Hombres, pistolas y falos: cómo el ‘western’ se convirtió en el jardín de las delicias de la masculinidad
El género de la hombría por excelencia ha sido también el lienzo en el que reflejar todos los tipos de hombres que existen y todas las relaciones que pueden establecerse entre ellos, de una manera cada vez más libre y explícita en los últimos años
Allá en el siglo XX ponían por televisión muchísimas películas. Algunas eran westerns, más conocidas como pelis del oeste, y venían etiquetadas como productos de consumo masculino. Películas de hombres y para hombres, como casi todo el cine histórico o de aventuras, donde la mujer tenía reservada una función doméstica o romántica en tercer plano. El protagonismo estaba reservado para los héroes. Entre el héroe y la mujer se localizaba el villano, a menudo de masculinidad fronteriza, también al servicio del protagonista. Las vicisitudes de todos ellos tenían lugar en un territorio peligroso en proceso de civilización habitado por los indios, que solían representar la función del monstruo.
Esta es una mirada bastante condescendiente hacia un género que, con mayor o menor libertad para ser explícito, siempre se las ha apañado para reflexionar en profundidad. Sin embargo, el prejuicio continúa vigente todavía de alguna manera, a la vez que el género evoluciona con los tiempos y mantiene una salud de hierro.
Es curioso que un género localizado de forma tan concreta en el tiempo y el espacio, el escenario fundacional de los Estados Unidos de América, haya desbordado sus propios límites de una manera tan desmesurada. Ya no es que el western se haya mezclado con tantos géneros que el significado del término se haya desintegrado, es que se ruedan y escriben westerns por todo el mundo: el spaghetti y el chorizo western son, respectivamente, películas del oeste hechas por italianos y españoles, y me apuesto el pellejo a que también hay por ahí un buen puñado de curry westerns. En España, las novelas de Marcial Lafuente Estefanía, Juan Gallardo Muñoz o Francisco Caudet Yarza se escribían por miles y se leían mayoritariamente.
Solo en los últimos años han visto la luz En la costa desaparecida (Francisco Serrano), Basilisco, La araña y Matamonstruos (Jon Bilbao), El sheriff Goodman contra Pinhead (Takeshi García-Ashirogi), Extraña forma de vida (Pedro Almodóvar), La tierra yerma (Carla Berrocal) o la colección de novelas de bolsillo Proyecto Estefanía, que cuenta ya con más de una decena de títulos. Todo chorizo westerns. Más allá del indiscutible poder colonizador cultural estadounidense, el Oeste parece haber trascendido a la categoría de espacio mitológico que cualquier terrícola maneja en su imaginario personal. Naturalmente, un género tan exuberante ha trascendido también a sus propias reglas y prejuicios, arrebatándole el punto de vista al hombre blanco para prestarle atención, ya sea explícita o clandestinamente, a los conflictos de las mujeres, los nativos y hasta de “el otro hombre blanco”, o sea, los villanos y las personas de sexualidad complicada, que a menudo se confunden. Pero empecemos por el principio.
Dorothy M. Johnson (1905-1984), la gran dama del western, fue una escritora que dedicó su obra a repartir el protagonismo igualitariamente entre todos los habitantes del territorio. En sus historias, las mujeres, los nativos y hasta las nativas son tan protagonistas como el hombre blanco. Sus crónicas y relatos son escalofriantemente buenos, emocionantes, moralmente complejos. Cuando le preguntaron qué hacía una mujer escribiendo western dijo que la inclinación a escribir sobre la frontera no era una habilidad ligada al sexo como el pelo en el pecho. Y cuando ella misma se preguntó si un western podía estar protagonizado por un señor que no fuese valiente ni supiese disparar escribió El hombre que mató a Liberty Valance (1953), lo que nos da la medida tanto de su talento como de su importancia. ¿No es acaso este experimento de Johnson, el de poner el foco sobre el cobarde, una reflexión sobre masculinidades?
