La mentira no desaparece con el mentiroso. Eso es lo malo de Trump
En noviembre Donald Trump contó que había ganado unas elecciones que había perdido. Y se produjo el asalto al Capitolio. Si esa mentira se mantiene viva, cualquier victoria electoral futura podrá ser desacreditada, sostiene el historiador Timothy Snyder. ¿A qué mundo nos conducen sus falsedades?
Cuando Donald Trump se presentó ante sus seguidores el 6 de enero y los exhortó a dirigirse al Capitolio de Estados Unidos, estaba haciendo lo de siempre. Nunca se había tomado la democracia electoral en serio ni había aceptado su legitimidad en Estados Unidos.
Incluso cuando ganó, en 2016, insistió en que las elecciones habían sido fraudulentas, en que su rival había recibido millones de votos falsos. En 2020, cons...
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Cuando Donald Trump se presentó ante sus seguidores el 6 de enero y los exhortó a dirigirse al Capitolio de Estados Unidos, estaba haciendo lo de siempre. Nunca se había tomado la democracia electoral en serio ni había aceptado su legitimidad en Estados Unidos.
Incluso cuando ganó, en 2016, insistió en que las elecciones habían sido fraudulentas, en que su rival había recibido millones de votos falsos. En 2020, consciente de que iba por detrás de Joseph R. Biden en las encuestas, pasó meses asegurando que las elecciones iban a estar amañadas y que no pensaba aceptar el resultado si no le era favorable. Al acabar la jornada electoral, proclamó, sin razón, que había ganado, y después se dedicó a endurecer su retórica: poco a poco, el resultado pasó a ser una victoria de dimensiones históricas y las diversas conspiraciones que, según él, se la querían arrebatar se volvieron más elaboradas e inverosímiles.
La gente le creyó, lo que no resulta sorprendente. Es necesario un esfuerzo tremendo para educar a los ciudadanos y lograr que resistan la poderosa atracción de creer en lo que ya creen, o en lo que cree la gente de su entorno, o en lo que da sentido a sus decisiones anteriores. Platón señaló un peligro concreto para los tiranos: que se rodearan de sumisos y aduladores. A Aristóteles le preocupaba que, en una democracia, un demagogo rico y con talento pudiera controlar con demasiada facilidad las mentes del pueblo. Los redactores de la Constitución estadounidense, conscientes de estos y otros riesgos, establecieron un sistema de controles y contrapesos. El propósito era no solo garantizar que ningún brazo del Estado dominara a los demás, sino también que en las instituciones hubiera siempre distintos puntos de vista.
En este sentido, la responsabilidad del intento de Trump de invalidar las elecciones corresponde también a un vasto número de congresistas republicanos. En lugar de llevar la contraria a Trump desde el principio, dejaron que su engaño electoral prosperase. Tenían distintos motivos para hacerlo. A algunos les interesa, sobre todo, amañar el sistema para conservar el poder y aprovechar al máximo las ambigüedades constitucionales, la manipulación de las circunscripciones electorales y los fondos opacos para ganar elecciones con una minoría de votantes motivados. No les conviene la desaparición de una forma peculiar de representación que otorga a su partido un control desproporcionado de la Administración. El miembro más importante de este grupo, el senador Mitch McConnell, toleró las mentiras de Trump sin hacer ningún comentario sobre sus consecuencias.
Otros republicanos tenían un punto de vista distinto: pensaban que podían romper el sistema y alcanzar el poder sin democracia. La separación entre estos dos grupos, los manipuladores y los rupturistas, se hizo claramente visible el 30 de diciembre, cuando el senador Josh Hawley anunció que apoyaría a Trump recurriendo la validez de los votos el 6 de enero. Ted Cruz se sumó, junto a otros 10 senadores. Más de un centenar de congresistas republicanos asumieron la misma postura. Muchos actuaron de cara a la galería: el recurso de los votos electorales de los Estados se traduciría en retrasos y votaciones individuales, pero no cambiaría el resultado final.
