El sueño de la desconexión provoca pesadillas: el cerebro no baja la persiana
Irse de vacaciones es más fácil que apagar esa televisión interior que es nuestra mente
Nos pasamos el año soñando con unas vacaciones. Mientras te rompes las uñas contra el teclado de un ordenador subóptimo, metida en una oficina diseñada por un psicópata que parece ignorar el concepto de ventana y plegándote a las ocurrencias de un tipo con galones al que nadie ha enseñado modales, tu mente vuela en los ratos libres hacia esos paraísos donde te bañas sosteniendo en la mano un combinado con sombrillitas de color pastel, pateando montañas en místico contacto con la naturaleza feraz ...
Nos pasamos el año soñando con unas vacaciones. Mientras te rompes las uñas contra el teclado de un ordenador subóptimo, metida en una oficina diseñada por un psicópata que parece ignorar el concepto de ventana y plegándote a las ocurrencias de un tipo con galones al que nadie ha enseñado modales, tu mente vuela en los ratos libres hacia esos paraísos donde te bañas sosteniendo en la mano un combinado con sombrillitas de color pastel, pateando montañas en místico contacto con la naturaleza feraz y poniendo tu mente en blanco para expurgarla de los pensamientos tóxicos que la han anegado durante los 11 meses anteriores. Por desgracia, las cosas rara vez son así.
Hay gente que en vacaciones sufre aún más estrés y penalidad que trabajando. Seguro que conoces a alguno, si es que tú mismo no eres uno de ellos. Tengo una amiga muy cercana que no es que ya se agobie en vacaciones, sino que lleva varios días durmiendo mal ante la mera perspectiva de tomárselas. No conozco datos cuantitativos relevantes, pero los psicólogos, neurólogos y neurocientíficos que saben del tema nos explican aquí las razones de ese sufrimiento absurdo que convierte lo que debería ser la mejor época del año en una fuente de angustia adicional. Esto tal vez nos sugiera un futuro mejor, un cambio en nuestra filosofía de vida que no va a ser fácil ni rápido, pero que merece la pena explorar.
“Para algunas personas, las vacaciones no suponen una fuente de bienestar psicológico, sino todo lo contrario: una causa de sufrimiento”, dice el psicólogo clínico Miguel Ángel López Bermúdez, del Complejo Hospitalario de Jaén. El primer problema tiene que ver con una especie de trastorno de personalidad múltiple que, en sentido metafórico, subyace a nuestro comportamiento social, a la imagen que presentamos a los demás, al yo que pretendemos ser según en qué situación y circunstancia.
No te ofendas por lo de la personalidad múltiple, que es cosa mía. López Bermúdez prefiere un símil cinematográfico: “Durante los meses de trabajo, nuestra conducta está sujeta a un guion y nos limitamos a seguir ejerciendo un papel, como si fuéramos un personaje en una escena”. En ese contexto laboral, nos centramos en lo que tenemos que hacer para ganarnos el sueldo, en esas tareas, por tediosas que sean, que los jefes esperan de nosotros a cambio de que nos paguen un sueldo.
En vacaciones, sin embargo, “desaparecen el guion y el personaje, y, por tanto, aumenta la incertidumbre respecto a qué hacer y qué decisiones tomar; las personas necesitamos certidumbre”, explica el psicólogo. Por mucho aire de las montañas que respires y daiquiris con sombrillitas que libes en la piscina del hotel, por mucho tueste cancerígeno que absorbas en la playa y decibelios que te astillen el cráneo en la discoteca, tu cerebro no se va de vacaciones. El cerebro no se inactiva ni siquiera mientras duermes, ¿cómo se va a poner en blanco por el mero hecho de que te hayas alquilado un apartamento en tercera línea de playa? ¿De verdad es eso con lo que has estado soñando todo el año?
La idea de las vacaciones evoca distintos recuerdos y distintas fantasías en según qué personas. Yo era un niño en los años sesenta, y recuerdo con escalofríos los madrugones del 1 de agosto para embarcar durante ocho horas en el estricto plástico del Renault Dauphine para intentar llegar a Calpe antes de que la familia se achicharrara. La mayor parte de la travesía se desarrollaba respirando el humo de un camión al que mi padre no lograba adelantar, casi diría que por fortuna.