Es más fácil de explicar a través de la película que hizo John Ford, uno de los maestros del western (irlandés, curiosamente), a partir del relato de Johnson. Dos hombres muy distintos, John Wayne y James Stewart. No hay más que verlos: masculinidad dura y masculinidad blanda, si se me permite la imagen. Johnson parte del héroe clásico del western, Wayne y su masculinidad monolítica, con su pistolón en la cadera como símbolo de todo, su sobriedad viril que nunca se quita las botas y su rostro impenetrable, y añade una masculinidad novedosa con el cuerpo de Stewart y sus manos temblorosas que no se adaptan al arma. Se atreve también a cuestionar el relato oficial de los hechos, a sugerir que la Historia tal vez no sea como nos la han contado y a advertir sobre los peligros de fiarse de las apariencias en lo que a masculinidad se refiere.
El western clásico, gentrificador, a menudo trataba de blanquear los orígenes de una nación construida sobre el genocidio de manera tan reciente (al menos en las pantallas, no tanto en las páginas). Al desarrollarse en un lugar donde las mujeres escasean, acababa convertido también, a su pesar, en una reflexión acerca de en qué consiste eso de ser un hombre, como sucede en el género carcelario, marinero o de gangsters. En Gangsters maricas: excentricidad y furia en el cine negro (Juan Dos Ramos y Alex Tarazón, 2022) se explica cómo el consumidor habitual de cine negro ha sido incapaz tradicionalmente de ver los indicios obvios de homosexualidad entre la abrumadora presencia de masculinidad extravagante tan frecuente en el género. A menudo esa excentricidad no era otra cosa que una manera de camuflar la homosexualidad. Probablemente, haya sucedido lo mismo con el western, precursor directo del cine de gangsters. Era algo difícil de evitar en un mundo en el que los hombres se pasan el día midiendo sus símbolos fálicos en duelo.
Como reacción al western canónico y su apego al relato oficial de los hechos surge el spaghetti western, que incorpora la suciedad y la libertad de la falta de medios para ser testigo de todas las asquerosidades que suceden en la frontera. Sergio Leone y Ennio Morricone (italianos) hicieron juntos cinco westerns que son leyenda. Desde el personaje sin nombre de Clint Eastwood, que parte del mismo John Wayne para señalar por contraste a toda la galería de nuevos hombres, traza un viaje que se va tornando cada vez menos juguetón y más melancólico, un western que encuentra la épica más en las mezquindades que en las grandezas, festín de buitres, que se lame las heridas por la oportunidad desperdiciada cuando ya es evidente que el Nuevo Mundo cometerá exactamente los mismos errores que la vieja Europa. Leone y Morricone revolucionaron el Oeste desde la música, que se explayaba sobre los paisajes almerienses, granadinos o burgaleses, y desde el ritmo y el primerísimo plano, que convertía los rostros en paisajes. Rostros que se desafían entre sí, achicharrados por el sol, masticando tierra con los ojos entornados. Ni rastro de héroes: reos, rufianes, gañanes, buscavidas, pistoleros, bandidos, caciques, cazadores de recompensas, mineros, colonos, misioneros, desertores, desperados, militares que han perdido la fe, buenos, feos y malos, una colección formidable de granujas cubiertos de mugre que constituye un verdadero bestiario de masculinidades. Muchos de estos rufianes que ponían el rostro eran españoles, y hasta hay por ahí un almeriense con la cara de Henry Fonda que tiene justo la misma edad que la película Hasta que llegó su hora (1968).
Pero el caso de Leone no es representativo del spaghetti, que por lo general es un cine de bajo presupuesto empeñado en rizar el rizo. Ya sabemos que la relación entre el presupuesto y lo grotesco es inversamente proporcional, y lo fértil que es el suelo grotesco a la hora de encarnar proyecciones del subconsciente y representar lo que no se puede decir. En Oro maldito (Giulio Questi, 1967), una banda de forajidos amigos del oro y los chicos guapos se entrega cada noche al festejo desatado en ebriedad conjunta. Naturalmente, no podemos ver el corazón de la fiesta, pero el amanecer, con los cuerpos amontonados por el escenario, que recuerda a La caída de los dioses (Luchino Vistonti, 1969), no puede ser más elocuente. En Los Marcados (Alberto mariscal, 1971), western mexicano, los malvados fuera de la ley son dos homosexuales que están liados, no son afeminados y, por si fuera poco, son padre e hijo. Igual que la extravagancia, es un recurso clásico el de encarnar a los desviados en el papel de villanos para que el castigo ejemplarizante que invariablemente se les aplica ablande el corazón de la censura. En Requiescant (Carlo Lizzani, 1967), donde aparece el mismísimo Pasolini interpretando a un sacerdote revolucionario, el draculiano cacique está enamorado del pistolero más guapo y más rubio del lugar. En Salario para matar (Sergio Corbucci, 1968), Franco Nero, el héroe de labios carnosos, decide humillar a un malvado Jack Palance desnudándolo en medio de la plaza de toros y pintándole la cara de payaso. Palance, por cierto, está en una forma física admirable. El arquetipo de Ringo, el pistolero angel face, cuya belleza hace palidecer a la de las mujeres a su alrededor, es una constante en el spaghetti, probablemente propiciado por la necesidad de aprovechar el exceso de galanes del cine italiano. Gian Maria Volonté, Giuliano Gemma o Carlo Palmucci son buenos ejemplos. Y hasta Sancho Gracia asomaba de vez en cuando por el desierto de Tabernas.
