Aprender a navegar conscientemente: lo que nos enseñan los frikis del primer internet
Los ‘extremely online’ fueron los raros que vivían en la red hace una década. Hoy nos enseñan a sacar a flote nuestra atención
Al principio, extremely online fue un modo de vida, luego se convirtió en un concepto y más tarde en una tendencia de la que se han escrito varios libros, el último, Extremely online (Intensamente digitales, sin edición en español), de la periodista Taylor Lorenz, columnista de Tecnología de The Washington Post.
El término empezó a usarse en 2014 para describir a los que vivían intensamente la cultura de internet. No solo pasaban allí la mayor parte de s...
Al principio, extremely online fue un modo de vida, luego se convirtió en un concepto y más tarde en una tendencia de la que se han escrito varios libros, el último, Extremely online (Intensamente digitales, sin edición en español), de la periodista Taylor Lorenz, columnista de Tecnología de The Washington Post.
El término empezó a usarse en 2014 para describir a los que vivían intensamente la cultura de internet. No solo pasaban allí la mayor parte de sus horas de vigilia (y algunas de sueño), sino que solo hablaban de lo que allí acontecía. Otra vida les parecía irrelevante y aburrida. A ellos se atribuye la creación de las siglas IRL (In Real Life; en español: en la vida real) para señalar las cosas —logística casi siempre aburrida— que tenían lugar en la vida analógica.
Ainhoa Marzol, autora de la newsletter Gárgola Digital, se considera a sí misma extremely online. Lo fue durante varios años. Acababa de cumplir 16 años y vivía por lo menos 10 horas en internet (hoy pasa escasamente una), obsesionada con asuntos que solo se debatían en foros y relacionándose casi exclusivamente con gente que había conocido telemáticamente. “Solo sabíamos de internet. Pasábamos de un foro raro a otro más raro todavía. Mi comportamiento les parecía oscuro a mis amigos que aún tenían vida fuera, pero nosotros éramos autorreferenciales, y solo representábamos un grupo selecto de los que entonces estaban conectados, éramos los frikis que necesitábamos internet como refugio. Después de la pandemia, ser extremely online se convirtió en [una experiencia] mainstream”, cuenta en conversación telefónica con EL PAÍS.
Una década después, haber crecido huyendo continuamente del mainstream ha convertido a muchos de aquellos intensamente digitales en expertos en lidiar con el agresivo internet de las plataformas y los algoritmos. En palabras de Marzol: “Hoy somos los que sabemos escapar de la capitalización de los espacios online”. Para ella, lo peor de internet es que está dominado por plataformas cuya misión es sacar rédito económico de sus usuarios. “Siempre se pelearon por nuestra atención, pero ahora es más obvio y descarado”. Se calcula que los 5.000 millones de usuarios de internet producimos a diario quintillones de bytes diarios que, con la inestimable ayuda de los voraces algoritmos, han convertido la web en un “no lugar” donde navegamos a la deriva mientras el tiempo se disuelve como un azucarillo.
El titular de un artículo de la revista The Atlantic recogía el sentir de muchos usuarios: Nobody Knows What’s Happening Online Anymore (Nadie sabe lo que está sucediendo online). Su autor, Charlie Warzel, sugiere dos teorías para semejante desasosiego. Una es que la era de las redes sociales está terminando y no tiene un claro reemplazo; la otra, que la inteligencia artificial ha inundado la Red de contenidos sintéticos y está matando la vieja web.
Las estadísticas muestran que interactuamos y publicamos menos que nunca. No queremos espectadores y preferimos los mensajes privados. Adam Mosseri, presidente de Instagram, reconoció que los usuarios estaban pasando más tiempo en los DM (mensajes directos de Instagram). “Todo lo que se comparte con los amigos se está moviendo en esa dirección, hay más vídeos y fotos compartidos en DM que en las stories y en los feeds”, dijo en un podcast el pasado verano. Esto significa que gran parte del contenido visible está monetizado. Ya no es solo que no sea espontáneo, fresco y divertido, sino que esconde intereses espurios. La desconfianza es tal, que las previsiones de la consultora Gartner vaticinan una espantada de la mitad de la audiencia en 2025, y los que se queden reducirán un 50% sus interacciones.
Hoy, aquellos intensamente digitales parecen auténticos visionarios. Marzol, por ejemplo, no usa Google como buscador: “Salen cosas muy obvias”, solo le interesa como geolocalizador. A Twitter solo entra para corroborar si ya se habla de algún suceso o noticia, y a TikTok, para buscar información sobre tendencias. Considera que dejarse llevar por el algoritmo solo sirve para acceder a lo “más básico” de la web, y que lo mejor permanece en territorio inexplorado.
Para huir del algoritmo, Marzol tiene un método: “Saltar de cuenta en cuenta, de link en link, no scrollear con el piloto automático, usar marcadores para volver sistemáticamente a los sitios que le han gustado, anotar los nombres de los autores que le han interesado y buscar todo lo que han hecho, desde artículos hasta tuits. En resumen, en lugar de ir a la deriva, navegando pasivamente por internet, coger el mando y recuperar el control. “Ahora lo tengo todo muy optimizado, sé dónde buscar”, dice Marzol, que es responsable de Comunicación de las editoriales Minotauro y Planeta Cómic, y calcula que lo máximo que puede pasar ahora en internet es una hora diaria.
Una de las estrategias para escapar del algoritmo es suscribirse a newsletters: llegan directamente al correo electrónico y recomiendan sitios sin monetizar ni optimizar, alejados de la voracidad de los algoritmos.
En el muy citado artículo Navegar mejor, publicado en La Vanguardia, la periodista Delia Rodríguez llamaba a practicar una navegación consciente y deliberada. “Hay que tomar la decisión de estar informados y salir cada día a conseguirlo. Eso, a pesar de una industria tecnológica que adoptó patrones oscuros para engancharnos en una navegación inconsciente, adictiva e insatisfactoria, y que boicoteó buenas ideas para mantener el control de nuestra dieta informativa”. Entre ellas, menciona el lector de RSS que cerró Google, o la herramienta Nuzzel con la que acabó la entonces Twitter (hoy X).
Make Internet Great Again es, más que el eslogan de una camiseta, un movimiento que reúne hace varios años opiniones de expertos interesados en que la web siga siendo útil. Sander van der Linden, profesor de Psicología Social de la Universidad de Cambridge, es uno de ellos. En su opinión, habría que empezar por construir herramientas que rompan las cámaras de eco de las redes sociales, ese engendro que solo nos expone a los que piensan como nosotros. “Las redes sociales hacen dinero del enfado y la polarización y debemos usar la ciencia del comportamiento para crear una plataforma que no separe a las personas”, explica por correo electrónico. Reemplazar la publicidad por suscripciones es la recomendación de Tim Hwang, autor de Subprime Attention Crisis, un libro que describe la burbuja de la publicidad digital y explica por qué la publicidad ha tomado internet a pesar de las pocas evidencias sobre su eficacia.
Para recuperar la fe en internet, muchos recomiendan volver a las comunidades cerradas que surgen alrededor de una persona y su universo, y recuperar el método: entrar con un objetivo y un tiempo para investigar sobre un tema concreto. En resumen, renunciar a navegar a la deriva, y, en todo caso, dejarnos arrastrar por personas y no por algoritmos.
Nadie dijo que fuera fácil huir del algoritmo, pero haber vivido intensamente online es una experiencia útil para olfatear el peligro a kilómetros y correr en sentido contrario. El desafío es navegar por internet como quien entra en un supermercado: nunca con hambre y siempre con la lista de la compra.
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