Sin embargo, para el Congreso, degradar su papel fundamental tuvo un precio. Una institución electa que se opone a unas elecciones está invitando a que la derroquen. Los congresistas y senadores que respaldaron las mentiras del presidente a pesar de las pruebas inequívocas en su contra traicionaron su misión constitucional. Al actuar basándose en sus mentiras, hicieron que estas cobraran cuerpo y que Trump pudiera exigirles la sumisión a sus deseos. Trump depositó personalmente en el vicepresidente, Mike Pence, que debía presidir la sesión de ratificación de los votos, la responsabilidad de pervertirla. Y el 6 de enero ordenó a sus seguidores que presionaran a esos representantes elegidos. Le hicieron caso: invadieron el Capitolio, buscaron a quién castigar y saquearon el edificio.
Todo esto tenía algún sentido: si era cierto que las elecciones habían sido fraudulentas, como insinuaban los propios senadores y congresistas, ¿cómo iban a permitir que siguiera adelante el Congreso? Para algunos republicanos, la invasión del Capitolio debió de ser una conmoción o una lección. Para los rupturistas, en cambio, quizá fue solo un aperitivo del futuro. Después de los sucesos, 8 senadores y más de 100 congresistas votaron en favor de la propia mentira que les había obligado a huir del Capitolio.
La posverdad es prefascismo; y Trump ha sido el presidente de la posverdad. Cuando renunciamos a la verdad, cedemos el poder a quienes tienen la riqueza y el carisma necesarios para crear en su lugar un espectáculo. Sin un consenso sobre ciertas verdades básicas, los ciudadanos no pueden formar una sociedad civil que les permita defenderse. Si perdemos las instituciones que producen las realidades que nos afectan, tendemos a obsesionarnos con abstracciones y ficciones llenas de atractivo. La verdad se defiende especialmente mal a sí misma cuando escasea, y la era de Trump —como la de Vladímir Putin en Rusia— ha supuesto el declive de la información local. Las redes sociales no sirven como sustitutas: sobrealimentan los hábitos mentales que nos empujan a buscar estímulo y confort emocional, y se difumina así la diferencia entre lo que parece cierto y lo que realmente lo es.
La posverdad desgasta el Estado de derecho y promueve un régimen basado en mitos. En los cuatro últimos años, los expertos académicos han debatido sobre la legitimidad y el valor de hablar de fascismo en referencia a la propaganda trumpista. Una postura cómoda es tachar esas menciones de comparaciones directas, consideradas tabú. El filósofo Jason Stanley ha hecho algo más productivo, tratar el fascismo como un fenómeno, como una serie de patrones que se observan no solo en la Europa de entreguerras, sino en otros lugares y épocas.
Yo creo que conocer mejor el pasado —fascista o no fascista— nos permite percibir y conceptualizar elementos del presente que, si no, podríamos ignorar, además de pensar en términos más amplios sobre las posibilidades futuras. En octubre vi claramente que el comportamiento de Trump presagiaba un golpe de Estado y lo escribí en algún artículo; no porque el presente sea una repetición del pasado, sino porque el pasado arroja luz sobre el presente.
Como los líderes fascistas históricos, Trump se presenta como la única fuente de verdad. Su uso del término fake news (noticias falsas) recuerda al insulto nazi Lügenpresse (prensa mentirosa); igual que los nazis, califica a los periodistas de “enemigos del pueblo”. Igual que Adolf Hitler, Trump llegó al poder en un momento en el que la prensa tradicional estaba en horas bajas; la crisis financiera de 2008 hizo a los periódicos estadounidenses el mismo daño que la Gran Depresión a los alemanes. Los nazis pensaron que podían usar la radio para sustituir el viejo pluralismo de la prensa escrita; Trump ha intentado hacer lo mismo con Twitter.
Gracias a las posibilidades tecnológicas y a su talento personal, Donald Trump ha mentido a un ritmo tal vez inigualado por ningún otro dirigente histórico. En su mayor parte, se trataba de pequeñas mentiras que solo tenían peso por acumulación. Creérselas implicaba aceptar la autoridad de un solo hombre, porque significaba dejar de creer en todo lo demás. Una vez establecida esa autoridad personal, el presidente podía tachar a todos los demás de mentirosos e incluso hacer que alguien pasara de ser un leal asesor a un mentiroso sinvergüenza con un solo tuit. Sin embargo, mientras no pudo imponer alguna mentira verdaderamente importante, alguna fantasía que crease una realidad alternativa en la que pudiera vivir y morir gente, su prefascismo se quedó en eso.