Pero granujas, miserables, villanos, dandis, lechuguinos y fantoches aparte, la presencia explícita de la homosexualidad, sin coartadas, empieza a normalizarse en el género. Algunos de los ejemplos más populares, a pesar de ser considerados westerns, se desarrollan ya en el siglo XX. Es el caso de El poder del perro (novela de Thomas Savage en 1967, película de Jane Campion, australiana, en 2021), donde los protagonistas ya van en automóvil aunque vivan en un rancho y, más desvergonzadamente, Brokeback Mountain (relato de Annie Proulx en 1997, película de Ang Lee, taiwanés, en 2005), cuya acción es posterior a la de Grease o Dirty Dancing. La primera es la versión americana de Rebeca, pero cambiando a Mrs. Danvers por un ranchero solterón, asexual, maniático y cruel. La segunda en realidad es una historia clásica de maricas en el armario. Vale, los chicos son cowboys, así que sus historias serán westerns. Bastante crepuscular el primero, digamos que postwestern el segundo. Quedan excluidos de la categoría de western casos como el de Cowboy de medianoche (1969) o Dallas Buyers Club (2013) por desarrollarse en entornos urbanos. Como cantaba Willie Nelson y ahora repite Orville Peck, el cantante del antifaz, los vaqueros a menudo se hacen tilín entre ellos sin que nadie se entere.
Los libros han sido bastante más osados que el cine, la verdad. El hombre que se enamoró de la luna (1991) es una novela escrita por Tom Spambauer, un señor homosexual que se crió en la granja de sus padres, al lado de una reserva india, pero que emigró a Nueva York a tiempo de toparse con toda la crisis del sida. Es una de esas novelas que, si tienes la fortuna de tropezártela en la adolescencia, te deja turulato. Cuenta la historia de un indio criado en un prostíbulo de Idaho en plena fiebre del oro. Naturalmente, él se dedica al oficio más antiguo del mundo. La novela tiene una carga erótica tremenda y viene a contar, entre otras muchas cosas, que en el Oeste a nadie le extrañaba llegar a un prostíbulo y encontrarse a un indio allí trabajando. También se enamora de su padre (y ya van dos casos de incesto). Sorprendentemente, nadie ha osado llevarla al cine, aunque Pedro Almodóvar manifestó en varias ocasiones su intención de hacerlo. Recientemente se quitaría la espinita con Extraña forma de vida (2023) un western doméstico muy breve y referencial que aglutina varios de los ingredientes más recurrentes de su filmografía, con un ranchero arácnidamente femenino y un homenaje a Grupo Salvaje (1969) que hace la pirueta introduciendo un gatillazo en el primer encuentro carnal entre los dos amantes. Si recordamos la pistola y el duelo como símbolos, hay que reconocer que nunca un gatillazo se empleó de manera más idónea. La película aprovecha también para reflexionar acerca de la masculinidades echando mano de las posiciones homosexuales clásicas, activo y pasivo, masculinidad rígida y masculinidad flexible una vez más.
