Jóvenes trans, en el centro de una guerra cultural

Cada vez más jóvenes llegan a las unidades de identidad de género en busca de un cambio de sexo. ¿Cómo afrontamos esta cuestión tan delicada sin que quede contaminada por cuestiones ideológicas?

Dos mujeres durante una manifestación del colectivo trans, en Madrid, el 28 de junio de 2021.A. Perez Meca (Europa Press via Getty Images)

En poco tiempo se ha pasado de considerar la transexualidad un trastorno que hay que frenar o revertir con terapias de conversión, a la idea, compartida por muchos padres y profesionales, de que hay que facilitar el cambio corporal a demanda lo antes posible para evitar el sufrimiento y las consecuencias sociales del desajuste. Se estima que, ...

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En poco tiempo se ha pasado de considerar la transexualidad un trastorno que hay que frenar o revertir con terapias de conversión, a la idea, compartida por muchos padres y profesionales, de que hay que facilitar el cambio corporal a demanda lo antes posible para evitar el sufrimiento y las consecuencias sociales del desajuste. Se estima que, en los adolescentes con disforia de género mal resuelta, el riesgo de suicidio se duplica y a muchos padres les aterra esa posibilidad. Pero transitar de un sexo a otro nunca es fácil y lleva su tiempo. Cuando alguien emprende ese camino es porque no se encuentra bien en el sexo con el que ha nacido, pero no es seguro que el lugar al que se dirige sea más confortable. Se sabe cuál es el punto de partida, pero no el de llegada. En todo caso, es siempre un trayecto muy personal, a veces doloroso, que en la mayoría de los casos se inicia en ese tiempo de turbulencias que es la adolescencia.

El movimiento LGTBI ha conquistado el derecho a transitar de un sexo a otro sin ser estigmatizado ni etiquetado como enfermo, y eso es un gran avance. Pero algunos tratamientos hormonales se inician antes de la pubertad, lo que plantea la cuestión de cómo debe ser el acompañamiento para minimizar el riesgo de decisiones precipitadas de las que luego se puedan arrepentir. Muchos adolescentes llegan a las unidades de identidad de género cargados de dudas dispuestos a dejarse ayudar, pero otros acuden con la imperiosa necesidad de cambiar su cuerpo al precio que sea. Creen que es la única forma de salir del agujero negro en el que se encuentran. Estos adolescentes tienen que luchar contra el rechazo y el estigma social, pero también contra la enorme presión de una cultura binaria que les exige parecerse lo máximo posible al sexo sentido, lo que puede llevarlos a modificar su cuerpo en busca de un ideal que nunca podrán alcanzar.

Cristina Garaizabal, psicóloga clínica, comenzó a acompañar a jóvenes trans en los años ochenta en Madrid y ahora los asiste en el centro LGTBI del Ayuntamiento de Barcelona: “Cuanto más marcados están los estereotipos sexuales, más malestar hay. Toda la presión se centra en el cuerpo. Se pide una concordancia total entre biología y roles, y se impone un ideal de cuerpo imposible para la mayoría de la gente, mucho más para los adolescentes trans, lo que se convierte en una fuente inagotable de malestar”. Sabel Gabaldón, psiquiatra del Hospital Infantil Sant Joan de Déu de Barcelona, comparte este diagnóstico y añade que algunos colectivos trans contribuyen a esa polarización binaria: “Igual que hay una homonormatividad aceptada, se ha creado una transnormatividad que difunde la idea de que si te sientes mal con tu cuerpo, lo que has de hacer es cambiarlo, sin explorar qué otras opciones hay”.

“Tengo la extraña sensación de que me han robado el cuerpo. De hecho, siento que nos lo han arrebatado a todas las personas trans en general”. Así comenzaba Miquel Missé, sociólogo y activista trans, un libro pionero que cuestionaba esa transnormatividad y que se ha convertido en un texto de referencia. Había escrito y militado en contra de la patologización de la transexualidad y en 2018 sintió la necesidad de compartir esa reflexión: quería recuperar el cuerpo que tanto había odiado. Lo tituló A la ‘conquista’ del cuerpo equivocado, haciendo énfasis crítico en este último concepto, porque considera que nadie nace en un cuerpo equivocado. Planteaba que el error no está en la persona, sino en un relato de la transexualidad según el cual el origen del malestar reside en el cuerpo y la solución es transformarlo. Ese enfoque le había robado, a él y a muchos más, la posibilidad de vivir su cuerpo de otra manera, de quererlo, de aceptarlo. El problema, para Missé, no es la chica con pene o el chico que sangra, sino una cultura binaria que te obliga a mutilar o cambiar tu cuerpo para poder ser deseable para los demás.