Algunas mentiras, la verdad, eran de tamaño medio: su triunfo en los negocios, que Rusia no le ayudó en las elecciones de 2016, que Barack Obama nació en Kenia. Esas mentiras de tamaño mediano son habituales entre los aspirantes a tiranos del siglo XXI. En Polonia, la extrema derecha construyó un culto martirológico basado en responsabilizar a los rivales políticos del accidente aéreo en el que murió el presidente. En Hungría, Viktor Orbán culpa de los problemas del país a una minoría cada vez menor de refugiados musulmanes. Esas afirmaciones no son verdaderamente grandes mentiras: estiran lo que Hannah Arendt llamó “el tejido de la realidad”, pero no llegan a romperlo.
Una gran mentira histórica que examina Arendt es la explicación que dio Josef Stalin de la hambruna en la Ucrania soviética en 1932-1933. El Estado había colectivizado la agricultura y después había implantado en la región una serie de medidas de castigo que inevitablemente iban a hacer que murieran millones de personas. Sin embargo, la explicación oficial fue que los que estaban muriendo de hambre eran provocadores, agentes de las potencias occidentales que odiaban tanto el socialismo que estaban suicidándose. Otra ficción aún mayor, en el estudio de Arendt, reside en el antisemitismo de Hitler: las afirmaciones de que los judíos gobernaban el mundo, que eran responsables de las ideas que envenenaban las mentes alemanas, que habían apuñalado por la espalda a Alemania durante la Primera Guerra Mundial. Curiosamente, Arendt pensaba que las grandes mentiras solo son eficaces en las mentes solitarias; su coherencia ocupa el lugar de la experiencia y el compañerismo.
En noviembre de 2020, a través de las redes sociales, Trump contó a millones de mentes solitarias una mentira peligrosamente ambiciosa: que había ganado unas elecciones que, de hecho, había perdido. Esta mentira sí fue grande en todos los sentidos: no tanto como la de que los judíos gobernaban el mundo, pero casi. Estaba en juego algo muy importante, el derecho a gobernar el país más poderoso del mundo y la eficacia y honradez de sus procedimientos de transmisión de poderes. El grado de falsedad era inmenso. No solo era una afirmación falsa, sino que estaba hecha de mala fe, con fuentes poco fiables. Contradecía las pruebas, pero también la lógica: ¿cómo (y por qué) iban a manipularse unas elecciones contra un presidente republicano, pero no contra los senadores y congresistas republicanos? Trump tuvo que hablar de algo absurdo: unas “elecciones (presidenciales) amañadas”.
El poder de una gran mentira reside en que obliga a creer o dejar de creer en muchas otras cosas. Para justificar un mundo en el que las elecciones presidenciales de 2020 fueron fraudulentas hay que desconfiar de los periodistas y de los expertos, y también de los representantes de las instituciones locales, estatales y federales; desde los funcionarios electorales a los cargos electos, el Departamento de Interior e incluso el Tribunal Supremo. Y eso debe ir necesariamente acompañado de una teoría de la conspiración: pensemos en cuántas personas tendrían que haber participado en el plan y cuánta gente tendría que haber ayudado a encubrirlo.
La mentira electoral de Trump flota a la deriva, sin contraste con la realidad. No se basa en hechos, sino en afirmar algo que otro ha afirmado. El sentimiento es que hay algo que está mal porque siento que está mal y sé que otros sienten lo mismo. Cuando unos dirigentes políticos como Ted Cruz o Jim Jordan hablaron así, lo que querían decir era: ya que os creéis mis mentiras, me veo en la obligación de repetirlas. Las redes sociales ofrecen infinidad de supuestas pruebas para cualquier acusación, especialmente si la hace un presidente.
