Ahí quedan esas bonitas imágenes
De John-John Kennedy y Carolyn Bessette a Matt Dillon, el hombre de portada del nuevo número de ICON, hay mucho que leer y contemplar este verano para poner el cerebro en pausa
Un par de semanas antes del cierre de este número estuve en el Museo Nacional de Tokio, en la inauguración de la exposición que celebra los 50 años de Cartier en Japón: un despliegue bastante espectacular de joyas y obras de arte, dispuestas en dos muestras paralelas. La historiadora Hélène Kelmachter nos guio en el recorrido por las piezas de archivo: el célebre zafiro redondo con una pantera de diamantes que perteneció a Wallis Simpson o un collar que, en la práctica, era una pechera de platino cuajada de diamantes y piedras de tamaño y color inverosímiles, encargado por el marajá de Patiala en 1928. Patiala era por entonces parte del Imperio Británico. “Las joyas servían para manifestar quién era la persona más importante de la habitación. Los ingleses tenían el mayor imperio, así que tenían los mayores diamantes”, explicó Kelmachter no sin ironía.
Hoy los ricos no se ponen los diamantes de babero, por mucho que las ventas de alta joyería digan lo contrario. Incluso se habla de fatiga de lujo, algo que supera el ya desactivado lujo silencioso, y que consiste en que la gente realmente forrada ya no lleva ni cachemir ni reloj de oro. Resulta que la gente realmente forrada va en chanclas y camiseta normal, supongo que porque siempre están en sitios cálidos y porque su mejor accesorio es la tranquilidad que da el verdadero estatus —muchísimo dinero— y no tener que ver nunca a gente que no esté en nómina.
El caso es que daba mucho gusto, sin embargo, dejar que los ojos se perdieran en el brillo de aquellas joyas imposibles en Tokio. Detenida ante la figura de un pequeño manzano con flores rosas de esmalte cuya única utilidad era existir (no daba la hora, no te lo podías poner), Kelmachter resumió la sensación: “Me gustan los objetos preciosos. Hay algo íntimo en ellos”, dijo, ahora sin ironía.
A pesar de sus contradicciones, la función última del lujo debería ser animar las endorfinas. El cerebro se pone en pausa cuando nos encontramos con algo que nos gusta mucho: obviamente no tiene por qué ser caro, basta con que sea frágil, bonito o tenga algún significado. Y tampoco tienen por qué ser cosas. Vale la pena leer la lista de bellezas por cuya sola contemplación, dice nuestra columnista Elsa Fernández-Santos, vale la pena vivir: Marilyn Monroe, Alain Delon, su perro Jordan o Jeff Bridges “a partir de los cuarenta”. Mi cerebro se pone en pausa por culpa de muchas cosas, pero en particular me pasa con el interminable flujo de imágenes de John-John Kennedy que mi algoritmo me pone en bandeja: Kennedy en el parque, Kennedy en la playa, Kennedy con gorro. Guapo, elegante y casado con la pluscuamperfecta Carolyn Bessette, el pobre no llegó a los 40: este mes hace justo 25 años que la pareja falleció en un accidente de avioneta frente a la costa de Martha’s Vineyard.
“John-John representa una América perdida, una época anterior a que los hombres vistieran como convictos”, le dice Bob Colacello a Martín Bianchi en un texto que analiza las razones de nuestra obsesión —aparentemente inacabable— por el malogrado heredero. Obviamente, el reportaje está lleno de preciosas fotos. No sé si Kennedy habría podido arreglar él solito la eclosión de las chanclas con calcetines, pero es una figura que contemplar con la indulgencia que da no tener que prestar atención a la realidad de un matrimonio que hacía aguas, al runrún de una posible carrera política de resultado incierto y a unas dosis de privilegio, tragedia e infamia familiar que, vistas con perspectiva, prometían nubarrones. No hay más que ver a su primo Robert en la campaña presidencial: nadie debería volver a mezclar política con el apellido Kennedy.
¿Habría podido escapar John-John de sí mismo? “Todos queremos que nos digan que somos versátiles, pero ni siquiera Marlon Brando pudo escapar de ser Marlon Brando”, le dice Matt Dillon a Marc Bassets en nuestra entrevista de portada. Dillon habla de actuar, pero el paralelismo es irresistible: el actor tiene 60 años, Kennedy hoy habría cumplido 64. Ya lo dice Elsa en su columna: nada se libra de su lado oscuro, y la belleza tampoco. Pero ahí quedan esas bonitas imágenes.
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