“Escribí el libro porque veía que había cosas problemáticas y un gran silencio sobre ellas. Ahora creo que sigue habiendo cosas problemáticas, pero un gran ruido sobre ellas”. Su libro ha ayudado a centrar y clarificar el proceso, pero le disgusta que la idea sea utilizada ahora por quienes no aceptan la autodeterminación de género o por quienes militan en la transfobia. “Hay un señalamiento de la experiencia trans como problemática, y el ruido que se está generando no ayuda a los niños y jóvenes con disforia de género”, lamenta.

El ruido tiene que ver sobre todo con los tratamientos, que en el caso de los niños y adolescentes son fundamentalmente psicológicos y hormonales. Pueden empezar antes de la pubertad y tienen un fuerte impacto sobre el aspecto físico, aunque en general son reversibles. Los tratamientos quirúrgicos de reasignación de sexo, en cambio, difícilmente lo son porque implican cirugías mayores como la vaginoplastia, en la que se extrae el pene y se construye una vagina funcional, o la faloplastia, en la que se crea un pene con tejidos de otras partes del cuerpo. La dificultad radica en que se inician en un periodo de inmadurez y muchas veces en personas que pueden tener otros factores de malestar que se confundan con los de género.

En todo caso, es un fenómeno que va a más, lo que supone un reto social importante. Entre 2016 y 2020 la unidad de Sant Joan de Déu atendía entre 30 y 40 nuevos casos cada año. En 2021 fueron ya más de 100. Algunos llegan desde la unidad de psiquiatría del hospital, tras una crisis de angustia o un intento de suicidio. Parecidos incrementos se han observado en toda la red de unidades de identidad de género que se ha desplegado por toda España desde que el Hospital Carlos Haya de Málaga abrió un servicio pionero en 1999, al que siguió el Hospital Clínico de Barcelona en 2006 y la unidad fundada en 2007 por Antonio Becerra en el Hospital Ramón y Cajal, que ahora es el centro de referencia para la Comunidad de Madrid. Becerra, ya jubilado, explicaba a este diario que han pasado de 100 nuevos casos en 2017 a más de 600 en 2019. En Cataluña, la atención sobre identidad de género se encomendó en 2017 a Trànsit, una organización surgida en el seno del propio Servicio Catalán de la Salud, que coordina Rosa Almirall. Esta red ha atendido desde 2012 a más de 5.000 personas entre adolescentes y adultos, y cada semana recibe unos 20 nuevos casos.

La pregunta que todos se hacen es a qué se debe este súbito incremento que está llevando a la saturación de los equipos. Desde medios conservadores se abona la idea de que obedece a una moda alentada por la cultura queer, un planteamiento que Rosa Almirall rechaza de plano. “No hay ninguna manera de convertir a alguien en una persona trans. Cuando surge la necesidad de otra identidad es porque la asignada al nacer está en cuestión. La policía de género actúa más bien para ahogar este cuestionamiento. Nadie les ha comido el cerebro a los padres que vienen con sus hijos. Como profesionales de la salud, nuestra misión es escuchar y acompañar. ¿De verdad piensan que asumimos acompañar a toda esta gente por una actitud militante? Es el resultado lógico de una mayor flexibilidad en la orientación sexual. Se han roto las barreras de la normatividad heterosexual y por eso surgen diferentes identidades y diferentes expresiones de género”.

La mayor libertad y apertura social permite que ahora se expresen de forma abierta las dificultades o las vivencias que los adolescentes tienen con su género, a las que muchas veces se superponen otros sufrimientos personales. Los adolescentes se hacen ahora preguntas que las generaciones anteriores no se hacían y están más dispuestos a transgredir las normas del género. El resultado es una mayor diversidad sexual y más padres que educan a los niños sin una vigilancia tan estricta de los roles.