A primera vista, una teoría de la conspiración hace que la víctima parezca más fuerte: pinta a Trump resistiendo frente a los demócratas, los republicanos, el Estado profundo, los pedófilos, los satanistas. Sin embargo, si profundizamos, se invierten las posiciones. La obsesión de Trump por las presuntas “irregularidades” y los “Estados en disputa” se reducen a ciudades en las que viven y votan los negros. A la hora de la verdad, la mentira del fraude se refiere a un crimen cometido por los negros contra los blancos.
No es solo que nunca haya habido un fraude electoral cometido por los afroamericanos contra Donald Trump. Es que ha ocurrido todo lo contrario, en 2020 y en todas las elecciones que se han celebrado en Estados Unidos. Como siempre, los negros hicieron colas más largas que otros para votar y sus papeletas sufrieron más impugnaciones. Tenían más probabilidades de estar enfermos o morir de covid-19 y menos posibilidades de faltar al trabajo. La protección histórica de su derecho al voto quedó eliminada en 2013 por el fallo del Tribunal Supremo en el caso de Shelby County vs. Holder, y los Estados se han apresurado a aprobar medidas que disminuyen el voto de pobres y comunidades de color.
La mentira lleva a la conspiración
La afirmación de que a Trump le robaron la victoria es una gran mentira no solo porque desafía la lógica, hace una descripción mendaz del presente y exige creer en una conspiración, sino, fundamentalmente, porque trastoca el ámbito moral de la política estadounidense y la estructura básica de su historia.
Cuando el senador Ted Cruz anunció su intención de cuestionar los votos del colegio electoral invocó el Compromiso de 1877, que resolvió las elecciones presidenciales de 1876. Los comentaristas subrayaron que aquel pacto no servía como precedente, porque en aquella ocasión sí existieron serias irregularidades y el Congreso estaba empatado. Sin embargo, para los afroamericanos, esta referencia aparentemente irrelevante era algo más. El Compromiso de 1877 —que dio a Rutherford B. Hayes la presidencia a cambio de retirar poder federal de los Estados del sur— fue precisamente el acuerdo por el que se impidió votar a los negros durante casi un siglo. Supuso el fin de la Reconstrucción (tras la guerra de Secesión) y el comienzo de la segregación racial, la discriminación legal y las leyes (segregatorias) de Jim Crow. Fue el pecado original de la historia de la era posesclavista en Estados Unidos, lo más parecido al fascismo que hemos tenido hasta ahora. En el momento en el que Ted Cruz y otros 10 senadores hicieron su declaración el 2 de enero, la referencia pudo parecer remota, pero resultó mucho más cercana cuatro días después, cuando vimos cómo paseaban banderas confederadas por el Capitolio.
Es evidente que desde 1877 han cambiado algunas cosas. Entonces eran los republicanos, o muchos de ellos, los partidarios de la igualdad racial, y los demócratas, el partido sureño, los que defendían el apartheid. Los demócratas decían que los votos de los afroamericanos eran fraudulentos, y los republicanos, los que querían que se contaran. Ahora sucede todo lo contrario. En el último medio siglo, desde que se aprobó la Ley de los Derechos Civiles, los republicanos se han convertido en un partido predominantemente blanco, interesado —como declaró Trump sin reparos— en que haya el menor número posible de votantes, especialmente de votantes negros. Pero sigue habiendo un hilo común. Al ver a supremacistas blancos entre la muchedumbre que invadió el Capitolio era fácil rendirse a la sensación de que se había violado algo muy puro. Pero quizá valdría más ver este episodio como uno más en el largo debate de Estados Unidos sobre quién merece estar representado.
Los demócratas son hoy una coalición que obtiene mejores resultados que los republicanos entre las mujeres, los votantes no blancos, los sindicatos y las personas con estudios universitarios. Pero no es cierto que frente a esa coalición haya un Partido Republicano monolítico. Los republicanos también son una coalición, de dos tipos de gente: los que quieren manipular el sistema (casi todos los políticos y parte de los votantes) y los que sueñan con romper dicho sistema (unos cuantos políticos y muchos votantes). En enero de 2021, esa división se ha manifestado en la diferencia entre los republicanos que defendieron el sistema actual porque les favorecía y los que trataron de derrocarlo.
