¡Que no venga el FMI!
España 1982: cuando se ha de hacer lo contrario de lo que se ha estado predicando
Desde poco antes de las elecciones de octubre de 1982 lo había comenzado a decir Felipe González a todo aquel que quisiera escuchar: nuestro objetivo principal es que no intervenga en España el Fondo Monetario Internacional (FMI), algo verdaderamente excepcional en Europa; sería una humillación. Por intenciones como esa, parte de la prensa internacional recibió a los socialistas cuando llegaron a La Moncloa con mayoría absoluta tildándolos de “jóvenes nacionalistas”.
En aquellos m...
Desde poco antes de las elecciones de octubre de 1982 lo había comenzado a decir Felipe González a todo aquel que quisiera escuchar: nuestro objetivo principal es que no intervenga en España el Fondo Monetario Internacional (FMI), algo verdaderamente excepcional en Europa; sería una humillación. Por intenciones como esa, parte de la prensa internacional recibió a los socialistas cuando llegaron a La Moncloa con mayoría absoluta tildándolos de “jóvenes nacionalistas”.
En aquellos momentos la situación económica era mala o muy mala: inflación del 14%, tasa de paro del 17%, déficit público superior al 5% y, sobre todo, una fuerte hemorragia de divisas: los “patriotas” se llevaban el dinero a Suiza y otros paraísos, unos convencidos de la ineficacia de un partido que no tocaba poder desde la II República, y los más, creyentes de que los iban a nacionalizar o cualquier otra fórmula de expropiación. Hasta septiembre de 1982, las reservas habían disminuido un 17% y en el propio mes de las elecciones, octubre, se habían perdido otros 1.323 millones de dólares, lo que mantenía en vilo a los que iban a gobernar. En aquel momento no existían ni el Banco Central Europeo ni euro para ejercer de muletas. El Banco de España resumió así los rasgos básicos del año: inmenso incremento del déficit, aumento mucho más rápido de los gastos que de los ingresos, importante variación en la composición de los gastos a favor de los corrientes a costa de los del capital, y aumento del peso de los impuestos indirectos respecto a los directos en los ingresos impositivos.
Todo reclamaba un plan de ajuste que, finalmente, es un mecanismo administrativo para intervenir la economía. Pero había un problema: ello parecía incompatible con la pulsión que se había expresado en la campaña electoral y con la letra del programa con el que se habían ganado las elecciones, titulado Por el cambio. En aquel programa, por ejemplo, el objetivo prioritario era la creación de empleo (y un plan de ajuste aumentaría el desempleo a corto plazo) y se centraba en aspectos tales como la inversión pública, la planificación, el papel de la empresa pública en la reactivación o la participación de los trabajadores en la empresa privada. Apenas dos días antes de la celebración de las elecciones se celebró en la campa de la Universidad Complutense de Madrid (hoy ocupada por el jardín botánico) el más gigantesco mitin de la democracia en España: centenares de miles de personas pidiendo a los socialistas las transformaciones, el fin de sacrificios y aunando sus gritos a través de la poderosa consigna “¡OTAN no, bases fuera!”, acompañados, entre otros, por Luis Eduardo Aute, Georges Moustaki y Miguel Ríos.
Se tenía que hacer justo lo contrario de lo que se había predicado. Los ministros del ramo y el propio Felipe González utilizaron desde el principio un lenguaje económico que se aproximaba mucho más a las recetas del FMI o de la OCDE que al del programa del partido. El sábado 5 de diciembre de 1982, Miguel Boyer, zar de la economía española (ministro de Economía, Hacienda y Comercio, aunque no ha conseguido que Felipe González le haga vicepresidente como a Alfonso Guerra, lo que finalmente lo llevará a la dimisión dos años después), dio una multitudinaria conferencia de prensa donde empezó a desgranar la senda que esperaba a los ciudadanos con el primer Gobierno socialista químicamente puro de la historia de España: devaluación de la peseta casi un 8% respecto al dólar; subida de los impuestos para desacelerar la demanda y frenar el crecimiento del déficit, fuerte subida de los tipos de interés; aumento del precio de los combustibles y carburantes y, en consecuencia, de la energía eléctrica; orientaciones sobre las elevaciones de los salarios por debajo de la inflación, etcétera. Todavía no se atisbaba en sus palabras la reconversión industrial casi inmediata, que redujo las plantillas en casi 83.000 personas.
Los politólogos de hoy tienen en ello un buen laboratorio para consolidar lo que han aprendido.
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