Keira Bell habla con los periodistas fuera de los tribunales en Londres, el 1 de diciembre de 2020. FACUNDO ARRIZABALAGA (EFE)

Ante el aumento de niños y jóvenes que inician una transición, el fantasma del arrepentimiento ha irrumpido en muchos países como un temor, pero también como arma arrojadiza de la guerra cultural en torno al feminismo, la cultura queer y la transexualidad. Una manifestación de esa tensión fue el boicoteo protagonizado en Barcelona por unas decenas de activistas que trató de impedir la presentación del libro Nadie nace en un cuerpo equivocado, de José Errasti y Marino Pérez, por considerarlo tránsfobo. Los autores critican la influencia de las teorías queer en la construcción de la identidad de género de muchos jóvenes. En la línea de este libro, la asociación Amanda (Agrupación de Madres de Adolescentes y Niñas con Disforia Acelerada) sostiene que el aumento de casos de disforia de género de inicio rápido, sobre todo entre las chicas, se debe a un fenómeno de “contagio social” que hay que frenar. Estas madres se oponen con vehemencia a la aprobación de la ley trans que contempla la autodeterminación de género y a que puedan iniciarse tratamientos a partir de la petición de los adolescentes.

La conflictividad comienza a aflorar: la unidad de identidad de género del Hospital Ramón y Cajal ha sido denunciada por Rosario T., que no está de acuerdo con que su hija de 16 años, que quiere ser chico, reciba tratamiento hormonal. Considera que antes debe descartarse que su malestar se deba a una patología mental dado que ha sufrido depresión, bullying y un intento de suicidio. El problema es determinar si esas tres condiciones, que se dan con mucha frecuencia en jóvenes con disforia de género, son causa o consecuencia.

En España, la ley de Autonomía del Paciente de 2002 establece la mayoría de edad para tomar decisiones sobre salud, salvo algunas excepciones, a partir de los 16 años, pero la mayoría de las unidades de identidad de género consideran imprescindible la complicidad de los padres. El protocolo que aplica Trànsit, por ejemplo, exige que entre los 16 y los 18 años se involucre al menos a uno de los progenitores en el inicio del tratamiento y, a partir de los 18, lo considera recomendable.

Las transiciones de género nunca son un camino lineal. A los profesionales que las acompañan no les gusta hablar de arrepentimiento para referirse a los cambios que se producen en el proceso, y menos aún verlos como un fracaso. Creen que transitar es una experiencia, una búsqueda, en la que se puede ir y venir. “Nunca se vuelve al lugar del que se ha partido”, apunta Cristina Garaizabal. “El problema aparece si has tomado decisiones irreversibles para alcanzar el género que creías desear y luego resulta que no lo era”, sostiene.

Los casos conocidos de arrepentimiento son muy pocos, pero han generado mucha controversia. Uno de los más sonoros ha sido el de Keira Bell, que llevó a los tribunales al servicio de la sanidad pública británica en el que fue tratada por no haberla informado bien y “no haber cuestionado más su decisión de transitar”. Keira recibió bloqueadores de la pubertad y tratamiento hormonal cruzado a partir de los 16 años. A los 20 se sometió a una doble mastectomía, pero luego se arrepintió y ahora vive como mujer. En una primera sentencia el Tribunal Superior le dio la razón y no solo apreció defectos en el consentimiento informado, sino que puso en cuestión que los menores de 16 años tuvieran madurez suficiente para consentir. El pasado mes de septiembre el Tribunal de Apelaciones anuló, sin embargo, la sentencia. Consideró que el tribunal se había extralimitado, lo que había puesto “a los pacientes, padres y médicos en una posición muy difícil”, y dejó claro que “corresponde a los médicos y no a un tribunal decidir sobre la competencia de un menor para consentir”. Pero las consecuencias del caso habían traspasado ya fronteras.

En realidad, apenas hay datos sobre cuántas detransiciones se producen. Un estudio longitudinal realizado en Suecia estableció que de 767 personas trans analizadas, solo el 2% expresó arrepentimiento después de la cirugía de afirmación de género. Otros estudios en Gran Bretaña y Países Bajos han encontrado tasas del 0,47% y el 1,9%, respectivamente. “En nuestro caso, nos movemos en unos márgenes muy seguros”, afirma Marcela Mezzatesta, psiquiatra de la unidad de identidad de género del Hospital Infantil Sant Joan de Déu de Barcelona. De los 286 menores atendidos desde que se creó la unidad en 2016, solo ha habido tres detransiciones, y dos de ellas no implicaban un cambio de opinión sobre el género: un chico decidió dejar de hormonarse porque ya había conseguido los cambios que pretendía y no quería medicarse toda la vida; y otra chica dejó el tratamiento hormonal para que le creciera el pene con la intención de someterse a una vaginoplastia cuando fuera adulta”.