En las cuatro décadas transcurridas desde la elección de Ronald Reagan, el Partido Republicano ha superado la tensión entre manipuladores y rupturistas a base de gobernar en oposición al Gobierno, diciendo que las elecciones eran una revolución (el Tea Party) o proclamando que luchaba contra las élites. En esta estrategia, los rupturistas son la tapadera de los manipuladores, porque propugnan una ideología que desvía la atención de la realidad: que el Gobierno, cuando está en manos de los republicanos, no interviene menos, sino que se reorienta al servicio de un puñado de intereses.
Al principio pareció que Trump era una amenaza para este equilibrio. Su falta de experiencia política y su racismo descarado hacían de él una figura muy incómoda para el partido; varios republicanos destacados pensaban que su costumbre de mentir constantemente era una zafiedad. Sin embargo, una vez que llegó a la presidencia, su destreza rupturista pareció ofrecer una enorme oportunidad a los manipuladores que, encabezados por el manipulador en jefe, Mitch McConnell, obtuvieron el nombramiento de cientos de jueces federales y recortes fiscales para los ricos.
Trump se diferenciaba de otros rupturistas en que parecía no tener ninguna ideología. Su objeción a las instituciones se debía a las limitaciones que estas podían suponer para él personalmente. Quería romper el sistema en su propio beneficio, y esa es una de las razones por las que ha fracasado. Trump es un político carismático e inspira devoción no solo entre los votantes, sino entre un asombroso número de legisladores, pero no tiene ninguna visión más importante que él mismo o que lo que sus admiradores proyectan sobre él. En este sentido, su prefascismo nunca ha llegado a ser fascismo, porque su visión nunca ha ido más allá de mirarse en el espejo. Llegó a la mentira más grande de todas no desde una visión del mundo, sino desde la realidad de que podía perder algo material.
Pero Trump nunca preparó un golpe decisivo. Le faltó el apoyo de los militares, después de conseguir indignar a varios de sus jefes (un verdadero fascista no habría cometido el error de declarar abiertamente su amor por varios dictadores extranjeros; quizá no les importara a unos seguidores convencidos de que el enemigo estaba dentro del país, pero por supuesto que molestó a quienes habían jurado protegerlo de enemigos extranjeros). La policía secreta de Trump, los hombres que llevaron a cabo secuestros en Portland, era violenta pero también pequeña y ridícula. Las redes sociales fueron un arma contundente: Trump pudo anunciar sus intenciones en Twitter y los supremacistas blancos pudieron planear la invasión del Capitolio en Facebook o Gab. Pero el presidente, a pesar de sus querellas, sus súplicas y sus amenazas a funcionarios públicos, no logró orquestar una situación que empujara a las personas adecuadas a hacer lo que no debían. Trump consiguió que algunos votantes creyeran que había ganado las elecciones de 2020, pero no logró sumar a las instituciones a su gran mentira. Pudo llevar a sus partidarios a Washington y enviarlos a saquear el Capitolio, pero ninguno de ellos parecía saber a ciencia cierta qué debía hacer ni qué iban a conseguir con su presencia. Es difícil encontrar otro momento de insurrección equiparable, en el que un edificio tan importante fuera tomado con tanto merodeo.
La mentira dura más que el mentiroso. La idea de que Alemania perdió la Primera Guerra Mundial en 1918 por la “puñalada en la espalda” de los judíos tenía ya 15 años de antigüedad cuando Hitler llegó al poder. ¿Qué será del mito victimista de Trump dentro de 15 años? ¿Y a quién beneficiará?
El 7 de enero, Trump habló de un traspaso pacífico de poderes, con lo que reconoció implícitamente el fracaso de su golpe. Aun así, siguió repitiendo e incluso intensificando su mentira electoral, que convirtió en una causa sagrada por la que se habían sacrificado algunas personas. La imaginaria puñalada en la espalda de Trump persistirá, sobre todo, gracias al apoyo de muchos miembros del Congreso. En noviembre y diciembre de 2020, los republicanos repitieron la mentira y le dieron una vida que, si no, no habría tenido. En retrospectiva, es como si el último y frágil pacto entre los manipuladores y los rupturistas fuera para que Trump tuviese todas las oportunidades posibles de demostrar que fue perjudicado. Esa postura sirvió de base para que los seguidores del presidente ya predispuestos a creer la gran mentira, en efecto, se la creyeran. Y no consiguió contener a Trump, cuya mentira siguió creciendo.
