Por qué la caída de Kabul supone el mayor revés geopolítico del siglo
El fracaso en Afganistán ha demostrado la irrelevancia de Estados Unidos en la región y evidencia el fracaso de su intento de modelar el mundo a su imagen y semejanza. Mientras, sin apenas moverse, China se cobra una casilla crucial en el tablero geopolítico mundial
Los talibanes tenían razón. Ashraf Ghani presidía un régimen títere, organizado y dirigido por los extranjeros occidentales. Antes parecía propaganda, pero ahora lo han demostrado los hechos, cuando el Ejército afgano se ha deshecho como azucarillo sin ni siquiera combatir y el propio presidente ...
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Los talibanes tenían razón. Ashraf Ghani presidía un régimen títere, organizado y dirigido por los extranjeros occidentales. Antes parecía propaganda, pero ahora lo han demostrado los hechos, cuando el Ejército afgano se ha deshecho como azucarillo sin ni siquiera combatir y el propio presidente ha huido al exilio sin llamar a la resistencia ni ofrecer más alternativa que el reconocimiento resignado de la victoria talibana.
Hay un argumento para tan rápida descomposición de la democracia construida por Estados Unidos y sus aliados durante 20 años. Se trata de “culpar a los afganos por cómo ha terminado todo. Fallaron las fuerzas de seguridad. Falló el Gobierno afgano. Falló el pueblo afgano”. La exsecretaria de Estado Condoleezza Rice ha calificado tal explicación de “corrosiva y profundamente injusta”, pero quien la ha promovido es nada menos que el responsable último de la retirada, el propio presidente Joe Biden, en su alocución el lunes pasado, en la que aseguró que “les dimos (a los afganos) todas las posibilidades para determinar su futuro”.
Esta presidencia ha colapsado a los siete meses de la toma de posesión. A la enorme trascendencia geopolítica del golpe —la derrota de una superpotencia a manos de una paciente y astuta guerrilla fundamentalista de 75.000 hombres— se suman los efectos psicológicos, en la opinión pública estadounidense y en la opinión internacional. Nadie quería ver de nuevo la imagen del último helicóptero que despegaba del techo de la Embajada de Estados Unidos en Saigón ante la entrada victoriosa del Vietcong en la capital sudvietnamita, pero hemos tenido la instantánea del helicóptero en Kabul y sobre todo las imágenes, algunas terribles, de personas que caen a plomo desde los aviones en los que querían huir en el momento en que se elevaban sobre la pista del aeropuerto.
Las estampas del descalabro están ahí. Significan lo que significan: la ignominia inevitable de una derrota. No hay derrotas buenas. Ni guerras que acaben ordenadamente. Tampoco hay victorias en las guerras de ahora, que son asimétricas. Ni guerras buenas y justas, como pretendía ser la que Washington declaró y organizó en Afganistán. Pero detrás de las imágenes está su significado: los errores de los que las emprendieron, en Vietnam y hace 20 años en Afganistán, la incapacidad para evitar la escalada en las hostilidades primero; luego para frenar y terminar lo antes posible, y finalmente el sinsentido, a la vista de todos, de haberlas librado.
Cuatro presidentes ha gastado esta guerra, cada uno con sus propias responsabilidades. El muerto le ha caído al primero que ha decidido terminar de una vez con tal calvario, de forma que —aun pudiendo ser menores sus pecados políticos, en comparación con los anteriores— sobre sus espaldas caerán las críticas más pesadas y crueles. Sí, la terminó, cosa que no hicieron sus antecesores, pero no supo terminarla ordenadamente y nadie se lo perdonará en mucho tiempo, aunque el tiempo pueda terminar dándole la razón.
Así lo ha visto Thomas Friedman, el columnista de The New York Times, que concede menos trascendencia “al día siguiente” que “al día siguiente del día siguiente”. Triunfar en la dificultad de terminar es un mérito estratégico que requiere la larga duración para ser reconocido.
