Tras las noticias falsas, el pasado falso

La idea de la historia como oportunidad para aprender de los errores y aciertos de nuestros antepasados está saltando por los aires

Tropas rebeldes de la Falange tras la victoria durante la Guerra Civil española.Bettmann (Bettmann Archive)

Un rasgo consustancial de las derechas, me da por pensar últimamente, es su mala relación con la idea de verdad, sea cual sea el momento del tiempo al que se refiera. Así, empezando por la derecha que tengo más cerca: Artur Mas, durante su mandato al frente de la Generalitat, se dedicó a anunciar profusamente unas presuntas buenas nuevas referidas a la independencia de Cataluña (recibimiento entusiasta del nuevo Estado en Europa, conversión de éste en “la Dinamarca del sur”, enorme capacidad de at...

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Un rasgo consustancial de las derechas, me da por pensar últimamente, es su mala relación con la idea de verdad, sea cual sea el momento del tiempo al que se refiera. Así, empezando por la derecha que tengo más cerca: Artur Mas, durante su mandato al frente de la Generalitat, se dedicó a anunciar profusamente unas presuntas buenas nuevas referidas a la independencia de Cataluña (recibimiento entusiasta del nuevo Estado en Europa, conversión de éste en “la Dinamarca del sur”, enorme capacidad de atracción de empresas e inversores…) que enseguida se revelaron rigurosamente falsas. Tanto él como quienes repetían tales anuncios ni reconocieron nunca su palmario error (en el supuesto de que solo hubiera sido eso) ni pidieron perdón, para el caso (mucho más probable) de que mintieran a los ciudadanos catalanes de manera perfectamente consciente. A lo máximo que ha llegado el sucesor de Jordi Pujol ha sido a reconocer, en una entrevista este mes de octubre, que “en algún momento no hubo una dosis suficiente de realismo”.

De cualquier forma, y se diga como se diga, lo que está claro es que se faltó a la verdad. Algunos se escandalizan por ello y por el hecho de que los engañados no se quejen ni reclamen. Pero, a poco que se piense, esta atormentada relación con la verdad, tanto de representantes como de representados, no es muy distinta a la que mantenían los partidarios de Trump con este cuando era presidente. Es conocida la respuesta que daban cuando se debatía no acerca del futuro, sino acerca de lo que estaba ocurriendo en ese mismo presente. Por más que les mostraran, con información contrastada y abundante, las nefastas consecuencias de las políticas del líder republicano, nada les hacía variar sus convencimientos previos, tan inmunes a la refutación como los del terraplanista más ferviente. Su característico “no me lo creo”, ayuno de toda argumentación, cumplía idéntica función de blindaje ante la crítica que la apelación al igualmente inane sentiment que por estas latitudes ha servido para no tener que responder ni que reclamar por nada.

No muy diferente a todo esto es lo que viene haciendo otra derecha, la española, refiriéndose al pasado. Las declaraciones de Pablo Casado en junio (“La Guerra Civil fue un enfrentamiento entre quienes querían la democracia sin ley y quienes querían la ley sin democracia”), que no condenaba por completo a los facciosos y, de paso, endosaba la mayor cuota de responsabilidad al Gobierno legítimo de la República, ha sorprendido —sorprendentemente— a algunos. La sorpresa se prolongó: el líder del PP guardó silencio ante la interpretación del levantamiento franquista que hizo en su presencia, durante unas jornadas de la Fundación Concordia y Libertad en julio, Ignacio Camuñas. El expolítico de Vox usó términos poco menos que de legítima defensa frente a los supuestos desmanes de la República.

En realidad, cualquiera que hubiera pensado un poco en este asunto podía haberlo visto venir. Es más: mucho estaba tardando el pasado en ser objeto de este tipo de ataques, sobre todo habida cuenta de su debilidad. Porque, si cabe aplicar el sostenella y no enmendalla de las propias opiniones a futuros que no se han materializado —o a presentes que están siendo refutados—, juguetear con diversas interpretaciones del pasado es, comparativamente, coser y cantar. Desde esta perspectiva, resultaba casi inevitable que uno de los nuevos escenarios de la batalla ideológica fuera precisamente el tiempo que dejamos atrás.

