba la tradición marxista, al menos la corriente de la que él formó parte en los años sesenta, cuando su profesor en la École Normale Supérieur (ENS) Louis Althusser lideró una relectura de Marx. En su primer libro, sin embargo, La lección de Althusser, Rancière rompió con su viejo profesor, con el marxismo y con aquel alumno ejemplar que quiso ser arqueólogo.
Hijo de un funcionario y un ama de casa franceses destinados en Argelia, Rancière nació el día que su padre murió en combate en Francia, el 10 de junio de 1940. A París llegó una vez terminada la Segunda Guerra Mundial, con su madre viuda convertida a su vez en funcionaria, y creció en Neuilly-sur-Seine, “la banlieue más burguesa de París”, según recuerda el propio Rancière por videollamada. Si quería ser arqueólogo, le enseñaron, tenía que ir a la ENS, vivero de la élite académica francesa desde la Revolución y que no admitió a las mujeres… hasta 1985.
Si los años en la ENS, por entonces muy teóricamente de izquierdas, supusieron una cierta ruptura con el entorno católico de sus orígenes, La lección de Althusser le sirvió para distanciarse del marxismo ambiente que consideraba que había que rasgar el velo de falsa conciencia de las masas. La revuelta de Mayo del 68 había sembrado la discordia en el alumno ejemplar: donde la izquierda oficial veía jóvenes frívolos y pequeñoburgueses, él, sin participar directamente, vislumbró “un movimiento de los iguales, no de una clase en particular, que se enfrentaba a todas las jerarquías de la sociedad” y que, de hecho, tejió alianzas entre las facultades y las fábricas. “Eso sigue siendo lo que funciona en los movimientos actuales, como la ocupación de las plazas o el 15-M. Por supuesto, podemos decir que no han triunfado, pero al mismo tiempo diría que allí pasó algo más de lo que los partidos de izquierda” quieren ver y reconocer, dice Rancière, autor de varios ensayos sobre una de sus pasiones, el cine.
Al año siguiente, participó en la fundación de la Universidad de Vincennes (hoy París VIII), que aglutinó a muchos de los llamados a reinar desde los márgenes en la filosofía francesa, como Michel Foucault, Jacques Derrida y Gilles Deleuze. Desde allí y durante una década se sumergió en los archivos, sobre todo del movimiento obrero del siglo XIX, imprimiendo un cambio de rumbo en sus investigaciones sin vuelta atrás.
La correspondencia, los artículos y revistas, panfletos y poemas producidos por aquellos obreros en cuyo nombre hablarían los intelectuales un siglo después reflejaban vidas y experiencias sensibles tan complejas como las de cualquier pensador profesional. La noche de los proletarios, su tesis doctoral, publicada en 1981, y en cuyas páginas se confrontan citas de Platón y de los obreros, ordena y expone gran parte de aquel trabajo de archivo e incluye en la dedicatoria a su madre, “que lo hizo posible”.
La tesis sobre la igualdad de las inteligencias la encontró en la aventura de un maestro francés en el exilio. Joseph Jacotot (1770-1840), revolucionario y diputado, tuvo que exiliarse tras la restauración borbónica y acabó enseñando francés en Bélgica en 1808. Pero ni él sabía flamenco, la lengua de sus alumnos, ni ellos sabían francés. Una edición bilingüe de Telémaco publicada por entonces en Bruselas apareció como lo único en común, y a través de un intérprete emplazó a sus estudiantes a que leyeran la versión francesa comparándola con la flamenca. A final de curso, escribían en francés mejor que muchos franceses de cuna.
Habían aprendido cómo se aprende cualquier lengua: prestando atención, repitiendo, imitando, sin explicaciones. Explicar es simplificar para los inferiores. Jacotot se limitó a verificar que repetían acertadamente el modelo, y comprendió algo inasumible para el orden del sistema explicativo: si todo el mundo aprende por su cuenta a hablar y razonar, la igualdad de las inteligencias es el punto de partida, no la meta. “Rancière se dio cuenta de que cualquier igualdad programática acaba reproduciendo al infinito la distancia que pretende suprimir”, resume al teléfono Javier Bassas, autor de Jacques Rancière: ensayar la igualdad (Gedisa).
Rancière desarrolló la lección de Jacotot en El maestro ignorante (1987; edición en español, Libros del Zorzal, 2022), y aplicó esa mirada a la política. “La igualdad no es un derecho, no es algo sustancial, antropológico, del ser humano: es una hipótesis. Los derechos tampoco los llevamos encima, existen cuando se llevan a cabo”, comenta Bassas, coautor de El litigio de las palabras (Ned Ediciones), un libro de conversaciones con Rancière, al que también ha traducido.
El resultado es una concepción de la democracia, no como una forma de gobierno, sino como “el poder de cualquiera” que desde la Grecia del siglo V antes de Cristo lleva interrumpiendo el orden habitual de la desigualdad, con la igualdad que ejerce sin permiso. “El poder del demos no es el poder de la población ni el de su mayoría, es más bien el poder de cualquiera. Todo el mundo tiene el mismo derecho a gobernar que a ser gobernado”, afirma la politóloga Kristin Ross, comentando la confluencia de Jacotot y Ranciére, en Democracia en suspenso (Casus Belli). El pueblo de la democracia es sólo una figura que en cada época los insumisos llenarán de palabras para redefinirla como sujeto de la política: de los sans culottes a los obreros, de las mujeres a los sin papeles.
Rancière ha predicado con el ejemplo, participando en las luchas colectivas como cualquiera, tomando a veces la palabra. El 16 de enero de 2020, en una asamblea de ferroviarios en huelga contra la reforma de las pensiones, por ejemplo: “La jubilación es la manera en que el tiempo de trabajo genera tiempo de vida y la manera en que cada uno de nosotros estamos conectados a un mundo colectivo”, dijo.
Apúntate aquí a la newsletter semanal de Ideas.