En la cola de vacunación pensé: ¿cuándo exactamente perdimos la ilusión?

De jóvenes somos una promesa que nos ilumina. De mayores sólo hay certezas, y estas a menudo parecen tristes

BEA CRESPO

Hace unas semanas, mi hijo, que tiene 12 años, me llamó escritor de pacotilla. No era un juicio literario, ya que por supuesto no ha leído nada de lo que he escrito. Era un dardo con el que se defendía de una torpísima admonición mía. Consumido su tiempo pactado diario de pantallismo —consolas, tabletas, móviles—, había intentado inducirlo a leer, se había negado, habíamos discutido y, ante la vehemencia de su rechazo, yo había incurrido en el despropósito de decirle que nunca llegaría a nada si no leía. La expresión “nunca llegarás a nada” sonaba mal en boca de la tía del cuento de Juan Benet...

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Hace unas semanas, mi hijo, que tiene 12 años, me llamó escritor de pacotilla. No era un juicio literario, ya que por supuesto no ha leído nada de lo que he escrito. Era un dardo con el que se defendía de una torpísima admonición mía. Consumido su tiempo pactado diario de pantallismo —consolas, tabletas, móviles—, había intentado inducirlo a leer, se había negado, habíamos discutido y, ante la vehemencia de su rechazo, yo había incurrido en el despropósito de decirle que nunca llegaría a nada si no leía. La expresión “nunca llegarás a nada” sonaba mal en boca de la tía del cuento de Juan Benet titulado así, pero suena peor, supongo, en boca de un padre. Su dardo me dolió porque en infinidad de momentos no dejo de verme tal como me describió.

Tengo 53 años. Cumplí mi ciclo de vacunación hace ya un mes. Fui citado por la Consejería de Sanidad de mi autonomía y acudí a un hospital junto a otros varios cientos de ciudadanos de mi edad. Confieso que aguardaba el acontecimiento con cierta impaciencia. A estas alturas me he sometido a tantos venenos que, si este también lo fuera, sólo sería uno más. Sea como sea, la experiencia me resultó entretenida. No me refiero a la vacunación en sí (rápida) ni a sus prolegómenos burocráticos (los justos). Me refiero a la posibilidad que me brindó de observar en la cola previa un grupo relativamente numeroso de mis coetáneos estrictos. No suelo frecuentar las reuniones de antiguos alumnos de las instituciones educativas por las que pasé. Acudí a alguna hace ya bastantes años y sólo me sirvió para corroborar una vez más lo poco que cambiamos en lo fundamental y que cuando la vida te separa de alguien, no mediando razones de fuerza mayor, por lo general no hay mucho de lo que lamentarse. También, que la celebración pública de la nostalgia degenera o en autocompasión o en patéticas regresiones. La nostalgia verdadera, como la melancolía, solo puede ser onanista y resulta de un ejercicio de la imaginación. De jóvenes, somos una promesa, y esa promesa nos ilumina o al menos suspende cautelarmente el juicio acerca de nuestras concreciones futuras. De mayores sólo hay certezas y estas a menudo parecen tristes. ¿Cómo no entristecerte de que a la chica que te hacía titubear no le hayan ido tan bien las cosas? ¿Cómo no compadecerte de que aquellos a quienes llamaban pringados no siempre encuentren la manera de resarcirse de sus acosadores?

