Venezuela: el enroque de la revolución
El régimen venezolano encara unas elecciones parlamentarias sin los principales dirigentes de la oposición, sin reconocimiento por parte de EE UU y Europa y en las que se prevé una gran abstención. El país se dirige a un callejón con una salida: Maduro
Ese día la plaza de Altamira de Caracas era un campo de batalla. Lo había sido antes, en otras ocasiones, pero probablemente nunca se volvió a respirar tanta tensión en el mismo lugar, epicentro del municipio caraqueño de Chacao y símbolo de la oposición al Gobierno de Nicolás Maduro. Era el 30 de julio de 2017, una jornada decisiva que marcó un punto de no retorno. Venezuela eligió una Asamblea Nacional Constituyente en una votación improvisada en medio de una ola de movilizaciones, que d...
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Ese día la plaza de Altamira de Caracas era un campo de batalla. Lo había sido antes, en otras ocasiones, pero probablemente nunca se volvió a respirar tanta tensión en el mismo lugar, epicentro del municipio caraqueño de Chacao y símbolo de la oposición al Gobierno de Nicolás Maduro. Era el 30 de julio de 2017, una jornada decisiva que marcó un punto de no retorno. Venezuela eligió una Asamblea Nacional Constituyente en una votación improvisada en medio de una ola de movilizaciones, que dejó más de 150 muertos, con la que el chavismo buscaba deshacerse de la Asamblea Nacional. El Parlamento estaba controlado desde 2015 por las fuerzas críticas con el régimen y se había convertido en su plataforma política. Ese día, entre los gases lacrimógenos, las cargas y las barricadas, se consumó la fractura institucional del país. Y en la sociedad, ya muy polarizada, algo se acabó de romper.
La fotografía encierra las premisas de todo lo que vino después: la aceleración de la crisis, el boicoteo de las elecciones presidenciales de 2018, el desafío de Juan Guaidó, el llamado cerco diplomático, la multiplicación de las sanciones internacionales —sobre todo de Estados Unidos—, los intentos fallidos de provocar una rebelión en el seno de las Fuerzas Armadas, las asonadas e incluso las disparatadas acciones militares como el desembarco en dos playas próximas a Caracas con desertores y veteranos de las Boinas Verdes. Todos estos episodios tenían un objetivo: derrocar a Maduro. El sucesor de Hugo Chávez, sin embargo, sigue en el poder y el aparato chavista se dispone a cerrar el círculo este domingo con la celebración de elecciones parlamentarias.
Estos comicios, a los que no acuden los principales dirigentes de la oposición al considerar que carecen de garantías suficientes, van a terminar de despojar de poder, por muy simbólico que fuera, a Guaidó y sus aliados. Hay un sector minoritario de la oposición que llegó a acuerdos con el chavismo en los últimos meses y que sí participará. Pero su presencia, con experimentados políticos antichavistas de perfil moderado como Henri Falcón o Timoteo Zambrano, no tiene capacidad de inclinar la balanza. La votación, en un ambiente de elevada desmovilización y con una abstención que según una estimación de la firma Datanálisis puede rozar el 70%, es la crónica de un resultado anunciado. Pero el horizonte también es más nítido. El 5 de enero tomará posesión la nueva Asamblea Nacional, que no contará con el reconocimiento de las decenas de países que respaldaron a Guaidó. Sin embargo, se darán todas las condiciones para un enroque de la llamada revolución bolivariana, lo que varios analistas ven como una suerte de “cubanización” del país.
En este contexto resultará clave el lugar de Caracas en el tablero internacional y sus equilibrios con las principales instancias de América y de Europa. Esto es, la futura Administración de Joe Biden y la Unión Europea. Maduro logró sobrevivir a Donald Trump, que, si bien no consiguió resultados reales en su plan de sacarlo del poder, multiplicó la presión desde Washington, agitó el fantasma de las acciones militares, aplicó nuevas sanciones e impulsó a Guaidó. Lo hizo sobre todo hasta principios de 2020, cuando también la Casa Blanca se percató de que la oposición no iba a poder con el chavismo. Hubo un momento en los primeros meses de 2019, después de que el líder opositor y jefe del Parlamento se proclamara presidente interino, en que se respiraba un clima de cambio inminente en Venezuela. Y Estados Unidos contribuyó a crear esa percepción. “La intervención ya está aquí”, comentó entonces, durante una reunión en un despacho de Caracas, un veterano dirigente y colaborador de Guaidó. Esa idea de intervención consistía en llamadas que el Departamento de Estado realizaba a altos cargos chavistas para presionarles y convencerles de que dieran la espalda a Maduro. El mismo canciller, Jorge Arreaza, confirmó a EL PAÍS haber recibido —y rechazado de plano— una oferta.
