Precios disparados, menús clónicos y comidas cronometradas: la cara b del bum gastronómico madrileño

Madrid es una de las mecas mundiales de la restauración, pero el fenómeno también tiene sus inconvenientes, como el cierre de tabernas históricas o dinámicas que provocan que el comensal, al final, solo se sienta parte de un ‘excel’

Las terrazas de la Plaza Mayor de Madrid al atardecer en una fotografía tomada en 2012.UCG (UCG/Universal Images Group via G)

Sopla un viento fuerte, otoñal, que agita las hojas de los árboles y hace que la clientela se recoloque en las sillas de metal situadas en un cuadrado pintado a tiza sobre el suelo en Santa Ana, una de las plazas más concurridas de la capital. Las terrazas madrileñas, emblema de la ciudad, son espacios ubicuos que se mueven entre el sueño y la pesadilla donde todo es posible: desde una cuenta de cinco euros por un café mediocre hasta que una croqueta casera de jamón parezca la misma cosa sin sustancia en un centenar de sitios diferentes. Es parte del lado oscuro de Madrid, nueva meca de la cocina mundial.

Los números no mienten: los 9.768 restaurantes de 2020, antes de la pandemia que tanto daño hizo al sector, se convirtieron en 10.216 en 2023. Pero el éxito tiene su precio. La edad dorada de la gastronomía lo es también de la homogeneización de sus recetas, de las cartas clónicas, de la deshumanización del cliente y de un aplanamiento general de propuestas que un día fueron innovadoras y hoy resultan repetitivas.

El periodista estadounidense Kyle Chayka, especializado en tecnología y cultura de internet, ha estudiado este universo blanco y plano en el que nos relacionamos. “Mundofiltro es como denomino a la vasta, interconectada y, sin embargo, difusa red de algoritmos que hoy influye en nuestras vidas y que ha tenido un efecto especialmente relevante en la cultura y su consumo”, escribe en Mundofiltro (2024, Gatopardo), una de las obras que mejor ha sabido bucear en los males digitales y los desafíos a afrontar en nuestra sociedad. “Los éxitos culturales de Mundofiltro son evidentes”, continúa explicando Chaika, firma habitual en The New Yorker o The New York Times. “Entre ellos se encuentran fenómenos como las tendencias de diseño estereotipadas que asolan Instagram, los interiores minimalistas o los logotipos de palo seco que las marcas de moda han adoptado”. Si se observa con atención seremos capaces de ver como ese rodillo aplasta un gran número de proyectos gastronómicos.

Para Chayka, esa armonización del gusto se refleja claramente en las cafeterías de especialidad clónicas que pululan por todo el mundo. ”Supuse que la estética de la cafetería genérica se desvanecería, que sería solo una moda efímera”, recuerda en su ensayo. “Pero no ha hecho más que afianzarse. A medida que las plataformas digitales se han ido expandiendo, la homogeneidad que estas suscitan también lo ha hecho”.

'Autorretrato con botella de vino', de Eduard Munch.Heritage Images (Getty Images)

“La homogeneización global resulta salvaje”, dice Rodrigo Varona, fundador de la agencia de comunicación Brandelicious, detrás del mensaje de las propuestas del chef Dani García o de hitos como Saddle, Desde 1911 o Gofio. “¿Cuántos negocios vemos que abren y enseguida lo imitan otros, y muchas veces con más éxito? Coger un concepto que ya existe y mejorarlo es más fácil que crearlo”.

La sensación de repetición tiene cada día más peso. “La homogeneidad que ya existía antes, con Instagram se ha vuelto aún más evidente, y eso ha generado una crisis tremenda”, resalta Varona. “Ya ni siquiera hace falta viajar para copiar; la gente copia directamente de los posts”. Ya todo está visto, nada es novedoso. Las cartas, por ejemplo, parecen cambiar al unísono: si en 2008 lo ubicuo era el foie y las vieiras, ahora no se puede esquivar el pan abriochado con mantequilla y anchoa o la tarta de queso fluida. “El otro día me llegó una nota de prensa que decía: ‘Un concepto nunca visto”, comenta Varona. “Y cuando leías, veías que el menú incluía gyozas, ensalada con quinoa, pastrami... Y piensas: ¿nuevo?”.

Lo primero que se le ocurrió montar a Miguel Bonet, al frente de Ansón & Bonet, una consultora que ayuda a lanzar negocios vinculados a la gastronomía, fue un puesto de bagels. “Aquello fue un desastre. Nadie sabía lo que eran. La gente, al ver el agujero, se pensaba que serían donuts”, ríe recordando aquella experiencia de hace una década. Ahora sus ideas impactan directamente en el mercado. Este septiembre presentaba cinco nuevos proyectos junto a su socia, Alejandra Ansón. En el día a día se encuentra con potenciales clientes que solo buscan replicar iniciativas que ya funcionan. “Hay poca visión empresarial. La entrada en la hostelería parece muy accesible. Es decir, todo el mundo piensa que es fácil”.

