“Cuatro amigas que transgredieron las normas”: por qué ‘Las chicas de oro’ se ha convertido en un símbolo ’queer’ 40 años después
La serie, en la que un divertidísimo cuarteto de mujeres compartían casa y los retos de la edad madura, puso sobre la mesa debates impensables para un programa familiar, desde el sida hasta el sexo o la soledad
En la imagen final de la primera temporada de Looking, serie de la HBO sobre la moderna vida gay de San Francisco, el protagonista se mete en la cama junto al amante al que no sabe si debe dejar y, mientras lo decide, alcanza el portátil y pulsa play. Lo que escuchamos a continuación son los chistes encadenados de un episodio cualquiera de Las chicas de oro. El muchacho sonríe, como quien regresa de un tormentoso viaje lejos del hogar, y al fundido a negro lo acompaña la sintonía de la hoy clásica comedia.
Este homenaje metatelevisivo es uno de los innumerables destellos que sigue reflejando la sitcom que demostró que las mujeres mayores podían ser glamourosas, mordaces y muy divertidas. Recién cumplidos los cuarenta años de su estreno (el primer episodio se emitió en Estados Unidos en septiembre de 1985, a España llegó justo un año más tarde), el periodista Pedro Ángel Sánchez dedica un ensayo a entender la proporción áurea que conformaron Dorothy, Blanche, Rose y Sophia, los cuatro elementos de uno de los pilares más sólidos y celebrados de la cultura LGTBIQ+ global.
En Las chicas de oro: la serie que nos enseñó que las amigas son la familia elegida, editado por Dos Bigotes, Sánchez disecciona la que considera “una gran oda a la amistad”, además de “una serie que sigue gustando a nuevas generaciones”. La incorporación de los episodios al catálogo de Disney+ en enero de 2022 ha renovado el cariño por una serie que la comunidad gay siempre ha tenido muy presente. “El modelo de convivencia que muestra ha ido ganando terreno con el tiempo”, considera el autor. “Estas son mujeres maduras, en principio destinadas a un marido y a unos hijos, y que trasgreden esas normas mientras disfrutan de todos los aspectos de su vida”.
No cuesta imaginar por qué un colectivo expulsado de los esquemas tradicionales escogió Las chicas de oro como referencia. Para la guionista Paloma Rando una de las claves es que las habitantes de la casa compartida en Miami muestran que “hayas cumplido o no las normas sociales, es un ideal poder pasar los años de tu retiro junto a gente a la que quieres”. Amplía el argumento Borja Terán, periodista especializado en televisión: “Los cuidados se dan en relaciones que se salen de los estándares: la pareja, el matrimonio y la familia de sangre. Aquí quienes se cuidan entre sí son amigas”. Para el experto, “la buena televisión es la que rompe el prejuicio del espectador, la que complejiza la realidad”.
¿La primera familia elegida de la tele?
De los muchos prejuicios que la serie enfrenta, el principal es sin duda el miedo a envejecer, algo que atraviesa de una manera especial al colectivo LGTBIQ+. Ahí es donde las chicas doradas arrojaban más luz. “Haber vivido en soledad, aunque estés rodeado de gente, por no poder compartir tu intimidad o tus problemas, es algo muy común en el colectivo”, continúa Rando. “Y a eso se suma que especialmente la parte gay adolece de un gran edadismo, adora todo lo que es joven y desprecia lo que no lo es. Así que llegar a una edad en la que te puedes sentir aislado y en cambio vivir con gente que te entiende, aunque discutas, es un triunfo total”.
Porque hacerse mayor tiene aspectos positivos, como las cuatro protagonistas mostraban. “Envejecer, y más como mujer, y más aún como mujer sola, te priva de muchas cosas”, explica el cineasta Julián Génisson. “Pero también tiene algo poderoso: lo que piensen de ti pierde toda importancia. Puedes ser quien te dé la gana”. Autor del reciente tratado sobre la risa Deshacer el ridículo (La caja books), Génisson añade que para quien “no tiene encaje en el modelo de convivencia tradicional, la forma de vida de Las chicas de oro tiene algo de utópico. Ya que hay que hacerse mayor, mejor que sea entre amigas”.
