Mel Brooks, Woody Allen e incluso Kafka: risas para revelar el absurdo del mundo
Los judíos convirtieron el humor en un atributo central de su cultura. Leer en serio al autor de ‘La metamorfosis’ es interpretarlo mal, la comedia habita su obra
En los últimos meses he visto dos adaptaciones de El proceso, de Franz Kafka: la ópera de Gottfried von Einem y la versión teatral de Ernesto Caballero con Carlos Hipólito como Josef K. en el María Guerrero de Madrid. En ninguna hubo risas. Vi la ópera en Alemania, y a lo mejor allí no es costumbre reírse, aunque la escenografía cabaretera y el histrionismo de algunos cantantes (la mezzosoprano Patrizia Häusermann, que interpretaba a Frau Grubach, tiene una vis cómica enorme) subrayasen l...
En los últimos meses he visto dos adaptaciones de El proceso, de Franz Kafka: la ópera de Gottfried von Einem y la versión teatral de Ernesto Caballero con Carlos Hipólito como Josef K. en el María Guerrero de Madrid. En ninguna hubo risas. Vi la ópera en Alemania, y a lo mejor allí no es costumbre reírse, aunque la escenografía cabaretera y el histrionismo de algunos cantantes (la mezzosoprano Patrizia Häusermann, que interpretaba a Frau Grubach, tiene una vis cómica enorme) subrayasen la comedia. La obra teatral española era expresionista y austera, lo que pudo inducir al equívoco de que se trataba de una tragedia. O a lo mejor el público iba predispuesto a tomársela muy en serio.
Con mi hijo de 10 años veo películas de Mel Brooks. Está tan habituado a sus códigos que empieza a reírse en los créditos. Si es Mel Brooks, piensa mi hijo, hay que reírse todo el rato. Si es Kafka, piensan los espectadores de la ópera y el teatro, hay que fruncir el ceño todo el rato. Y, sin embargo, Brooks y Kafka son cumbres de una misma tradición humorística, se deben a los mismos referentes. En la obra de ambos pervive una tradición popular: el teatro humorístico en yidis. Cada vez más exégetas subrayan que leer en serio a Kafka (una gran parte de Kafka, no todo) es leerlo mal, terriblemente mal.
Uno de esos exégetas es Jeremy Dauber, que acaba de publicar en España El humor judío, un denso, iluminador y muy informado ensayo que resume muchos años de docencia e investigación en la Universidad de Columbia, donde la asignatura homónima del libro se ha convertido en un exitazo entre los estudiantes de literatura. Comentando a Kafka —en concreto, La metamorfosis—, escribe: “Es posible que uno de los ejemplos más próximos a la vergüenza e incomodidad castrantes e insoportables de Gregor Samsa sea (pido disculpas por la blasfemia, pero creo que es pertinente) el comienzo de la película Algo pasa con Mary (1998), en el que un joven Ben Stiller tiene un horrible accidente con la cremallera del pantalón (…). Dicho de otro modo, el humor de Kafka tiene muchas similitudes con la comedia cinematográfica”.
Los personajes de Kafka se parecen al protagonista de El apartamento, de Billy Wilder: individuos que intentan mantener la compostura en un sistema absurdo y hostil. En el fondo, algo parecido a lo que hacían los pícaros de las novelas españolas. Pero, más allá del existencialismo, en Kafka hay también un humor grueso y sexual. Josef K. y los personajes de Alfredo Landa o los blasillos de Forges no están tan lejos. A todos se les echan encima mujeres imponentes que desenmascaran su impotencia. Desde el punto de vista de la masculinidad tradicional, son cómicos porque están emasculados. Y ese rasgo no pretende hundir al público en complejas meditaciones sobre la condición humana, sino provocarle una carcajada. Que un experto como Dauber, investido de la autoridad que da una vida de estudio, se sienta obligado a pedir disculpas por comparar el humor de Kafka con una comedia picantona ilustra bien hasta qué punto hemos olvidado algo que los lectores judíos y culturalmente más próximos al autor checo debían de percibir con claridad.