También recuerdo la inmensa satisfacción que me producía volver de la playa a la civilización, si el Calpe de la época ameritaba ese título, porque en el apartamento tenía cuadernos, lápices, sacapuntas y otras cosas que me recordaban a mi vida normal. Me crie en un atasco y soy un urbanita irrecuperable. Abandonar la ciudad me produce algo parecido a la claustrofobia y me sigue sin gustar a mi provecta edad. Pero soy perfectamente consciente de que esas son mis manías, y también sé que los demás tienen otras. Así que volvamos a escuchar a la ciencia.
David Ezpeleta, secretario de la junta directiva de la Sociedad Española de Neurología, añade otros ángulos que pueden amargarnos las vacaciones. El primero es que somos animales de costumbres, y en verano cambiamos de hábitos. “Es curioso que al comienzo de las vacaciones se incrementan algunas patologías como las migrañas”, dice Ezpeleta. “En vacaciones cambiamos de lugar y de dieta, consumimos más alcohol, si tenemos sobrepeso lo empeoramos aún más, nos dan apneas y nos ponemos a roncar como ceporros, dormimos mal, nos levantamos de mal humor y no aguantamos ni a la abuela”, expresa el neurólogo con naturalidad pamplonica.
Las alteraciones del sueño no son específicas de las vacaciones, por supuesto, pero sí suelen tener que ver con el verano en sí mismo, porque la mayor cantidad de horas de luz estorba al sistema de la melatonina, que detecta directamente la oscuridad de la noche y normalmente aumenta lo que Ezpeleta llama “presión de sueño”, eso que nos suele mandar a la cama. El retraso del atardecer en verano, unido a que pasamos más tiempo al aire libre y a que en vacaciones mucha gente se pega un atracón de videojuegos y otras pantallas luminosas, conduce a un retraso del pico de melatonina en plasma y dificulta el sueño.
Si además hace calor, los ritmos circadianos, u ondas de actividad diaria, se ven perturbados y empeoran el sueño aún más. Estas noches tropicales, que según la meteorología son cada vez más comunes, en que las temperaturas mínimas no bajan de 22 grados ni a las siete de la mañana, pueden estar muy bien para contemplar el amanecer mirando al mar de levante con un resacón del 13/14, pero complican extraordinariamente la vida del aspirante a durmiente. Nada de esto sale gratis, desde luego, porque después no va a haber quien te aguante por la mañana.
López Bermúdez añade otro ángulo: “Estar liberados de obligaciones laborales facilita que nuestra atención se dirija más a nuestra mente, a nuestros pensamientos, y eso puede llevarnos a cierto ensimismamiento, a cierta hiperreflexividad que si no la manejamos de manera adecuada nos puede enredar con esa televisión siempre encendida que es la mente humana”. No estamos acostumbrados a pasar tanto tiempo con nosotros mismos, y a menudo el resultado no nos acaba de gustar. Pero tampoco podemos apagar la televisión.
Y hay más problemas. Ezpeleta los denomina síndromes de no-desconexión. Tal vez lo que más ansiamos de las vacaciones durante el año es justo la oportunidad de desconectar, una palabra que ahora asociamos a apagar el móvil, pero que es mucho más amplia y antigua que eso. El trabajo nos deja expuestos permanentemente a un chorro de llamadas, correos, mensajes de WhatsApp, requerimientos de la dirección, reclamaciones del respetable y otras agonías diarias que, según creemos, nos amargan la vida. Soñamos con poder librarnos de todo eso durante siquiera un par de semanas. Pero eso es mucho más fácil de soñar que de poner en práctica cuando llega el momento.
“Hay personas que se van de vacaciones a regañadientes”, dice Ezpeleta. “Su zona de confort es el trabajo, y no logran desconectar, si es que lo intentan. Yo mismo me encuentro mal si dejo de atender a mi correo, porque sé que a la vuelta me voy a encontrar con mil mensajes que no voy a poder responder, y no son spam, sino cuestiones que debería gestionar”. El neurólogo recuerda que también hay casos extremos de este fenómeno, que son lo que solemos llamar workaholics o trabajólicos, gente literalmente enganchada al trabajo. Pero en menor medida esta dificultad para desconectar afecta a capas más amplias de la población. Como muchos lectores sabrán por experiencia, desconectar es muy difícil en tres o cuatro días. Hace falta más tiempo y, seguramente, una actitud más calmada que la habitual en vacaciones.
