Lo que los videojuegos hubieran inspirado a Karl Marx: “No es posible emancipar a los ‘gamers’, pero sí cambiarlos”
El filósofo Antonio Flores Ledesma aplica en ‘Marx juega’ el pensamiento del padre del socialismo científico a la industria lúdica y el funcionamiento de sus narrativas
En el videojuego Little Big Workshop (2019), el jugador es el administrador de una fábrica y su misión es llevarla a los máximos niveles de eficiencia. Los personajes existen solo para ser exprimidos laboralmente. Cuando algunos llevan demasiado tiempo trabajando, caen rendidos al suelo, mientras otros compañeros les esquivan y continúan la tarea. Después de descubrir este juego, Antonio Flores Ledesma (Villafranca de los Barros, Badajoz, 32 años) se hizo la pregunta obvia: ¿qué diría Karl Marx?...
En el videojuego Little Big Workshop (2019), el jugador es el administrador de una fábrica y su misión es llevarla a los máximos niveles de eficiencia. Los personajes existen solo para ser exprimidos laboralmente. Cuando algunos llevan demasiado tiempo trabajando, caen rendidos al suelo, mientras otros compañeros les esquivan y continúan la tarea. Después de descubrir este juego, Antonio Flores Ledesma (Villafranca de los Barros, Badajoz, 32 años) se hizo la pregunta obvia: ¿qué diría Karl Marx?
“El marxismo como sistema de pensamiento tiende a la globalidad, a tener todo interconectado. Eso permite trasladar de manera más o menos exitosa su modelo de crítica a los videojuegos”, explica el doctor en Filosofía, que en el ensayo Marx juega. Una introducción al marxismo desde los videojuegos (y viceversa) (Episkaia, 2022) aplica las teorías del coautor de El Manifiesto Comunista a los contenidos y la mecánica de diferentes videojuegos. También las de otros seguidores: a lo largo del libro, Ledesma imagina lo que habría pensado Aleksandra Kollontái de Tomb Raider, Theodor Adorno de Hollow Knight o Walter Benjamin, tan interesado en las implicaciones de la reproducibilidad técnica de las obras de arte, de los videojuegos retro.
Una analogía que el escritor explora es la del estado de cosas como orden natural aceptado: en el caso del videojuego, la premisa o lógica de funcionamiento que se asume para jugar. “Si tenemos un sistema que nos obliga a interiorizar ciertas formas o relaciones de producción, así como sociales, políticas o institucionales, eso nos afecta en la forma en que utilizamos la cultura. No creo que, por ejemplo, en Little Big Workshop la desarrolladora activamente pretendiese manifestar una ideología, sino mostrar la evolución y el progreso técnico fabril a través de la inversión, desde un punto de vista ideal. Lo que pasa es que ese punto de vista reproduce los elementos ideológicos del capitalismo y el liberalismo económico”, reflexiona.
“Lo normal es que esos temas simplemente se soslayen al no aparecer como problemas lúdicos, de desarrollo o de diseño. Otro caso es el de juegos como Kingdom Come: Deliverance [2018], donde sí hay una perspectiva claramente fascista”, dice, en referencia al director y guionista checo Daniel Vávra, que en su trabajo aborda la era medieval desde los postulados del nacionalismo blanco. La herencia de la hegemonía cultural según la lectura de Antonio Gramsci, el orientalismo o el tratamiento de todo lo ajeno a Europa como barbarie son otros de los aspectos que Ledesma analiza en lo relativo al género histórico, donde juegos como Total War: Rome II (2013) identifican a las facciones blancas mediterráneas con un inglés perfecto, mientras el resto es una amalgama de otredades de acento árabe, alemán o ruso.
El poder de la crítica
Antes de Marx juega, Antonio Flores Ledesma había coordinado junto a Paula Velasco el volumen Ideological Games (Héroes de Papel, 2020), colección de ensayos sobre el sustrato ideológico de los videojuegos, la necesidad de incorporar una visión crítica a su análisis y la potencia narrativa del medio. Fue, sin embargo, tras leer Utopía no es una isla (Episkaia, 2020), de Layla Martínez, cuando se decidió a “escribir un ensayo mucho más popular, un análisis cultural más accesible y asequible de lo que suelen requerir los temas de marxismo y política”. El propio Ledesma incide en el carácter de introducción que tiene el libro con respecto al pensamiento de los autores que cita, con la idea de que alguien que nunca haya profundizado en el marxismo pueda acercarse a él. “No quería presentarlo como una doctrina monolítica, sino una serie de corrientes de pensamiento que tienen una base común de crítica al sistema e interpretación de la realidad”, cuenta. “Me hubiera encantado introducir también el anarquismo y a autores como Proudhon, Bakunin o Kropotkin, pero había que ser sintético. Se hacen ciertas concesiones a una rigurosidad amplia para ser más conciso y sólido en el discurso”.
A su manera, Marx juega también es una reivindicación del propio ejercicio de la crítica, en un contexto, el del entorno gamer, tantas veces alérgico a la conversación política, cuando no directamente reaccionario hacia las reivindicaciones de inclusividad por parte de mujeres o personas racializadas. “La crítica es un espacio de mediación que ofrece visiones, lecturas y articulaciones diferentes de aquello que un producto cultural nos quiere presentar de manera inmediata. Permite elaborar un contradiscurso frente a ese otro discurso que, aunque no contenga intención autoral, se encuentra en el producto y en su representación de la realidad”, sostiene el autor. “El videojuego no tiene necesariamente ninguna responsabilidad, pero, por parte de quienes desarrollan, sí puede haber un compromiso mayor de ser conscientes de qué están desarrollando o qué efectos puede tener en la recepción. Así como en las relaciones en la empresa, entre las personas que hacen el juego, en la paridad, en el reconocimiento del trabajo…”.
¿Es posible, entonces, emancipar a los gamers? “No, sencillamente no se puede”, ríe. “Actuando dentro de los márgenes del mercado, un videojuego no puede actuar de forma emancipadora. Emancipa el conocimiento, la educación, la participación. Es verdad que los videojuegos, igual que la música, la literatura o el cine, aunque no tengan una finalidad educativa ni formativa, sí que educan y favorecen la asimilación de elementos culturales, sociales o relacionales. No soy tan negativo como para decir que un videojuego no pueda cambiar a un gamer odiador de minorías y convertirlo en una buena persona. Parece un escenario complicado, pero hay puntos de apoyo para que cambie el panorama y se construyan unas comunidades del videojuego mucho más abiertas y respetuosas”.
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