Rupturistas y manipuladores
Los rupturistas y los manipuladores empezaron entonces a ver un mundo distinto ante ellos, en el que la gran mentira era o bien un tesoro o bien un peligro a evitar. Los rupturistas no tenían más remedio que ser los primeros en reivindicar la mentira. Como Josh Hawley y Ted Cruz debían competir para apoderarse del azufre y el veneno, los manipuladores se vieron obligados a revelar sus cartas y, el 6 de enero, se puso de manifiesto la división en las filas republicanas, una división agudizada por la invasión del Capitolio. Varios senadores retiraron sus objeciones al voto electoral, pero Cruz y Hawley siguieron adelante, junto con otros seis senadores. Y más de 100 congresistas se sumaron a la gran mentira. Algunos, como Matt Gaetz, incluso añadieron sus propios adornos, como la afirmación de que la turba no estaba formada por partidarios de Trump sino por sus adversarios.
De momento, Trump es el mártir supremo, el sumo sacerdote de la gran mentira. Es el líder de los rupturistas, al menos en opinión de sus fieles. A estas alturas, los manipuladores no quieren saber nada de él. Ha quedado desacreditado en las últimas semanas y, por tanto, ya no sirve. Despojado de las obligaciones de la presidencia, volverá a ser un personaje tan bochornoso como lo era en 2015. Incapaz de ofrecer cobertura a sus manipulaciones, dejará de contar para sus intereses cotidianos. Pero los rupturistas tienen todavía más motivos para querer perderlo de vista: es imposible heredar nada de alguien que todavía no se ha ido. Puede que asumir la gran mentira de Trump parezca un gesto de apoyo, pero, en realidad, expresa el deseo de su defunción política. Transformar el mito y hacer que deje de referirse a Trump para referirse a toda la nación será mucho más fácil cuando se hayan deshecho de él.
Es posible que Cruz y Hawley descubran que contar la gran mentira es caer en su trampa. El hecho de que hayan vendido su alma no quiere decir que hayan sido buenos negociadores. Hawley no rehúye ningún grado de hipocresía: es hijo de banquero y estudió en la Universidad de Stanford y la Facultad de Derecho de Yale, pero critica a las élites. En cuanto a Cruz, si se le atribuía algún principio, era el de creer en los derechos de los Estados, que los llamamientos de Trump han infringido con toda desfachatez. La declaración pública que hizo Cruz sobre los motivos de los senadores para cuestionar el voto electoral refleja muy bien su carácter de posverdad: en ningún sitio decía que hubiera habido fraude, solo que había habido acusaciones de fraude. Acusaciones de acusaciones de acusaciones, hasta el final.
Una gran mentira requiere compromiso. Cuando los manipuladores republicanos no demuestran tener suficiente, los rupturistas los llaman RINO (Republicans in Name Only, republicanos solo en teoría). En otros tiempos, este apelativo indicaba una falta de compromiso ideológico. Ahora significa el rechazo a invalidar unas elecciones. Por su parte, los manipuladores cierran filas en torno a la Constitución y hablan de principios y tradiciones. Los rupturistas tienen que saber, todos (con la posible excepción del senador por Alabama Tommy Tuberville), que están participando en un engaño, pero sigue habiendo decenas de millones de espectadores que no son conscientes de ello.
Si Trump continúa presente en la vida de Estados Unidos, es indudable que seguirá repitiendo constantemente su gran mentira. Hawley, Cruz y los demás rupturistas serán responsables de adónde puede llevar todo esto.
Parece que Cruz y Hawley aspiran a la presidencia. ¿Pero qué significa que un candidato denuncie las elecciones? Si asegura que su rival ha hecho trampas y sus seguidores le creen, querrán que él también las haga. Al defender la gran mentira de Trump el 6 de enero, sentaron un precedente: si un candidato republicano a la presidencia resulta derrotado, el Congreso debe designarlo de todas formas. Es de suponer que, en el futuro, los republicanos, al menos los candidatos rupturistas a la presidencia, tendrán un plan A (ganar y ganar) y un plan B (perder y ganar). No hace falta ningún fraude; solo acusaciones de que hay acusaciones de fraude. El espectáculo sustituye a la verdad, y la fe, a los hechos.
