Clarence Thomas, el juez que abandera la reacción conservadora en EE UU
El magistrado más veterano del Supremo aboga por revocar otros derechos como el matrimonio homosexual. Su mujer apoyó el intento de golpe electoral de Trump
Nieto de esclavos, exalcohólico nada anónimo y sacerdote frustrado. La personalidad de Clarence Thomas (74 años), juez del Tribunal Supremo, depara sorpresas a medida que se escarba en la historia de su vida, una sazonada mezcla de coherencia y paradojas. Adalid de la derogación del aborto y devoto cruzado conservador, se vio en la picota por un ruidoso caso de acoso sexual que casi le priva del puesto vitalicio del Supremo (pero sucedió en 1991, mucho antes del #MeToo, y salió indemne). Ajeno en teoría a la melé...
Nieto de esclavos, exalcohólico nada anónimo y sacerdote frustrado. La personalidad de Clarence Thomas (74 años), juez del Tribunal Supremo, depara sorpresas a medida que se escarba en la historia de su vida, una sazonada mezcla de coherencia y paradojas. Adalid de la derogación del aborto y devoto cruzado conservador, se vio en la picota por un ruidoso caso de acoso sexual que casi le priva del puesto vitalicio del Supremo (pero sucedió en 1991, mucho antes del #MeToo, y salió indemne). Ajeno en teoría a la melé política, es también el marido de Virginia Thomas, Ginni, cuya implicación en casos de alto voltaje —el intento de golpe de Estado trumpista y la campaña contra el aborto— compromete su independencia a ojos vistas.
Un millón largo de firmas suscriben estos días una petición popular en el portal MoveOn para recusarle como miembro del Supremo. Su apoyo a la derogación de la doctrina Roe contra Wade; su intención manifiesta, en un voto particular, de menoscabar otros derechos, como el matrimonio homosexual, y su disenso cuando la Corte ordenó a Donald Trump que entregara documentos secretos —sobre el caso que salpica a su esposa— le han convertido en blanco de las críticas. El Supremo marca la agenda política y multiplica la exposición de los jueces, pero Thomas se lleva todos los flashes.
Conocido por sus prolongados silencios en las deliberaciones, estoico y más conservador incluso que el originalista Antonin Scalia, Thomas no tuvo una niñez fácil, tras abandonar su padre el hogar cuando él tenía dos años. Su abuelo materno le inculcó los valores de la disciplina y el esfuerzo que han sido los mimbres de su carrera. De su determinación dio señales cuando a los 16 años logró entrar en un seminario, el primer estudiante negro admitido. Pero la tibieza de la Iglesia católica para con los derechos civiles enfrió su vocación de sacerdote y, poco después del asesinato de Martin Luther King en 1968, abandonó la idea.
A principios de los setenta se matriculó en Derecho en Yale gracias a un programa de admisión de alumnos de color en una universidad típicamente blanca. No por ello asumió la discriminación afirmativa como algo positivo; al contrario, desde el principio de su carrera aborreció la posibilidad de que sus colegas blancos creyesen que su promoción se debía a la cuota racial y no a su esfuerzo y sus méritos. En los ochenta, de la mano del presidente Ronald Reagan, desembarcó en la Administración como subsecretario de Educación y, luego, como responsable de una importante comisión en Trabajo. Por entonces acarreaba la dichosa deuda estudiantil que lastra a los universitarios estadounidenses durante décadas; un pago que su adicción al alcohol amenazaba. Así que un día dejó de beber, de cuajo. El alcohol no ha sido el único de sus vicios, también el consumo fetichista de pornografía, otro hábito que cortó de raíz al dejar la bebida y el episodio de acoso que a punto estuvo de costarle la carrera: el caso Anita Hill.
A los 43 años y con apenas un año de experiencia en el poder judicial, aupado por George Bush padre, Thomas fue nominado al Supremo en 1991. Las sesiones de confirmación en el Senado fueron una pesadilla. Una excolaboradora, la profesora Anita Hill, lo acusó de acoso sexual (ejercido verbalmente). El FBI investigó y emitió un informe no concluyente, por lo que el Senado decidió continuar con el proceso. Pero la denuncia se filtró a la prensa y los grupos feministas exigieron que la Cámara alta investigara más a fondo. Anita Hill fue llamada a declarar, convertida mediáticamente en la mala de la película. Thomas negó todas las acusaciones y las calificó de linchamiento. El Senado le confirmó en octubre de 1991 por el margen más estrecho en un siglo: 52 votos a favor, entre ellos 12 demócratas, y 48 en contra.
Thomas, el segundo juez afroamericano en llegar al Supremo, ha hecho contribuciones importantes a la jurisprudencia, dicen los expertos, pero también le ha impreso ideas conservadoras antes extemporáneas, como el derecho a portar armas bajo la Segunda Enmienda y la desregulación de la financiación de las campañas políticas. Adelgazar el Estado, recortando las atribuciones de las agencias reguladoras, figura entre sus objetivos, además de yugular la sacrosanta libertad de prensa. El 27 de junio escribió que la Corte debería “revisar” el caso señero de la libertad de prensa en el siglo XX, The New York Times contra Sullivan (1964), que blinda a los medios ante querellas de personajes ofendidos.
Thomas ha dicho más de una vez que sus colegas hablan demasiado y que él prefiere que los abogados se expliquen, que los informes ya le dicen todo lo que necesita saber. Mucho más locuaz ha resultado su esposa, Ginni, que maniobró para anular el resultado de las elecciones de 2020 gracias a su amistad con el ex jefe de gabinete de Trump, Mark Meadows, convencida de que la victoria de Joe Biden fue “el mayor robo” electoral de la historia. Su activismo contra el aborto también la ha colocado en primera línea de la ofensiva ultra. A raíz de su indisimulada intervención, los demócratas más progresistas han pedido la revocación del juez, igual que los estudiantes de la Universidad George Washington, de la que es profesor. La derogación del aborto y su tormenta política han desviado el foco del escrutinio de la pareja, pero quién sabe por cuánto tiempo.
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