En el tiempo largo, al menos dos antecesores de Biden quedarán peor que él. George W. Bush con toda seguridad: fue el que encendió la región. Tomó el camino de la unilateralidad. Erosionó Naciones Unidas y el orden jurídico internacional. Ensanchó los poderes de guerra presidenciales. Construyó Guantánamo, permitió Abu Ghraib y autorizó la tortura. Arruinó el camino todavía enderezado de Afganistán con el disparate de Irak. Declaró la “guerra global contra el terror” que ahora Bin Laden ha ganado póstumamente al conseguir la retirada de Washington y, lo que es peor, evidenciar su irrelevancia en la región.
Tampoco está mal la aportación alocada de Trump, que remachó de malas maneras la tarea de demolición iniciada por Bush hijo (bajo la mirada horrorizada de Bush padre y de sus asesores, todos ellos concienzudos arquitectos del nuevo orden internacional liberal de la posguerra fría). Trump debilitó las alianzas con los amigos y favoreció a los déspotas, incluso enemigos. A él se debe la “paz por separado” firmada en Doha con los talibanes en febrero de 2020, que a punto estuvo de culminar con una cumbre y una photopportunity con los barbudos en Camp David, todo por la ambición de una segunda victoria presidencial en noviembre.
Obama lo intentó, pero no pudo. Estaba entre sus propósitos cambiar la estrategia al llegar a la presidencia, pero tuvo que enfrentarse con los militares, que pedían incrementar las tropas y lo consiguieron, aunque con el propósito de estabilizar el país y luego empezar a pensar en la salida. “Tras haberme presentado a la presidencia como un candidato antiguerra —escribió Obama en sus memorias—, hasta el momento había enviado más soldados al combate de los que había traído a casa”.
La única oposición al envío de 30.000 soldados adicionales fue la de Joe Biden. Obama declaró terminada la guerra en 2014, para convertir la misión aliada en asesoramiento y entrenamiento de las tropas afganas. Bien pudo etiquetarse como una estrategia de afganización, pero la expresión quedó prohibida porque evocaba la vietnamización de la guerra de Vietnam, cuando Estados Unidos realizó una maniobra similar, acompañada —como Obama en Afganistán— de una intensa actividad aérea. Bombardeos en Vietnam, drones en Afganistán. Al final, el único tanto claro de Obama fue la eliminación física de Bin Laden, ya sin valor militar y con un valor simbólico ahora amortizado con la victoria de los talibanes y el penoso regreso a la casilla de salida.
No es nuevo el fantasma de Vietnam, ahora evocado por muchos y rechazado con ira por la cúpula de la Casa Blanca. Obama ya tuvo que enfrentarse con él, gracias precisamente a su embajador especial para Afganistán y Pakistán, Richard Holbrooke, el artífice de los acuerdos de paz de Dayton (1995) con los que concluyó la guerra de Bosnia. Holbrooke fue autor también de un memorándum dirigido al presidente Johnson, considerado por su biógrafo George Packer como “uno de los mejores análisis escritos sobre Vietnam por parte de un diplomático estadounidense” (Nuestro hombre. Richard Holbrooke y el fin del siglo americano, editorial Debate).
En 1974, Holbrooke comparaba la desastrosa guerra de Vietnam con la campaña de Napoleón en Rusia en 1812. “Hanói utiliza el tiempo como el instrumento que los rusos utilizaban sobre el terreno ante la avanzada de Napoleón sobre Moscú, siempre retirándose, perdiendo todas las batallas, pero creando en cada ocasión las condiciones en las que el enemigo quedaría paralizado”. Sus notas personales de 2009 comparan ahora Afganistán con Vietnam. “Todo es diferente, pero todo es igual. Pienso que debe reconocerse que la victoria militar es imposible y debemos buscar las negociaciones”.
Obama no quería saber nada de aquellas lecciones impartidas por un veterano. “La guerrilla gana la guerra cuando no la pierde”, le señalaba Holbrooke. Y con más precisión: “Fuimos a Afganistán por Al Qaeda y Al Qaeda ya no está allí. Nuestra guerra es contra un enemigo que no significa ninguna amenaza directa a nuestra seguridad, mientras que nuestro enemigo, Al Qaeda, tiene el santuario en territorio de nuestro aliado Pakistán”. La caída de Kabul también es una confirmación pírrica, inútil y póstuma de la razón que asistía a Holbrooke, el diplomático que cerró una época.