A partir de enero es probable que la relación con la Administración de Biden comience a cambiar de forma paulatina. Raúl Gallegos, director de la consultora Control Risks, anticipa que se verá “un giro hacia la diplomacia”. Sin embargo, ese cambio será lento y, en su opinión, puede durar un año o dos. Primero hay que entender qué está pasando, considera. Ese intento es también una oportunidad de acercar las posiciones de Washington con Bruselas, que en la última etapa se desmarcó de Trump al mostrar una mayor apertura a las negociaciones entre las partes. En septiembre, la Unión Europea abrió incluso la puerta a reconocer estas elecciones y participar con una misión de observación. Sin embargo, al final una delegación de enviados del alto representante para Asuntos Exteriores, Josep Borrell, determinó que no se daban las garantías básicas para una competición leal y pidió aplazar la votación. El Gobierno negó esa posibilidad y se volvió a romper la baraja.
A eso se añade otra consideración geopolítica. El mapa de América Latina ha cambiado de forma significativa en los últimos tres años. El Gobierno bolivariano, que sigue contando con el apoyo de China, Rusia, Turquía o Irán, sufre hoy menos presión incluso en la región. Con la salvedad de Colombia, que se mantuvo alineada con la estrategia de Trump, el panorama es distinto. Tanto el presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, como el argentino, Alberto Fernández, no están dispuestos a interferir en Venezuela. En Bolivia, el Movimiento al Socialismo (MAS) de Evo Morales ha regresado al poder. Perú y Ecuador celebrarán elecciones en los próximos meses. E incluso el ultraconservador Jair Bolsonaro en Brasil, que se encuentra en las antípodas ideológicas del chavismo, no tiene interés en la política regional. “Lo que más llama la atención es que el tema ya no ocupa espacio en el debate público”, explica Oliver Stuenkel, profesor de Relaciones Internacionales en la Fundación Getulio Vargas de São Paulo. “En 2019 supieron movilizar a la comunidad internacional para que Venezuela fuera un tema de interés que ocupaba las primeras páginas de los periódicos. Y esto genera presión política. La clase política discutía sobre Venezuela y había una presión por el tema de los refugiados. Se generó una expectativa de que algo iba a cambiar, pero la situación quedó un poco parada y surgieron otros temas”, continúa.
La pandemia de coronavirus y sus consecuencias económicas han acelerado ahora ese repliegue, que corre el riesgo de convertirse en olvido. Incluso Trump, de haber ganado las elecciones, hubiera tenido otras prioridades en un segundo mandato. Y también en las calles de Venezuela, azotadas por una gravísima crisis social y económica, el desastre de la gestión pública y la hiperinflación, se ha percibido esa caída de interés en la política. “La desmovilización es evidente. Más allá del resultado que vamos a ver, no hay una motivación”, apunta Luis Vicente León, director de Datanálisis. “De entrada, las elecciones parlamentarias tienen menos atractivo que las presidenciales. Segundo, hay una gran desconfianza de la población en resolver problemas y provocar un cambio en Venezuela. Y, por tanto, no existe motivación de voto”.
No es la primera vez que los principales partidos de la oposición, que fueron laminados de facto por el Tribunal Supremo que en junio descabezó sus cúpulas, rechazan participar. Lo hicieron en las presidenciales de 2018, en las regionales y en las municipales. Y también, hace 15 años, en otros comicios parlamentarios. “¿Esa abstención significa algo?”, se pregunta León. “Lamentablemente no, no es una acción, sino es decisión pasiva. La probabilidad de provocar un cambio es nula. Tú puedes celebrar que ha habido una abstención elevada, ¿y qué? No significa nada. En 2005 también se abstuvo la oposición, la participación fue del 30% y no pasó nada”. El único líder opositor de peso que se planteó participar fue Henrique Capriles, convencido de la necesidad de combatir al chavismo con lo que calificó como un “hecho político real”, es decir, la competición electoral. Este dirigente hubiera sido el único con capacidad para hacer sombra al Partido Socialista Unido de Venezuela y el llamado Gran Polo Patriótico, la opción oficialista representada por candidatos como Diosdado Cabello o el exministro de Comunicación Jorge Rodríguez. Pero cuando la UE optó por no participar en la observación, también Capriles dio un paso atrás.
La cúpula del chavismo, que ha ganado 22 de las 24 elecciones celebradas desde 1998, muchas de ellas en medio de acusaciones de fraude, se ha mostrado segura de que no pasará nada más allá de su afianzamiento en las instituciones. El reconocimiento internacional no les preocupa. Y al mismo tiempo saben que Guaidó está profundamente debilitado y que el poder simbólico acumulado en los últimos dos años se desvanecerá cuando tome posesión la nueva Asamblea Nacional. Maduro está tan convencido de su victoria que en el cierre de campaña se comprometió a dejar el poder si ganan los partidos minoritarios de la oposición. “Si ganamos nosotros, vamos palante. Pero también tengo que decir, al pueblo se lo digo, que dejo mi destino en sus manos: si vuelve a ganar la oposición, yo me voy de la presidencia”, lanzó. El envite es exclusivamente retórico. Este domingo su Gobierno demostrará una vez más su capacidad de resistir las presiones, su voluntad de jugar según sus reglas y consolidará un poder que no está dispuesto a ceder.