Bonet invita a quien quiera montar un negocio a que primero se haga varias preguntas: ¿eres capaz de llevarlo a cabo? ¿El lugar donde lo quieres abrir es el apropiado? ¿Los precios que piensas poner tienen sentido? Y, lo más importante: ¿de verdad es necesario? “Creo que uno de los principales problemas es que no se reflexiona lo suficiente antes de abrir un negocio. La hostelería no se ve como algo serio, sino que se abren negocios por capricho o simplemente porque a alguien le gusta determinada cocina”, comenta y desmenuza el que es el enésimo concepto culinario japonés que ha abierto cerca de la zona donde vive. “Por eso tantos locales terminan cerrando, lo cual es un drama. ¡Quién necesita otro sitio de sushi!”.

En otra de las plazas más solicitadas por el madrileño de a pie, Olavide, en Chamberí, un joven agita el brazo con vehemencia, intentando llamar la atención del camarero. La falta de mano de obra, muchos apuntan que por causa de sueldos infames y horarios de esclavitud, se nota en todas partes. “No es posible encontrar a gente cualificada. Tampoco es fácil darles formación, y, al final, una parte importante del acto de ir a comer, la hospitalidad, se ve mermada”, dice Alfonso Hurtado de Amezaga, al frente de la guía Macarfi, un ranking elegido por gourmets.

Ilustración de un cliente airado.CSA Images (Getty Images/CSA Images RF)

El camarero aparecerá 10 minutos después. “Queremos una ración de tacos y un tartar de salmón. Todo para compartir”, indica mientras pide cinco “cañas de cerveza”, que vendrán en formato doble. A pesar de la indignación, no podrán hacer nada por cambiarlas. “En el exterior siempre servimos esta medida”, se excusa la persona que atiende las mesas. Es una de las consecuencias del éxito de las terrazas. Hay tanta demanda que muchos establecimientos han decidido implantar nuevas reglas para lo que llaman de forma eufemistica “optimizar su uso”. Por ejemplo, no servir bebidas con poco margen como cafés o cañas. Solo se sirven dobles. En algunos lugares pasa incluso en el interior del local a partir de determinada hora. También se establece el tiempo máximo que se puede ocupar una mesa sin consumir o se elimina el servicio en la barra. En los restaurantes empieza a ser habitual que haya turnos. “En muchos países está asentadísimo, y en España crece. Pero también muchos clientes lo rechazan”, contaba recientemente Bonet en una polémica entrada en su perfil de LinkedIn, donde destacaba que el doble turno estaba mas enfocado “a modelos de fast-casual y casual-dining”.

La víctima de estos fenómenos es, primero, la espontaneidad, y segundo, lo fundamental del término hospitalidad: el desinterés. El comensal se siente parte de un excel de rentabilidad en el que todo está medido y donde su felicidad ya no es lo principal. Se maltrata al cliente, al producto y a veces a los dos. “Es cierto que la gastronomía se ha convertido en una especie de moda, y hay mucha gente que añade cosas a sus cartas sin tener un verdadero conocimiento o entendimiento de los productos que están ofreciendo”, señala la activista del queso Clara Díez, además de pensadora y fina analista de la actualidad culinaria en páginas como las de S Moda. “En ocasiones, parece que se aprovechan de esa falta de conocimiento del consumidor para vender productos que no siempre justifican su precio”.

Pero nada de lo anterior ha evitado que los precios se disparen. La desconexión entre el coste del producto y el precio que finalmente paga el cliente es un fenómeno que se está volviendo común. “Hoy en día, el precio de un plato o una experiencia gastronómica está influenciado por muchos factores que no tienen que ver directamente con la calidad del producto en sí”, piensa Díez, que a su vez enumera aspectos como el diseño del local, la experiencia visual o el posicionamiento del restaurante. “Todos estos elementos parecen haber tomado un protagonismo excesivo en la determinación del precio. Incluso la imagen corporativa o el branding tienen un impacto significativo en el tique medio”.

Otro gran perjudicado es el recetario tradicional. “Es cierto que el nivel medio de la oferta gastronómica ha mejorado en comparación con hace 20 años, pero ha traído consigo una cierta estandarización que, de alguna manera, ha diluido lo que antes hacía única a la cocina tradicional”, añade Luis Moreno Maldonado, gastrónomo madrileño que reivindica los sabores de antes en sus redes, donde cuenta con 20.000 seguidores. “Es decir, hemos ganado en cantidad y accesibilidad, pero muchas veces a costa de sacrificar calidad y autenticidad”.

Una gran parte de la oferta se basa en productos de quinta gama o procesos industrializados que no tienen ese alma que solían tener los platos que requieren tiempo, cuidado y respeto por la tradición. Hace dos décadas, el desaparecido Santi Santamaria escribía sobre la importancia de la cocina de producto en un momento en el que la vanguardia era omnipresente. Lo hacía en el libro Palabra de cocinero (2005). Por esa misma época, la periodista Julia Pérez escribía sobre el permanente conservadurismo de la cocina madrileña en una guía de locales. “La oferta de Madrid ha cambiado y ahora es mucho menos conservadora que cuando yo escribí eso”, indica. “La parte negativa es que las casas de comidas tradicionales y las tabernas que formaban parte de su identidad cultural están desapareciendo”. “Madrid se ha disparado, es una locura”. Ese parece el sentir popular de la mayoría de los entrevistados. Una ciudad que cambia sin meditar sobre su presente, mucho menos su futuro. Un porvenir que es necesario mirar con un punto de vista crítico. Si no, como dice el refrán popular, terminarán matando a la gallina de los huevos de oro. Y posiblemente alguien la cocinará y la servirá con pan de brioche.

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