El ‘efecto derrame’ no existe
No es seguro que si mejora la economía de las empresas el bienestar se extienda al resto de la sociedad
La intervención de Joe Biden ante las dos Cámaras del Congreso americano, el pasado 29 de abril, es una de las más importantes realizadas por cualquier presidente americano en los últimos tiempos. Contenía un deseo imperativo (“Tenemos que demostrar que la democracia funciona”) y el cuestionamiento de una realidad que ha sido palabra de Dios en el último medio siglo: que si crece la economía de las grandes empresas y de los ciudadanos más ricos...
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La intervención de Joe Biden ante las dos Cámaras del Congreso americano, el pasado 29 de abril, es una de las más importantes realizadas por cualquier presidente americano en los últimos tiempos. Contenía un deseo imperativo (“Tenemos que demostrar que la democracia funciona”) y el cuestionamiento de una realidad que ha sido palabra de Dios en el último medio siglo: que si crece la economía de las grandes empresas y de los ciudadanos más ricos, al final el bienestar —aunque sea en forma de migajas— llega a las clases medias y bajas.
Que ello no es cierto ya lo explicó desde fuera del mundo de la economía el papa Francisco en 2013: algunas personas continúan defendiendo la “teoría del derrame” (reducir los impuestos a las grandes corporaciones y a los ricos estimula la inversión empresarial a corto plazo, y beneficia al resto de la sociedad a medio y largo plazo), a pesar de que nunca ha sido confirmada por los hechos y de que expresa una confianza cruda e ingenua en la bondad de quienes ejercen el poder económico y en los trabajos sacralizados del sistema económico prevaleciente.
Donald Trump vendió su rebaja de impuestos de 2017 a los ultrarricos como parte de la “teoría del derrame”: generaría un gran crecimiento económico y no aumentaría el déficit público. Nada más insensato. Según Biden, añadió dos billones de dólares al déficit público, y en lugar de utilizar el ahorro fiscal para aumentar los salarios e invertir en I+D, vertió miles de millones en los bolsillos de los altos ejecutivos: la brecha salarial entre los altos ejecutivos y el resto de los trabajadores es una de las mayores de la historia. Según un estudio citado por Biden, los altos ejecutivos ganan 320 veces lo que el asalariado medio de su empresa, mientras antes esa proporción estaba por debajo de 100. La pandemia solo ha servido para empeorar las cosas: los beneficios no se derraman. En ese tiempo, 20 millones de norteamericanos perdieron su empleo mientras 650 multimillonarios vieron aumentar su patrimonio neto en más de un billón de dólares.
Cómo no comparar el discurso de Trump (en este punto del goteo muy parecido al de Reagan y los neocon) con el del banquero felón de la película La diligencia, de John Ford (1939). Mientras huye de sus clientes estafados, el banquero pontifica: “Lo que es bueno para los bancos, es bueno para el país (…). Nos agobian con los impuestos (…). No sé dónde va a parar este Gobierno; en vez de proteger a los hombres de negocios mete la nariz en sus negocios (…). Yo tengo mis lemas, caballeros, de los que deberían blasonar todos los periódicos del país: América para los americanos, el Gobierno no debe interferir en los negocios, reducir impuestos (…), lo que necesita el país es un hombre de negocios como presidente”. A lo que le responde, regocijado, el médico borracho que viaja a su lado en la diligencia: “Lo que necesita el país son más cogorzas”.
Algunas de las medidas que ha anunciado Biden se suman a los dos planes de estímulo que puso en marcha Trump en el último año de su mandato, por valor de 1,9 billones y 750.000 millones de dólares: 2,3 billones en gasto público para infraestructuras (lo que generará mucho empleo), 1,8 billones para programas sociales, incremento del salario mínimo a 15 dólares la hora, una ley para proteger el derecho a sindicarse; aumento de impuestos para las grandes corporaciones, el 1% más rico y una armonización internacional del impuesto sobre los beneficios de las grandes multinacionales; fijación administrativa de precios más bajos para los medicamentos, etcétera.
En el año 2004, antes de la Gran Recesión y del Gran Confinamiento, uno de los economistas más ultraliberales del planeta, Xavier Sala i Martín, escribía: “Solo los ultrarradicales (…) siguen hablando del aumento de impuestos, del gasto público y del intervencionismo público, tal y como lo hacían en los años setenta”. Se equivocaba de cabo a rabo.