Cormac McCarthy pone el punto de vista en ojos humanos que asisten asombrados a la grandiosidad inefable del territorio y su atmósfera. Sus novelas son probablemente las novelas más cósmicas del Oeste, y demuestran la insignificancia de las personas en un mundo exuberante que puede matarte en cualquier momento de frío, de sed, de sol, de un tiro, una pedrada, un rayo que te parta o de un stendhalazo. La guerra, la sangre y los cadáveres forman parte del paisaje, lo mismo que una tormenta, un arbusto o una alimaña. El territorio sigue siendo atrozmente bello después de la aniquilación de las grandes manadas de búfalos o de la aniquilación de las personas. En Meridiano de sangre (1985) subraya esta insignificancia del ser humano introduciendo un personaje hiperconsciente de ella. El juez Holden, un albino sin un solo pelo en el cuerpo, un iluminado conectado con la violenta belleza del mundo, muestra conductas que podrían calificarse de homosexuales, eso sí, siempre atroz, impasible ante el sufrimiento y en un escenario donde reina el derrumbe de los códigos éticos propio de tiempos de guerra. Holden es uno de los personajes más inolvidables que nos han descubierto los libros, una especie de dios devorador de hombres, emparentado con el doctor Manhattan de Watchmen (Alan Moore & David Gibbons, 1986). Ridley Scott persiguió la adaptación al cine durante años, pero el proyecto nunca salió adelante. En este momento, parece que una película a cargo de dos hombres blancos, uno australiano y el otro openly gay según Wikipedia (John Hillcoat y John Logan), se encuentra en fase de preproducción.
En Días sin final (2016), Sebastian Barry, otro irlandés, echa también mano de la belleza atroz del territorio para localizar la historia de dos soldados de la Guerra de Secesión que se convierten espontáneamente en matrimonio y recorren el país juntos, en ocasiones haciéndose pasar por una pareja heterosexual. Inventan el travestismo en un mundo en el que nadie parece preparado para imaginar que un hombre vaya escondido dentro de un vestido de mujer. Una mirada mucho más antropocéntrica que la de McCarthy, más bíblica.
El tándem Kelly Reichardt y Jonathan Raymond (directora y escritor respectivamente) nos sorprendió en 2010 con El atajo de Meek, un western sin tiros en el que el territorio aliado con la psique de los colonos se basta y se sobra para aplastarlos y en el que el tal Meek parecía implementar una vez más el arquetipo del llanero solitario, siempre sospechoso, más por solterón que por solitario. Volvieron a la carga con First cow (2019), una historia de amistad entre dos hombres que no disparan, un cocinero y un fugitivo. La novela (The half-life, 2004) contaba además la historia de una segunda amistad, esta vez entre dos mujeres, en el mismo lugar pero cien años después. Amistad, psicogeografía y sentido de la maravilla es la especialidad de esta pareja empeñada en reflexionar acerca de lo cercanos en el tiempo que están los acontecimientos del western.
El autor de este texto tiene poca información que ofrecerles respecto a cómo decodifican los nativos americanos todo este asunto de ser un hombre. Las listas que ofrece una precipitada investigación siempre van encabezadas por Sherman Alexie (un spokane casado con una dakota), con varias obras traducidas al español. Navarre Scott Momaday, nativo de los kiowa, ganó el pulitzer en 1969 con su primera novela, La casa hecha de amanecer. La categoría de Wikipedia Native American women novelists (novelistas mujeres nativas americanas) contiene solamente 12 nombres. Probablemente la cuestión de la virilidad en las culturas indígenas no sea tan exótica. No hay más que echar un ojo a la importancia de los ritos de paso (ceremonias que convierten niños en hombres), a cómo los bardaxes o personas sexualmente difíciles de clasificar se consideraban automáticamente seres sagrados o a la relación del prohombre indio con melenas, tocados, pinturas de guerra y abalorios en general, que, bien pensado, no es tan distinto de las galas militares del hombre blanco, del plumaje del pavo real macho o del pistolón en la cadera, las botas con su buena espuela, la pañoleta al cuello, la estrella de sheriff y el sombrero del pistolero. De John Wayne y de todo el jardín de las delicias de las masculinidades que el western ha desplegado tras él para nuestro disfrute y reflexión.
Weldon Penderton es autor, junto a Albert Kadmon, del western pulp y homosexual La balada de la mano de oro, editado por Niños Gratis.
Puedes seguir ICON en Facebook, X, Instagram,o suscribirte aquí a la Newsletter.