También para Europa es toda una época la que parece declinar. Si la derrota de Donald Trump en la elección presidencial de 2020 fue recibida con alivio en la sede de la OTAN en Bruselas, la salida en estampida de las tropas occidentales de Afganistán propina un duro golpe a la credibilidad de Estados Unidos como socio fiable para sus amigos atlánticos. Armin Laschet, el candidato de la CDU a suceder a Angela Merkel, ha calificado estos hechos como “la mayor debacle para la OTAN desde su fundación”.
Además de verse arrastrados por Estados Unidos en una retirada precipitada y catastrófica, los europeos no han sido capaces ni siquiera de plantearse la posibilidad de organizar una alternativa militar (para la que podrían haber bastado entre 3.000 y 4.000 soldados) con la que sostener el régimen democrático de Kabul y evitar las previsibles consecuencias para Europa de la toma del poder por los talibanes, especialmente una nueva oleada de refugiados, el recrudecimiento del terrorismo y la vergüenza de las libertades perdidas, sobre todo por las mujeres.
A 20 años vista de la activación del artículo 5 del Tratado del Atlántico Norte, utilizado por primera vez para acudir en auxilio de Estados Unidos ante los ataques del 11-S, el balance desde Bruselas no puede ser más negativo. La respuesta a la solidaridad europea ha sido la marginación y la unilateralidad en la toma de decisiones, convirtiendo el lema de “juntos dentro y juntos fuera” en un chiste de mal gusto. Este fracaso es un obús contra la solidaridad atlántica en el plano de los hechos, después de que la presidencia de Trump lo lanzara meramente en el plano declarativo con sus amenazas de abandonar la Alianza a menos que los países socios aumentaran su contribución económica.
Sobre el mapamundi geopolítico, es evidente que Rusia y China, aliados cada vez más estrechos —especialmente en Naciones Unidas—, están sustituyendo a Estados Unidos y Europa, especialmente en regiones tan inestables como Afganistán. La guerra global contra el terror de George W. Bush primero, la cautelosa aproximación de Barack Obama y el caos de Donald Trump dibujaron los vacíos de poder ante los ojos ávidos de Moscú y Pekín. Pero el cambio de rasante hacia la construcción de un nuevo orden multipolar (con China como principal protagonista) se ha producido ahora, a los seis meses de la toma de posesión de Biden, el presidente que quedará señalado por su derrota ante los talibanes.
La única, pero fundamental, condición que China estará en disposición de demandar a cambio del apoyo diplomático y económico es la garantía de que Afganistán no se convertirá en el santuario de los uigures musulmanes oprimidos por el régimen comunista en Xinjiang. Este momento geopolítico no quedará definido únicamente por las derivadas económicas y militares, como la segura inclusión de Afganistán en los grandes proyectos de infraestructuras de la Nueva Ruta de la Seda impulsada por Pekín. Todavía más seria es la pérdida de credibilidad de la Casa Blanca y de fiabilidad profesional y capacidad disuasiva tanto de su ejército como de su espionaje. Es un mensaje desalentador para todas las fuerzas y minorías que se resisten a los ímpetus autoritarios en Hong Kong, Tíbet, Xinjiang o Bielorrusia y para los impulsos anexionistas en dirección a Ucrania o Taiwán.
La instalación del régimen talibán es en todo caso una oportunidad para los países vecinos (Rusia, China, Irak, Pakistán e Irán), obligados a intentar un statu quo a su conveniencia mediante la diplomacia y la cooperación económica, en contraste con el modelo de democratización militarizada ensayado por Estados Unidos y la OTAN. Con el prestigio de la democracia occidental por los suelos, también sale reforzado el modelo autoritario propugnado desde Pekín, Moscú o Teherán.