A raíz del caso Bell, el National Health Service [servicio nacional de salud], del Reino Unido, encargó en otoño de 2020 a Hilary Cass, expresidenta del Royal College of Paediatrics and Child Health, una revisión independiente de la atención que prestan las unidades de disforia de género del servicio público de salud, asignadas a la Tavistock and Portman NHS Foundation Trust. El informe preliminar lamenta “la falta de recopilación de datos rutinaria y consistente” sobre la evolución de los casos; critica que estas unidades tomen la identidad de género expresada por el niño o el adolescente como el punto de partida para iniciar los tratamientos hormonales y recuerda que la construcción de la identidad de género es un proceso que puede sufrir cambios hasta bien entrada la veintena. La conclusión es que el modelo de atención basado en un “enfoque afirmativo” deja poco espacio para explorar otras condiciones propias de la neurodiversidad.

El secretario de Salud británico, Sajid Javid, acaba de anunciar que concederá nuevos poderes a la comisión que preside la doctora Cass para que pueda revisar la evolución de los niños tratados. Algunos profesionales sanitarios dicen haberse sentido presionados “para adoptar un enfoque afirmativo incondicional”, mientras otros consideran que se está creando un alarmismo interesado en torno a los tratamientos por razones ideológicas. Lui Asquith, portavoz de Mermaids, una organización de apoyo a jóvenes trans, ha terciado en la polémica recordando que el enfoque afirmativo, que respeta el deseo del joven, no está reñido con una buena exploración psicológica sin expectativas previas.

Para Miquel Missé, el sociólogo autor de A la ‘conquista’ del cuerpo equivocado, los modelos afirmativos son una respuesta pendular al rígido planteamiento anterior, que exigía exámenes psiquiátricos y justificación médica para ser reconocido como transexual. “Me pasé cinco años en el Hospital Clínico de Barcelona respondiendo a preguntas como si me gusta el rugby o las muñecas. De los duros exámenes médicos se ha pasado en algunos casos al otro extremo: basta que una persona diga que es trans para iniciar el tratamiento, sin preguntar nada más, lo que plantea problemas, claro. Pero la caricatura que se hace a veces es poco honesta. Si un adolescente pide una transición de género es porque tiene malestar, y lo que hemos de hacer es averiguar la causa y acompañarle partiendo de la base de que lo que quiere es vivir mejor”.

El incremento de transiciones de género está provocando una reacción en toda Europa y Estados Unidos en contra de las políticas afirmativas de identidad de género, de modo que muchos profesionales se mueven ahora entre el miedo a ser tachados de tránsfobos por los colectivos LGTBI si ponen trabas a un tratamiento, y la beligerancia de las familias y organizaciones que rechazan la diversidad de género. Y el péndulo comienza a desplazarse hacia el lado opuesto.

El Hospital Karolinska de Estocolmo comunicó el 12 de mayo que abandonaba, como el resto de servicios, el planteamiento afirmativo después de que la Junta Nacional de Salud y Bienestar, el organismo que evalúa las prestaciones sanitarias en Suecia, publicara nuevas recomendaciones al respecto. La agencia había constatado un “aumento considerable” del número de jóvenes que busca atención para la disforia de género, especialmente entre los 13 y los 17 años y entre las personas de sexo femenino al nacer: “Se han dado diversas explicaciones, pero lo cierto que no hemos podido aclarar cuál es la causa”, precisó Thomas Lindén, portavoz de la Junta, al dar cuenta de su decisión.

