Nos gustan mucho los bares y poco las asociaciones

Las tasas de asociacionismo de los españoles son bajas respecto a otros europeos, ¿por qué?

Terraza en la Plaza de Santa Ana, Madrid, el 8 de mayo de 2021.Olmo Calvo

Hay un chiste que dice que cuando le cuentas un problema a un español, el español te lleva de copas. Desde el comienzo de la pandemia los bares y las terrazas han tenido un inopinado protagonismo. Durante el confinamiento “duro”, los echamos mucho de menos. Cuando se empezó a abrir la calle hubo colas y ansiedad por coger sitio en una terraza. La situación de la hostelería ha sido un constante tira y afloja entre políticos, ciudadanos y empresarios; y nadie imaginaba que las cañas y el cachondeo se convertirían en el tema central de la campaña electoral madrileña. Hemos visto cómo ...

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Hay un chiste que dice que cuando le cuentas un problema a un español, el español te lleva de copas. Desde el comienzo de la pandemia los bares y las terrazas han tenido un inopinado protagonismo. Durante el confinamiento “duro”, los echamos mucho de menos. Cuando se empezó a abrir la calle hubo colas y ansiedad por coger sitio en una terraza. La situación de la hostelería ha sido un constante tira y afloja entre políticos, ciudadanos y empresarios; y nadie imaginaba que las cañas y el cachondeo se convertirían en el tema central de la campaña electoral madrileña. Hemos visto cómo el desfase etílico, al grito de “libertad”, ha sido un problema frecuente en la noche de muchas ciudades. ¿Qué nos pasa con los bares?

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Este fenómeno puede servir para hacernos reflexionar sobre las formas en las que nos relacionamos en España, sobre la importancia que tienen los bares en la vida ciudadana y sobre otras formas de reunirnos como pueden ser el asociacionismo o el voluntariado, que nos hablan de la fortaleza de la sociedad civil, del vínculo social, del compromiso, de la reciprocidad, del espíritu de cooperación. Cabe preguntarse si hubo tanta ansia durante el proceso pandémico por regresar al club de ajedrez, al equipo de baloncesto, al sindicato, al grupo de montaña, a la parroquia, a la asociación de vecinos, como a las jacarandosas tabernas. Pero, como se ve, hay otras formas de interrelacionarse con los demás además de tomar unas cervezas. En España no parecen ser tan populares.

Las tasas de asociacionismo formal en España son bajas: del 29% frente al 42,5% de la media europea. Más bajas todavía en comparación con otros países del norte como Dinamarca (91%) o Suecia (83%), según la encuesta Foessa 2013, recogida por el sociólogo César Rendueles en Contra la igualdad de oportunidades (Seix Barral). La afiliación a partidos políticos y sindicatos también es baja en España. Según un estudio de la OCDE, la afiliación sindical alcanzó en 2019 un mínimo desde 1990: solo el 13,7% de los trabajadores estaban sindicados. Respecto al voluntariado, la tasa en España es del 32%, según el CAF World Giving Index, cerca de la media europea, aunque en países como Irlanda, Países Bajos o Reino Unido pasa del 50%.

Por asociaciones, además, no solo debemos entender en este caso a esas entidades que aúnan a personas en pos de una acción social o reivindicativa determinada, sino a cualquier agrupación de individuos, aunque se reúnan para actividades lúdicas, deportivas o celebratorias. Debido a esa diversidad, tener una imagen nítida de la tasa de asociacionismo es con frecuencia difícil. Pero estamos afirmando algo importante: “El bajo asociacionismo nos habla de la fragilidad de la vida ciudadana y de los procesos participativos: los espacios asociativos normalizan la democracia haciendo que las personas la experimenten en su vida cotidiana”, explica Rendueles.