Para Pakistán, la victoria de los talibanes puede ser entendida como propia. Un Afganistán controlado por los amigos talibanes es una garantía de profundidad estratégica en la rivalidad existencial paquistaní con la India. Aporta también energías militantes en la disputa de Karachi con Delhi por Cachemira, la región de mayoría musulmana dividida y en permanente erupción desde la fundación de Pakistán y la India. Garantiza además que la solidaridad entre pastunes paquistaníes y afganos no se convertirá en una movilización nacionalista, sino que se fundamentará en el islam y en la aversión a la ocupación extranjera.
En una visión del mundo centrada en Asia, la caída de Kabul es la culminación de una historia que empezó hace más de un siglo en el estrecho de Tsushima (1905), donde por primera vez una potencia europea fue derrotada por una potencia asiática emergente, en una batalla naval en la que los japoneses casi hundieron la flota rusa entera. Si el desastre de Tsushima anuncia el ascenso irrefrenable del nacionalismo en Asia frente a los poderes imperiales occidentales, la caída de Kabul es un momento culminante del desalojo occidental del continente y la inauguración de un orden regional organizado por los propios asiáticos.
En Afganistán ha fracasado el intento occidental —y especialmente de Estados Unidos— de modelar el mundo a su imagen después de la victoria en la Guerra Fría. El internacionalismo liberal, tan bien representado por Bush y los neocons que promovieron las guerras de Afganistán y de Irak, pretendía extender la democracia a partir de la posición hegemónica de Estados Unidos, también mediante el uso de la fuerza, y naturalmente de unas instituciones internacionales controladas por el hegemón occidental.
La crítica más acerba a la política exterior que ha conducido al actual desastre la ha realizado John J. Mearsheimer, uno de los más conspicuos representantes de la teoría realista de las relaciones internacionales, en su libro The Great Delusion: Liberal Dreams and International Realities (El gran espejismo: sueños liberales y realidades internacionales). En él se propone explicar por qué la política exterior de Estados Unidos de la posguerra fría es tan propensa al fracaso y se interesa especialmente por los reiterados fiascos experimentados en Oriente Próximo.
Mearsheimer señala en su libro, publicado en 2018, que “no hay posibilidad alguna de derrotar a los talibanes para convertir el país en una democracia estable. Lo mejor que se puede hacer es dilatar el plazo para que los talibanes, que ahora controlan el 30% del país, obtengan el control de todo el resto”. “En resumen”, señala el ensayista, “Estados Unidos está destinado a perder Afganistán, a pesar de los esfuerzos militares hercúleos y de haber invertido más dinero en su reconstrucción que el que se destinó al Plan Marshall para toda Europa”.
Según Mearsheimer, el internacionalismo liberal será derrotado por el nacionalismo presente en todos los países pretendidamente redimidos y por las exigencias del realismo y del equilibrio de poder, las únicas doctrinas eficaces en el terreno de las relaciones internacionales, que precisamente ponen en práctica con gran destreza potencias como Rusia o China. Cuando los liberales internacionalistas tienen la hegemonía, tienden a utilizar la fuerza para imponer la democracia sin atender a las enseñanzas de Clausewitz sobre “el reino de las consecuencias imprevisibles” inherente en toda decisión bélica.
Los teóricos del realismo en relaciones exteriores suelen propugnar políticas de moderación y de autocontrol por parte de los gobiernos liberales, exactamente lo que falló en el inicio de la guerra de Afganistán, cuando Washington todavía estaba a tiempo de salir vencedor del envite bélico y de evitar consecuencias incontrolables de la continuación de las hostilidades. El retraimiento en la política interior es, por tanto, el corolario que cabe esperar del fracaso. La agenda nacional de Biden (coronavirus, economía, inmigración, derecho de voto) es lo que ahora importa y le permitirá convalecer de una salida tan desgraciada de Afganistán.
Será una vuelta de tuerca en el desplazamiento del poder hacia Asia con consecuencias especialmente para los aliados: los europeos, pero también los asiáticos, empezando por la India y Japón, los países más expuestos a los movimientos geoestratégicos que protagonizará China en los próximos años. Sin apenas moverse, sentado a la espera de ver pasar el cadáver del enemigo, Xi Jinping ha coronado en Afganistán una espléndida jugada del go geopolítico global con la que ha echado a Estados Unidos del tablero y dejado en posición de debilidad a sus aliados.
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