Intento de golpe
El intento de golpe de Trump en 2020-2021, como otros intentos de golpe fallidos, es una advertencia para los partidarios del Estado de derecho y una lección para los detractores. Su prefascismo dejó al descubierto una posibilidad para la política estadounidense. Para que en 2024 triunfe un golpe, los rupturistas necesitarán algo que Trump no ha tenido nunca: una minoría indignada, organizada para ejercer la violencia en todo el país, dispuesta a emplear la intimidación en las elecciones. Es posible que, si se dedican a reforzar la gran mentira durante cuatro años, lo consigan. Cuando uno afirma que el otro bando ha hecho trampas en unas elecciones está prometiendo que su bando las va a hacer también. Y diciendo que el otro bando merece un castigo.
Diversos observadores informados, dentro y fuera de la Administración, están de acuerdo en que el supremacismo blanco de extrema derecha es la mayor amenaza terrorista que sufre Estados Unidos. En 2020, las ventas de armas alcanzaron una cifra asombrosa. La historia nos muestra que, cuando los dirigentes de los grandes partidos políticos abrazan abiertamente la paranoia, el resultado es la violencia política.
Nuestra gran mentira es típicamente norteamericana, envuelta en nuestro peculiar sistema electoral y basada en nuestras tradiciones racistas particulares. Pero también es estructuralmente fascista, con su falsedad extrema, su pensamiento conspiratorio, su inversión de los papeles de los responsables y las víctimas y su conclusión de que el mundo se divide entre ellos y nosotros. Mantenerla viva durante años es fomentar el terrorismo y el asesinato.
Cuando surja esa violencia, los rupturistas tendrán que reaccionar. Si aprueban la violencia, se convertirán en una facción fascista. El Partido Republicano se dividirá, al menos durante un tiempo. Podemos imaginar, desde luego, una reunificación deprimente: el candidato rupturista pierde por estrecho margen las elecciones en noviembre de 2024, clama que ha habido fraude, los republicanos obtienen la victoria en las dos Cámaras del Congreso y los alborotadores, alimentados por cuatro años de gran mentira, exigen lo que consideran justicia. Si se dieran esas circunstancias el 6 de enero de 2025, ¿se alzarían los manipuladores por una cuestión de principios?
Es indudable que este momento también ofrece una oportunidad. Es posible que un Partido Republicano dividido preste mejor servicio a la democracia estadounidense; que los manipuladores, separados de los rupturistas, empiecen a pensar que las políticas sirven para ganar elecciones. Es muy probable que el mandato de Biden y Harris tenga unos primeros meses más sencillos de lo previsto; quizá el obstruccionismo deje paso —al menos por parte de algunos republicanos y durante un breve periodo— a un instante de introspección. Los políticos que quieran acabar con el trumpismo tienen una sencilla manera de conseguirlo: decir la verdad sobre las elecciones.
Estados Unidos no va a sobrevivir a la gran mentira solo con apartar al mentiroso del poder. Necesitará una cuidadosa repluralización de los medios y un compromiso con la verdad como bien público. El racismo incorporado a todos los aspectos del intento de golpe es una llamada de atención para que aprendamos de nuestra historia. Prestar atención al pasado nos ayuda a ver los peligros, pero también sugiere posibilidades para el futuro. No podemos ser una república democrática si decimos mentiras racistas, sean grandes o pequeñas. La democracia no consiste en quitar importancia a los votos ni en hacer caso omiso de ellos, en manipular ni romper un sistema, sino en aceptar que los demás son iguales a nosotros, en escucharlos y contar sus votos.
Timothy Snyder (Ohio, 1969) es historiador y profesor en la Universidad de Yale. Autor de ‘Sobre la tiranía’, su último libro es ‘Nuestra enfermedad’ , sobre las carencias del sistema sanitario de EE UU. Ambos títulos, editados por Galaxia Gutenberg.
© 2021, The New York Times Company.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.