En los países nórdicos las cosas son diferentes: “Allí se encuentra una alta correlación entre un fuerte Estado del bienestar, mayor confianza en las instituciones y mayor participación en asociaciones ciudadanas”, señala Rafael Merino, sociólogo de la Universidad Autónoma de Barcelona. Los países mediterráneos parecen más volcados a la familia que a la sociedad civil. El gusto por la vida disoluta de las terrazas también es diferente, tal vez por el clima y el carácter de los países del sur, orgullosos de su cultura de bar, cierto hedonismo y su apertura emocional. Del livin’ la vida loca al “vivir a la madrileña”.

Lastre franquista

En España suele datarse el pecado original del bajo asociacionismo en la dictadura franquista, que fue un rodillo para el nutrido tejido anterior: el franquismo persiguió las asociaciones e impuso las suyas propias, como la Sección Femenina, el Frente de Juventudes o el Sindicato Vertical. A finales de la dictadura, el Régimen levanta la mano en cuanto a asociacionismo (desde la Ley de Asociaciones de 1964, que todavía no permite partidos o sindicatos), y resurge la participación en barrios, fábricas o universidades; tras la Transición y la legalización de los partidos, buena parte de esa actividad ciudadana es absorbida por estos.

La sociedad actual, cada vez más individualista, engrasada con los eslóganes del pensamiento positivo y la cultura del esfuerzo, nos adoctrina con la idea obsesiva de que podemos conseguirlo todo por nuestra cuenta; aunque quizás sea más cierto ese lema que reza: “Solo no puedes, con amigos sí”. Seguimos necesitando el contacto social, a través de encuentros callejeros o redes sociales, pero ese contacto que se practica no significa necesariamente un vínculo. La participación en tejidos asociativos o voluntariados requiere algo más: la responsabilidad, la participación, el compromiso. “Ha habido un cambio profundo en la forma de participar: mucha gente piensa que lo hace porque practica el clictivismo, que consiste en darle al like en las redes sociales o firmando en plataformas como change.org”, señala el sociólogo Tomás Alberich, profesor de la UNED. La pandemia, con el distanciamiento físico que ha provocado, y a pesar de las ventajas que puede traer el mundo virtual, ahonda en estas formas de relación a través de la tecnología.

“Las asociaciones han sido escuelas de ciudadanía, tienen función de socialización”, continua Alberich, “y son importantes para los sectores más vulnerables de la sociedad: las personas que acumulan la riqueza y el poder no necesitan juntarse con otras para defender sus intereses”. Una sociedad más asociativa es más eficaz controlando a los poderes, fiscalizando la corrupción, transmitiendo inquietudes y necesidades ciudadanas, y generando una democracia sana y participativa. “La acción de las asociaciones es el motor de la democracia participativa”, escribe la socióloga Martine Barthélemy en Asociaciones: ¿una nueva era de la participación? (Tirant lo Blanc), “una venganza de la micropolítica sobre la macropolítica”. El asociacionismo (grupos vecinales, ONG, bancos de alimentos, grupos parroquiales) junto con las redes familiares actúan como sistema de seguridad en crisis como la que enfrentamos. En muchas ciudades estos colectivos, y no la Administración pública, han hecho de dique de contención, dentro de sus posibilidades, contra la desgracia circundante.

El gusto por los bares y terrazas, por último, aunque nos haga reflexionar sobre otras formas de sociabilidad, no tiene por qué ser excluyente con el asociacionismo. A veces hasta se solapan. “El bar es un espacio facilitador de relaciones frontera: abiertas, democráticas y horizontales”, dice Sergio Gil, hostelero y antropólogo fundador de Gastropología (que estudia la “antropología del bar”), de hecho, muchas veces las asociaciones se han fundamentado o desarrollado en bares (las peñas taurinas o deportivas, por ejemplo). Aunque la cosa cada vez está más difícil: la proliferación de bares hipsters clónicos o impersonales, o de franquicias internacionales, como meros despachos de comida y bebida, acaba con el bar como espacio de comunidad y socialización. Por ejemplo, el caso del bar de parroquianos de toda la vida, cada vez más difícil de encontrar en el distante mundo contemporáneo.

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