Honores y horrores
La puerta de los horrores es lo que atisban en el horizonte los jóvenes en las sociedades occidentales
Decía Baltasar Gracián en su novela El Criticón que el palacio de Vejecia tiene dos puertas: la de los honores y la de los horrores. Vejecia es un símbolo de la vejez y Gracián, pesimista hasta el retorcimiento (es decir, sensatamente realista), admitía que el tramo final de la vida contiene miseria en abundancia: “La olla desazonada, la cama dura y mal pareja, la mesa mal compuesta, la casa mal barrida, todo sucio y todo mal. De modo ...
Decía Baltasar Gracián en su novela El Criticón que el palacio de Vejecia tiene dos puertas: la de los honores y la de los horrores. Vejecia es un símbolo de la vejez y Gracián, pesimista hasta el retorcimiento (es decir, sensatamente realista), admitía que el tramo final de la vida contiene miseria en abundancia: “La olla desazonada, la cama dura y mal pareja, la mesa mal compuesta, la casa mal barrida, todo sucio y todo mal. De modo que ya un hombre oye mal, come peor, ni viste, ni duerme ni puede vivir. Y si se queja dicen que está viejo, lleno de manía y caduquez”.
Pero no todo el mundo accede a Vejecia por la puerta de los horrores. Al jesuita aragonés le parecía que unos pocos, por su vida virtuosa, merecen entrar por la puerta de los honores, que no evita la decrepitud pero proporciona “reposo, prudencia, entereza”. Quizá hablaba por él, que escribía El Criticón con casi 50 años a cuestas, una edad considerable en el siglo XVII.
En cualquier caso, la puerta de los honores está hoy abierta para más gente que nunca: quien recibe una pensión decente, mantiene la cabeza clara y no sufre dolores agudos puede dar paseos más o menos agradables por el palacio de Vejecia.
Por supuesto, la mayoría de las personas siguen condenadas a la puerta de los horrores. No hace falta recordar lo que ocurrió en las residencias de ancianos durante la pandemia, porque eso no se olvida. Ni la soledad de tantos, ni las estrecheces. Como resumía Gracián, el gran resumidor, “todo sucio y todo mal”.
Quizá aún peor que cruzar el umbral siniestro ahora sea verlo a lo lejos, al final del camino. Y me parece que eso, la puerta de los horrores, es lo que atisban en el horizonte los jóvenes en las sociedades occidentales.
Las generaciones más recientes, supuestamente privilegiadas, supuestamente sobreprotegidas, no tienen ante sí otra cosa que incertidumbre (climática, laboral, afectiva), precariedad (gastamos mucho en los ancianos y muy poco en ellos, los grandes perjudicados en el reparto de la renta), angustias virtuales (nacieron con las redes sociales incorporadas) y una sociedad resquebrajada por el individualismo y el turbocapitalismo.
Si los adolescentes se suicidan (en torno a 60 al año en España), se autolesionan o sufren trastornos psicológicos y alimentarios no creo que sea por una súbita catástrofe genética colectiva. Tampoco creo que resulte casual el factor económico: según Save the Children, los pensamientos suicidas son cuatro veces más frecuentes en los adolescentes pobres que en los ricos.
Me parece que las causas profundas, sin embargo, radican en las emociones, porque la educación afectiva y el desarrollo de la empatía dependen hoy en gran medida de las venenosas redes sociales, y de la perspectiva vital: si nosotros, los adultos y los decrépitos, pensamos que su vida va a ser peor que la nuestra, ¿cómo no van a pensarlo ellos?
Creamos una sociedad cuya principal deidad venía siendo eso tan difuso que llamamos progreso; ahora les dejamos en herencia el vacío. Y encima los acusamos de fragilidad.
Apúntate aquí a la newsletter semanal de Ideas.