Temporada a temporada, las cuatro chicas acumulan un sinfín de amantes, rollos, novios formales y hasta bodas más o menos exitosas –en el primer episodio Blanche es plantada en el altar, Sophia está a punto de contraer nupcias en la cuarta temporada, Dorothy se acaba casando al final de la serie–, pero nunca renuncian a sus vínculos principales, que son los que mantienen entre ellas. Ese es otro de los encantos que identifica el guionista Juan Flahn (autor de algunos episodios de la reciente Furia) sobre el idilio de las chicas con el público gay: “Queríamos ver las aventuras de estas mujeres liberadas que no tenían que justificarse ante nadie. Esa era la gracia, que no había hombres a los cuales rendir cuentas. Ellas eran completamente independientes, y eso daba muchísimo gusto”.
Si Las chicas de oro no fue la primera en mostrar lo que se ha dado en llamar familia elegida, desde luego sí ha sido la que mayor escuela ha creado. “Sexo en Nueva York es una clara heredera”, sentencia Juan Flahn. “No eran tan mayores, pero tampoco eran unas jovencitas, y esa forma de compartir sus desvelos, incluso sus problemas sexuales íntimos, ya está en Las chicas de oro”. Otro de los productos televisivos más claramente influidos tiene su origen en la propia serie. Pedro Ángel Sánchez explica que “Marc Cherry, creador de Mujeres desesperadas, fue guionista de Las chicas de oro. Fue él quien acuñó la regla de oro del cuatro: series con cuatro personajes femeninos basadas en la relación entre ellas”. Que, como todas las reglas, tiene sus excepciones. “Algunos proyectos de este tipo no han funcionado”, agrega el periodista.
Risas congeladas
Las chicas de oro, creada por la guionista Susan Harris, incluyó temas dolorosos y complejos en la fórmula de su efectivo mecanismo de comedia. Según el análisis de Paloma Rando, “los resortes que utiliza la serie para generar comedia son los de siempre en el cine y en la tele: el enredo, gags físicos, chistes recurrentes…”, desgrana. “Por eso no cansa, aunque la veas una y otra vez, porque en estructura y recursos es clásica, pero innovadora en sus temas”. Para la guionista, “otras series que pretenden reinventar la rueda caducan pronto, las que innovan en la temática más que en lo formal perduran mejor”.
A lo largo de sus siete temporadas y 180 capítulos, cuestiones como la eutanasia, el sinhogarismo, las enfermedades mentales o la inmigración protagonizaron algunas de las tramas. “Es una serie que nos ha enseñado a ser empáticos”, recuerda Sánchez, “y la cuestión de la diversidad sexual está muy presente desde el principio”. La visita de una amiga lesbiana, el apoyo a un concejal trans o el gusto por el travestismo del hermano de Dorothy serán algunos de los puntos de esa visibilidad, aunque el momento más recordado en este sentido es el argumento que incluyó la crisis del sida.
En 72 horas, episodio de la quinta temporada emitido por primera vez en 1990 –año en el que Estados Unidos registró más de 18000 muertes por esta pandemia, y España unas 2000–, la ingenua Rose, interpretada por Betty White, debe esperar tres días para recibir el resultado de la prueba del VIH tras una posible infección durante una operación. En un momento de flaqueza, echa en cara a Blanche, la más atrevida de las compañeras de casa, de que en todo caso le debería estar ocurriendo a ella, que se ha acostado con “cientos de hombres”. A lo que el personaje encarnado por Rue McClanahan responde que el sida “no es un castigo por los pecados” y puede afectar a cualquiera.
Para el autor del ensayo sobre la serie, que algunos episodios como este –que sigue siendo usado como recurso por asociaciones de personas que conviven con el VIH– “no tuvieran miedo a la hora tocar temas espinosos en un producto familiar es loable. Y además es que, mientras lo hacían, la serie seguía siendo igual de divertida”. ¿Puede ser esa una de las claves de que haya envejecido tan bien? Para Julián Génisson “el humor de Las chicas de oro nunca fue rancio. De hecho, muchos de los temas que tocan son absolutamente actuales, como el infierno de la vivienda o la necesidad de reinventarse en el mercado laboral, a la edad que sea”.
