Hay que echar el freno de emergencia. La crisis climática es mucho más grave de lo pensado

Las generaciones futuras se asombrarán de que supiéramos lo que estaba sucediendo y no solucionásemos el problema

Una vista aérea de La Viñuela, en Málaga, el pasado 22 de marzo.JORGE GUERRERO (AFP / Getty Images)

La sequía es el antepenúltimo eslabón de la cadena; a continuación van los alimentos (carestía y escasez) y, finalmente, las migraciones causadas por ello. De forma paralela se inicia otra cadena, directamente política, consistente en el rechazo a esos millones de personas desplazadas por razones de supervivencia, su regularización y las tensiones ...

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La sequía es el antepenúltimo eslabón de la cadena; a continuación van los alimentos (carestía y escasez) y, finalmente, las migraciones causadas por ello. De forma paralela se inicia otra cadena, directamente política, consistente en el rechazo a esos millones de personas desplazadas por razones de supervivencia, su regularización y las tensiones que surgen en las sociedades receptoras. La emergencia ecológica que ya está teniendo lugar a nuestro alrededor es mucho más grave de lo que solemos pensar.

No se trata solo de dos o tres problemas aislados, algo que podría solucionarse interviniendo sobre algún aspecto concreto aquí y allá, mientras todo lo demás sigue igual. Lo que está ocurriendo es el colapso de múltiples sistemas interrelacionados, de los que dependen los seres humanos. Hay que echar el freno de emergencia. Se tiende a pensar que el cambio climático tiene que ver ante todo con la temperatura, pero es mucho más que eso. A muchos ciudadanos no les preocupa especialmente ya que la experiencia cotidiana de la temperatura es que unos cuantos grados, de más o de menos, son molestos aunque soportables. Pero la temperatura no es más que el principio, el hilito de lana que se ha salido del jersey.

Estas situaciones son desarrolladas por el antropólogo económico Jason Hickel en su libro Menos es más (Capitán Swing). Los datos sobre el cambio climático contienen, según este autor, un doble mensaje: una llamada de atención que insta a despertar de inmediato, y al tiempo dan a entender que el trauma todavía no ha llegado del todo, que aún hay tiempo para evitar la catástrofe. Y esto es lo que los hace tan seductores, tan tranquilizadores, y el motivo por el que una mayoría permanece estática ante la hecatombe y por el que ansía, paralizada, que sigan llegando más y más cifras. El peligro es justo ese: que, para actuar, se espera a que los datos se vuelvan más concluyentes, más extremos. Cuando aterrice ese momento, las instituciones multilaterales, los gobiernos y los ciudadanos se pondrán a tomar medidas. Pero el dato definitivo nunca va a ser lo bastante convincente.

Llegará un momento en que las generaciones más próximas volverán la vista atrás y se asombrarán de que supiéramos exactamente lo que estaba sucediendo y aun así no solucionásemos el problema. La historia del último medio siglo está marcada por la escasa eficacia contra la emergencia climática que, entre otros problemas, genera la sequía actual. El consenso científico sobre el cambio climático debido a la acción del hombre empezó a tomar cuerpo a mediados de los años setenta del siglo pasado: la primera cumbre internacional sobre el clima se celebró en 1979. Desde el año 1995 se vienen convocando reuniones globales sobre el clima con el objeto de negociar planes de reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero. Kioto, Copenhague, París, suponen hitos en los cuales se amplía el marco de las Naciones Unidas, y sin embargo no hay avances suficientes sobre la interrupción del colapso ecológico.

Hickel entiende que ello es así no sólo por la acción de las grandes empresas contaminantes y el poder que ejercen sobre el sistema político, sino que es el propio sistema económico el que ha acabado dominando prácticamente todo el planeta. El capitalismo se ha organizado en torno al imperativo del crecimiento constante; unos niveles cada vez mayores de producción y de consumo. Como decía el historiador americano Murray Brookchin, intentar “persuadir” al capitalismo de que limite el crecimiento es como intentar “persuadir” a un ser humano de que deje de respirar. Así surge el crecentismo, en el que el crecimiento está tan integrado en la economía y en la política que el sistema no puede sobrevivir sin él. El decrecimiento no consiste en reducir el PIB, ya que ello lleva normalmente a recesiones y pobreza, sino en producir con menos recursos y eliminar el trabajo innecesario sin disminuir el bienestar.

Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo.

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