¿Qué nos dice la investigación del cerebro? Óscar Herreras, un neurofisiólogo experimental y computacional del Instituto Cajal del CSIC, nos advierte de que algunos aspectos relevantes para esta cuestión están mejor estudiados experimentalmente que otros. “Los modelos experimentales son deficientes en unos casos y ni existen en otros”, dice. “Hay mucho trabajo en psicología cognitiva y psiquiatría con el que los fisiólogos tomamos precauciones, porque muy a menudo sus temas de estudio no son científicamente objetivables”.
Por ejemplo, se suele hablar de la relación del aburrimiento con la creatividad, pero esto debe considerarse por el momento un mito urbano. “Como objeto cuantificable, el aburrimiento es resbaladizo”, señala Herreras. “Sería más apropiado hablar de falta de actividad, tasa de actividad o interés de la actividad, pero incluso esto es totalmente personal, pues cada uno se aburre con unas cosas distintas. Todos conocemos a alguien que se estresa en casa y se libera en el trabajo, hay de todo”.
El neurocientífico prosigue: “Cuando estás atendiendo tareas concretas, como las del trabajo, utilizas las vías y estructuras cerebrales implicadas en la atención, con fuerte activación de los órganos y núcleos sensoriales y del eje tálamo-cortical. Cuando cesa la actividad externa, la corteza sensorial disminuye mucho su actividad eléctrica, pero la corteza tiene muchas áreas y la actividad continúa en ellas, incluso más que antes”.
Herreras se refiere a las zonas del córtex o corteza cerebral, donde residen los circuitos que codifican conceptos y abstracciones, cuya reactivación conjunta da lugar a la creatividad, o generación de ideas nuevas. “Por eso uno siente que piensa más y mejor cuando no está haciendo tareas que le requieren la atención, las que ponen a trabajar a la corteza sensorial. Pero de ahí a considerar el aburrimiento como algo bueno, o positivo, o terapéutico, es dar un salto al voluntarismo”.
El científico del Cajal cita uno de sus refranes favoritos: El diablo, cuando no sabe qué hacer, con el rabo mata moscas. “Hay gente que tiene ideas creativas y otros que tendrán ocurrencias, o disparates, o simplemente se duermen. Depende de lo que haya en esos circuitos de su corteza frontal y otras áreas asociativas, esto es, de sus experiencias vitales previas”. Esta variabilidad humana explica que los estudios de psicología experimental se suelan ver lastrados por todo tipo de divergencias. La diversidad no solo de carácter, sino también de condiciones vitales y económicas, se va grabando, o codificando, en la geometría de los circuitos del córtex, lo que los neurocientíficos llaman el conectoma.
Ya hemos visto que hay gente con un estilo de vida dinámico que se estresa al cesar la actividad laboral, y Herreras incide en ello: “El aburrimiento, el ocio, el descanso forzado o prolongado, puede ser muy estresante y, desde luego, nada positivo”.
¿Acabarán los médicos recetando descanso en vez de calmantes? Herreras no lo ve descabellado, y explica que una corriente actual de pensamiento sostiene que las enfermedades neurodegenerativas lentas, como el alzhéimer y el párkinson, pueden originarse por la inflamación crónica del cerebro. Y esa neuroinflamación se debe al menos en parte a la actividad eléctrica de las neuronas. Por tanto, el exceso de actividad en ciertas zonas, justo las que procesan tareas concretas, requiere un alto suministro de oxígeno y, por tanto, de sangre.
“En el trasiego metabólico entre vasos sanguíneos, células gliales y neuronas aparecen muchos agentes neuroactivos, como las citocinas, y algunos de ellos son tóxicos que hay que eliminar continuamente, y que contribuyen a la inflamación cerebral. El cese de actividad será beneficioso en este sentido”.
Por cierto que la recuperación del metabolismo y de los circuitos activos que se forman durante la actividad diaria requiere dormir, lo que nos devuelve a uno de los temas básicos que vimos al principio del artículo. Una hipótesis viable es que las exigentes tareas del día a día hagan saltar la banca al alcanzar unos niveles de citocinas e inflamación que al sueño no le da tiempo a corregir, sobre todo si duermes poco, mal o ambas. Es posible, solo posible, que los excesos laborales se acaben pagando entonces como una lenta y acumulativa degeneración neuronal. Pero en ciencia, las hipótesis solo sirven para probarlas o refutarlas, y mientras eso llega no se podrá dar un consejo solvente a la población. Desconfíe de los chamanes y felices vacaciones.
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