Otro aspecto que aprecia el autor de Deshacer el ridículo es “que la serie en ningún momento ridiculiza a las chicas: son ellas las que se ríen unas de otras”. Y eso a pesar de que no tienen miedo a llamarse de todo las unas a las otras, algo que también conecta con la cultura gay. “Decir las verdades y convertir insultos en un chiste es algo que hacemos”, reflexiona Pedro Ángel Sánchez, “igual ellas llaman pendón a Blanche o mojigata a Rose sin problema”. Un tipo de humor tan en el ADN del colectivo que la parodia drag de Las chicas de oro en San Francisco (Golden Girls Live) lleva décadas convertida en un clásico de la ciudad.
El legado de oro
El impacto de la comedia, que terminó en 1992 a causa de la salida de Bea Arthur –llegó a haber una continuación sin Dorothy, The Golden Palace, que no pasó de la primera temporada– se notó dentro y fuera de la televisión. En primer lugar, significó un aumento en la autoestima de las mujeres maduras representadas en televisión. “No hay que olvidar que parte de la transgresión es a nivel estético”, recuerda Pedro Ángel Sánchez. “Siempre salieron divinas, guapísimas, con una ropa increíble. Y que eso lo hicieran mujeres mayores era novedoso. Rue McClanahan llegó a confesar que encarnar a Blanche le permitió quererse más a sí misma”.
Ese añadido de glamour ha conservado a Las chicas de oro en un estupendo formol. “Ahora mismo ves los modelos, las hombreras, los colores, la decoración… Es una máquina del tiempo maravillosa”, celebra Juan Flahn. “Diría que incluso ha ganado en atractivo con las décadas, porque ahora es una cápsula que nos lleva a un mundo más amable”. Un mundo con el que durante sus años de emisión el público solo podía soñar, pues como recuerda Sánchez, la serie triunfó en unos años en los que “muchas de nuestras abuelas seguían sin irse a tomar un chocolate con las amigas, porque podía estar mal visto”.
Al final, revestir de fantasía y chistes unas vidas que siempre se nos habían mostrado como indeseables (otro punto en común de las señoras sin familia tradicional y el colectivo LGTBIQ+) es el gran éxito de esta ficción televisiva. “La serie se basa en gran medida en ilusiones cotidianas: un ligue, ir a tal fiesta, quedar bien con alguien, vivir un momento bonito”, desgrana Borja Terán, “y eso es lo que nos mueve en el día a día, sentirnos cuidados y tener ilusiones”. El periodista desearía “envejecer con la red de cuidados de Las chicas de oro. Esa capacidad de adaptarse y tirar adelante es lo que nos tiene que mostrar la tele”.
Quizás no haga falta teorizar tanto: “ellas eran muy maricas, los personajes y las actrices que las interpretaban”, resume Pedro Ángel Sánchez, que en el volumen que ha dedicado a la serie explica que “todas eran muy defensoras del colectivo a nivel personal”. Las intérpretes venían en buena medida del mundo del teatro, y “se movían en círculos muy gais, en ese momento tan afectados por la crisis del sida”. En algunos bares de ambiente de Estados Unidos todavía se recuerda cómo, semana a semana, la música se detenía en las pistas de baile durante los veintitrés minutos de cada nuevo episodio.
Más allá de las risas, Estelle Getty (Sophia) se convirtió “en una verdadera activista” en el tema del VIH, mientras que Bea Arthur (que había sido una gran figura en Broadway antes de chica de oro) “dejó 300.000 dólares en su testamento a una asociación de acogida para jóvenes LGTBIQ+. Era su mundo”, remata el autor. Un mundo que sigue recordando y reivindicando a cuatro mujeres cuya amistad continúa siendo una inspiración y una aspiración.