A ello ha contribuido, en gran medida, el hecho de que los otros dos momentos del tiempo, el futuro y el presente, han ido cayendo como fichas de dominó. Del primero incluso podría afirmarse que en un determinado sentido ha desaparecido. No parece, desde luego, que el combate por diferentes tipos de futuro sea capaz de movilizar ya a la ciudadanía, fatigada hasta la decepción por los reiterados incumplimientos de los programas de máximos de unos y de otros. Pero, por otro lado, no parece que esto haya dado lugar a ninguna reacción presuntamente realista. Ni siquiera la realidad misma es ya un referente inequívoco. Hasta tal punto que no faltan quienes afirman que lo único que de veras importa no es lo que hay, sino lo que uno cree o siente al respecto.

Por supuesto que de la misma manera que en el desvanecimiento de la idea de futuro ha desempeñado un papel fundamental el fracaso de los grandes proyectos de transformación de la sociedad de cualquier signo, y que a la devaluación del presente ha contribuido de manera relevante ese escepticismo banal y generalizado en el que vivimos inmersos, así también han tenido que producirse unas cuantas transformaciones mentales, en absoluto menores, para que el pasado se desactivara en la forma en que lo ha hecho. O, si se prefiere, para que la historia perdiera el carácter moralmente normativo que tradicionalmente se le atribuía. Porque, por más diferencias que pudiera haber entre historiadores, por más disputas que pudieran producirse entre la forma de dar cuenta de un mismo momento por parte de unos y de otros, en última instancia el convencimiento compartido por todos ellos era el de que el pasado constituía fuente de conocimiento, ocasión para aprender de los errores o de los aciertos de nuestros antepasados.

Ese convencimiento compartido ha saltado por los aires, precisamente, al hacerlo la idea de verdad. De tal manera que ninguno de los argumentos que antaño convertían en necesario, por esclarecedor, el viaje al pasado parece conservar ya validez alguna. Porque si lo ocurrido en cuanto tal está en cuestión, si no hay nada parecido a la realidad de los hechos porque estos se desdibujan y, por tanto, no hay forma humana de diferenciar lo verdadero de lo falso (hasta el extremo de que, regresando por un momento a Ignacio Camuñas, los golpistas pueden ser ubicados en un bando u otro a conveniencia del intérprete), ¿qué lecciones cabría extraer de ahí?

Ninguna, en realidad. La referencia al pasado apenas cumple en nuestros días en el debate público otra función que la de proporcionar ilustraciones emotivas para los que comparten una misma visión del mundo, pero en modo alguno la de extraer lecciones, susceptibles de ser compartidas por todos, de lo vivido por quienes nos precedieron. Así las cosas, nada tiene de extraño que la mencionada derecha, que hasta ayer mismo tanto hablaba de mirar hacia el futuro y no hacia el pasado, haya caído en la cuenta de que, sin la exigencia tutelar de verdad, el pasado puede convertirse en un plástico objeto de deseo ideológico y haya decidido lanzarse con entusiasmo a la tarea del revisionismo histórico más desaforado.

Por cierto, si alguien no tenía claro qué podía querer decir ser frívolo en materia de ideas, ahora ya está en condiciones de salir de dudas. Por lo visto, la derecha ha descubierto que lo de los significantes vacíos, presunto hallazgo teórico de una determinada izquierda, también le puede resultar de utilidad a ella. Es más, incluso parece haber descubierto que el mismísimo término “franquismo” puede terminar siendo, a poco que se lo proponga, un significante vacío. De hecho, es a la tarea de vaciarlo de significado a lo que parece consagrada últimamente.

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