Las familias tenemos poco que decir, salvo resetear creencias y acompañar en la incertidumbre
Carmen Sánchez, impulsora del grupo Trans Familias

A raíz del caso Bell en el Reino Unido, la Junta Nacional sueca había encargado un análisis de los estudios publicados sobre la eficacia y seguridad de los tratamientos hormonales y la conclusión había sido demoledora: “No es posible sacar conclusiones firmes basadas en evidencia científica”. En cuanto a los arrepentimientos, la Junta precisa que tampoco es posible “determinar la frecuencia con la que las personas que se someten a tratamiento cambian de opinión, lo interrumpen o se arrepienten”. La conclusión final es: “Los riesgos de la terapia hormonal de bloqueo de la pubertad y de afirmación de género en menores de 18 años superan actualmente el posible beneficio para el grupo en su conjunto”, por lo que recomienda abandonar la política de administración indiscriminada y reservar estas terapias solo para casos excepcionales.

La medida ha provocado desolación en los colectivos trans, que apelan a las directrices de la Asociación de Profesionales de Salud Transgénero. Estos profesionales consideran que poner barreras al acceso de los adolescentes con disforia de género a los bloqueadores de la pubertad puede provocar “daños duraderos a su salud”.

En Estados Unidos, cuatro Estados gobernados por los republicanos (Alabama, Arkansas, Texas y Arizona) han aprobado cambios normativos para restringir el acceso de jóvenes trans a las terapias de afirmación de género, en abierta oposición a la política federal del presidente, Joe Biden, favorable a eliminar barreras y facilitar el acceso a los tratamientos. De momento el Gobierno federal ha conseguido bloquear temporalmente algunas de estas reformas, pero hay otros 15 Estados que están considerando o tramitando leyes similares.

Colocar a los jóvenes trans en el centro de la guerra cultural solo puede tener consecuencias negativas. Al margen de cómo evolucione la evidencia científica sobre los tratamientos, lo fundamental, en opinión de Cristina Garaizabal, es que los adolescentes con disforia de género dispongan de tiempo y de espacios para experimentar y reflexionar sobre sus malestares; que puedan reconciliarse con su cuerpo, lo cual no implica ni frenar ni disuadir, sino mostrar que hay más posibilidades que la dicotomía hombre-mujer. En cuanto a los más pequeños, cree que se han de validar sus preferencias y dejarles que tengan la expresión de género que deseen, pero no es partidaria de catalogarlos de entrada como niños trans “si eso comporta una hoja de ruta con bloqueadores y tratamientos hormonales para que tengan un buen passing”.

Ni frenar ni alentar. Esta es también la filosofía con la que trabaja el equipo de la unidad de identidad de género del Hospital Sant Joan de Déu de Barcelona. “El que existan detransiciones no debería implicar una limitación en el acceso a derechos y a un buen acompañamiento médico para las personas que lo necesitan”, sostiene Marcela Mezzatesta. Para Agustí Bonifacio, que se ocupa de la parte social, lo fundamental es que los jóvenes puedan pedir ayuda si tienen dudas, y explorar sus preferencias sin dar por supuesto un punto de llegada. El primer objetivo de Paula Molina, la endocrinóloga de la unidad, es asegurarse de que la información de que disponen sea realista y ajustada a las necesidades: “No hay ningún tratamiento farmacológico, y menos una intervención quirúrgica, que esté indicada en todos los casos. El tratamiento hormonal no es imprescindible para hacer una transición”, sostiene. El equipo considera muy importante lograr la participación de las familias, incluso la de aquellas que no entienden el proceso en el que están sus hijos. Es muy frecuente que el adolescente vaya con el pie en el acelerador y los padres con el freno de mano puesto.

Para la mayoría de los padres, la transición es un trago que no saben cómo afrontar. “Una cosa es aceptar y otra comprender”, dice Carmen Sánchez, impulsora del grupo Trans Familias: “Cuando transita la criatura, transita la familia y los padres tienen mucho miedo a fallar”. Necesitan situar a sus hijos en algún mapa reconocible, pero el proceso es sinuoso, unos días hacia adelante, otros hacia atrás. “En realidad, las familias tenemos poco que decir, porque cada persona es dueña de su identidad, salvo resetear muchas de nuestras creencias y acompañar en la incertidumbre. Es una situación compleja porque nos pone en crisis. Pero lo mejor que podemos hacer es dejar espacio, darles aire. Y aceptar que, cuando nuestros hijos emprenden el camino, el lugar al que lleguen tal vez no sea tan maravilloso como ellos creen. Se han de encontrar a sí mismos y el lugar de llegada será aquel en el que se encuentren bien, que puede ser diferente del que imaginaron al empezar”.

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