Dauber no solo quiere entender el humor judío, sino por qué el humor se asocia tanto con la cultura judía, incluso desde una perspectiva religiosa: nadie tomaría a los imames o a los arzobispos por humoristas, pero abundan los rabinos socarrones. En su libro cita una encuesta de 2013 del Pew Research Center que preguntaba a los judeoamericanos qué significa ser judío hoy. El 42% respondió “tener sentido del humor”. Somos muchísimos, por tanto, los que podemos identificarnos como judíos.
El ensayo sugiere que es probable que la cultura judía haya patrimonializado un rasgo humano que sirve para comprender el mundo. Cuanto más se investigan las particularidades de un tipo de humor, más universales parecen. El humor es “la sabiduría que nos permite reírnos de nuestra fragilidad”, en palabras de Dauber, una definición que recuerda a las teorías sobre la distancia de Carlo Ginzburg, cuya doctrina es: “Para ver las cosas, lo primero es mirarlas como si no tuvieran ningún sentido”. Una comprensión inteligente del mundo requiere cierta ingenuidad. Ginzburg subraya la etimología de naíf como nativo, es decir, salvaje, sin civilizar, el que tiene una mirada sin educar y, por tanto, puede ver con extrañeza lo que los educados han naturalizado como una segunda piel. El filósofo español Javier Gomá habla de una “ingenuidad aprendida”. Todos estos atributos son propios de los humoristas y están en Mel Brooks, en Kafka y en Woody Allen. El humor sirve para revelar el absurdo del mundo, y si los judíos lo han convertido en un atributo central de su cultura es por su condición de notas discordantes en las sociedades gentiles. La risa les ayudaba a mantener su cultura.
El humor ha inspirado una bibliografía inabarcable que no para de crecer (uno de sus últimos hitos es el tratado Humor, del pensador marxista Terry Eagleton) y casi siempre acaba en callejones argumentales sin salida: cuanto más se explica el chiste, menos se entiende. Eso quizá se deba a que lo analizamos como una manifestación cultural particular, como si el humorismo fuera una disciplina artística y no un rasgo que permea toda la comunicación humana, de la más simple a la más refinada. Estudiamos a los humoristas como una especie aparte de los actores, los escritores o los cantantes, cuando tal vez solo sublimen una forma humanísima de existir.
El humor está en todas partes y en todas las épocas. Por supuesto, la risa depende del contexto. Ya no nos hacen gracia los chistes de los romanos (ni los de Arévalo), y quien se ríe con un monólogo de Sarah Silverman seguramente no soporte uno de la estrella andaluza Comandante Lara, pero los mecanismos de la carcajada son universales, ninguna cultura puede patrimonializarlos. Y, sin embargo, no hay una región, etnia o barrio que no presuma de la calidad específica de su humor. Que los judeoamericanos se identifiquen a sí mismos como gente con humor significa que creen que los gentiles son agelastas, incapacitados para la risa. Todas las tribus reprochan a la tribu vecina que sea aburrida (y, por tanto, estúpida, pues el humor es el signo más evidente e indiscutible de inteligencia).
No solo hemos creado denominaciones de origen para el humor, como si fuera vino, sino que lo hemos categorizado y profesionalizado tanto que nos cuesta disfrutarlo allí donde no se lo espera. Lo percibimos como algo propio de ciertos contextos, no como un rasgo ubicuo de la comunicación humana. La alta cultura ocupa hoy el lugar litúrgico de la religión. Ir al teatro es para mucha gente algo tan sagrado como ir a misa, y nadie va a misa a reírse. No importa lo grueso y procaz que sea lo que ocurre en el escenario: si nadie lo ha rotulado como comedia (es decir, si la autoridad no da permiso para reírse), hay que mantener la compostura. Y eso, visto con la distancia de Ginzburg, es muy divertido: ese público que se esfuerza por mantener el gesto grave para no desentonar, como Gregor Samsa o Josef K., se hacen los dignos ante los absurdos que les suceden.
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