Lo que me atrajo de mis coetáneos en la cola de la vacuna es que desconocía esa promesa que representaron en su pasado. Podía atreverme a imaginarla, pero se trataba de un mero ejercicio especulativo sin contaminación sentimental. Vi a dos individuos vistiendo sendas camisetas de Iron Maiden y a alguien que entretenía el rato leyendo La montaña mágica en edición de quiosco. Eso sí fue increíble. Ninguno parecía con prisa, ninguno resoplaba. Había móviles en las manos de muchos, pero no tantos quizá como en una muestra demográfica tomada al azar. Los había convencionalmente vestidos —alguna corbata, algún collar de perlas—, anodinos y desaliñados, fofos y fibrosos, reposados e inquietos… El hecho de que todos vivieran en el centro de la ciudad introducía, por supuesto, un invisible sesgo sociológico. Sin embargo, su principal rasgo en común es que provenían de un mundo extinto. Como yo, quien más y quien menos guardaba recuerdo de la muerte de Franco, de las eufóricas primeras elecciones, de la asonada en el Parlamento, del triunfo del PSOE en 1982, de la visita de Reagan, del referéndum de la OTAN y de la transformación de Felipe González de ilusionante político en aquel gatazo de mirada tontiastuta con el que lo comparó Sánchez Ferlosio, de las lanchas de Greenpeace intentando evitar el lanzamiento de toneles radiactivos en la fosa atlántica, de la hambruna de Etiopía…; recordaba Centroamérica ensangrentada, la perestroika, el golpe de Estado que desintegró la URSS, las dos guerras del Golfo, Yugoslavia, la soberbia petimetra de Aznar, el Prestige, el 11-M… ¿Cuándo exactamente perdimos la ilusión? No con la covid, desde luego.

Me estremece el encuentro del pobre Samuel con el mal absoluto y que pueda haber quien no se estremezca. Me inquieta que a los niños de hoy se les tome la temperatura al entrar en el colegio con termómetros que parecen pistolas y que quienes los manejan, en lugar de atenuar ese parecido, estiren el brazo apuntando a la frente como si los estuvieran ejecutando.

Hace unas semanas, un ministro al que se le ocurrió cuestionar la desmesura del consumo y producción cárnica fue agriamente contestado desde sectores políticos, empresariales y periodísticos, y finalmente desautorizado por su presidente con la extraña frase “un chuletón al punto es imbatible”. Lo peor de una política convertida en marketing es que los políticos nunca quieren defraudar. Con demasiada frecuencia se sirven de la mentira cuando lo que debieran hacer es pedagogía. Aplíquenselo por igual quienes protestan airados por indultos necesarios como quienes beneficiándose de estos no han tenido una palabra de gratitud o contrición.

¿Íbamos a valorar el sistema público sanitario y a demandar que se invirtiera más en él? El Gobierno de Madrid, tras salir contundentemente reforzado en las urnas, prosigue su política privatizadora externalizando servicios. ¿Íbamos a ser más responsables? Hace poco, tras el contagio masivo en Mallorca de estudiantes llegados para celebrar el final de curso, padres inflamados protestaron en televisiones y radios contra la cuarentena impuesta a sus hijos calificándola de maltrato. ¿Íbamos a ser más cívicos? Todos los años mi calle se convierte en un pestilente urinario durante las fiestas del Orgullo. Pese a la ausencia de visitantes foráneos, este año ha ido a peor. La municipalidad —apresada en el dilema de consentir sin autorizar— no colocó retretes móviles, y la muchedumbre —se diría que envalentonada por las simplistas proclamas electorales legitimadoras de una visión de la libertad que pone el acento en el capricho individual antes que en la razón colectiva— parecía más insumisa que nunca. Pero no nos extrañemos. A esas chicas y chicos dispuestos a bajarse los pantalones en cualquier sitio, desafiando las protestas de vecinos y conserjes, no les estamos dando nada salvo esa pueril rebeldía.

Ayer vi un documental titulado La desaparición de mi madre, donde la ex top model, feminista, profesora de antropología de la moda y activista italiana Benedetta Barzini pronuncia una frase que, pese a su críptico maniqueísmo, me removió: “Quiero irme lo más lejos posible de este hombre blanco que ha devastado el mundo”. Es cierto: de no rectificar con decisión, caminamos al colapso. Ni a mí ni a mis coetáneos estrictos nos afectaría demasiado. Sí a nuestros hijos. El mío, que es un niño sensible y más lector en realidad de lo que yo fui a su edad, ya lo barrunta. El drama de ser padre es no poder salvar ni tan siquiera a tus hijos.

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