“No debería haber escrito ‘La naranja mecánica”: cómo Anthony Burgess acabó repudiando su propia novela
Un documental estrenado en Filmin explora la conflictiva relación entre el autor británico y su obra más popular, convertida en un escandaloso fenómeno a raíz de la adaptación cinematográfica de Stanley Kubrick
La supuesta deriva incívica que percibía el autor británico Anthony Burgess (Harpurhey, Mánchester, 1917-Londres, 1993) entre la juventud fue lo que le inspiró a componer su novela más conocida, La naranja mecánica, publicada en 1962. Por ello, le pareció que algo había ido tremendamente mal por el camino cuando, una década después, titulares como “A la caza de los pandilleros violadores de La naranja mecánica” o “Muere un niño en una guerra de La naranja mecánica” apareci...
Regístrate gratis para seguir leyendo
Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
La supuesta deriva incívica que percibía el autor británico Anthony Burgess (Harpurhey, Mánchester, 1917-Londres, 1993) entre la juventud fue lo que le inspiró a componer su novela más conocida, La naranja mecánica, publicada en 1962. Por ello, le pareció que algo había ido tremendamente mal por el camino cuando, una década después, titulares como “A la caza de los pandilleros violadores de La naranja mecánica” o “Muere un niño en una guerra de La naranja mecánica” aparecieron en la prensa.
“El malentendido [sobre su contenido] me perseguirá hasta que muera. No debería haber escrito el libro por ese peligro de malinterpretación”, decía en 1985 en La vida en llamas, una biografía de D.H. Lawrence donde comparaba, en un pasaje, el escándalo que suscitó El amante de Lady Chatterley (1928) con la polémica en torno a su famosa distopía. “Si violan a un par de monjas en el Vaticano, recibo una llamada de un periódico. Me han convertido en una especie de experto en violencia”, se lamentaba en otra entrevista en televisión. Burgess, no obstante, tenía claro que sus problemas no venían estrictamente del libro, sino de la adaptación cinematográfica de Stanley Kubrick, estrenada en 1971.
Producido por la división francesa del canal cultural de televisión Arte, el documental Anthony Burgess, más allá de La naranja mecánica, que se estrenó el pasado viernes en Filmin, profundiza en la conflictiva relación entre el escritor y el título por el que, con o contra sus deseos, pasó a la historia de la literatura del siglo XX. El mediometraje parte de un manuscrito inmediatamente posterior a la película y encontrado tras la muerte de Burgess: La condición mecánica, un texto en el que el autor explicaba los temas de su novela y se defendía de quienes le acusaban de glorificar la criminalidad. “Todas las obras de arte son peligrosas. Mi hijo pequeño intentó volar después de ver Peter Pan de Disney. Agarré sus piernas justo cuando se disponía a saltar por la ventana de un cuarto piso”, argumentaba. Su deseo de justificarse e incluso reivindicarse contrastaba con la actitud de resignación que Burgess mantendría en la siguiente década, los ochenta.
Cantando bajo la lluvia
Película y novela contaban la historia de Alex, un delincuente juvenil aficionado a Beethoven que, junto a sus tres drugos (amigos, según la lengua nadsat con la que se comunican), se dedica sistemáticamente a apalizar y a violar, hasta que es detenido. Para salir cuanto antes de la cárcel, se ofrece a un tratamiento experimental conocido como la técnica Ludovico, una terapia de condicionamiento conductual que borra de él todo impulso y capacidad violenta. Privado de elección moral, se convierte en una persona sin libre albedrío, que para colmo es vejada y humillada por todos a su alrededor. Su título, La naranja mecánica, alude, en palabras de su autor, a “la aplicación de una moralidad mecánica a un organismo vivo que rebosa de jugo y dulzura”.
Cuando las páginas más duras del libro fueron representadas en la película de Kubrick, las imágenes –en particular, una agresión sexual a ritmo de Cantando bajo la lluvia– causaron un impacto súbito, desde acalorados debates sobre la responsabilidad social del arte hasta episodios violentos aparentemente basados en la película. El propio Kubrick, en respuesta a diferentes juicios por homicidio donde los acusados aludieron explícitamente a su trabajo, pidió la retirada de La naranja mecánica en Reino Unido, donde no pudo volver a verse hasta la muerte del director en 1999.
Entre tanto, Burgess, sin quererlo, se había convertido en su portavoz. La buena relación nacida de aquella colaboración, que parecía que se extendería a la película sobre Napoleón que Kubrick ambicionaba sacar adelante, empezó a deteriorarse cuando el cineasta dejó al autor y al intérprete protagonista, Malcolm McDowell, solos ante los medios para hablar de La naranja mecánica y dar la cara respecto a sus polémicas. Burgess incluso acudió a distintas ceremonias a recoger galardones en nombre de Kubrick. Un desgaste público y una marcada asociación con la película de los que le resultó imposible desquitarse. En el guion de la adaptación teatral de 1984, por si había dudas de la estima en que tenía a su antiguo amigo, Burgess introdujo un personaje “con una barba como la de Stanley Kubrick” que, tras tocar el tema principal de Cantando bajo la lluvia con una trompeta, era expulsado a patadas del escenario.
Su hastío por el fenómeno y el distanciamiento con su propia creación fue creciendo más y más. Simple y directo, en el prólogo a la reedición del libro en Estados Unidos en 1986 desdeñaba sus méritos artísticos y apuntaba a la película de Kubrick como único motivo por el que seguía despertando interés: “Publiqué la novela en 1962, lapso que debería haber bastado para borrarla de la memoria del mundo. De buena gana la repudiaría por diferentes razones (...) es altamente probable que sobreviva, mientras que otras obras mías que valoro más muerden el polvo”. Y continuaba: “Sentarse en una habitación oscura y componer la Missa Solemnis o la Anatomía de la melancolía no da pie a titulares ni a flashes informativos. Desgraciadamente mi pequeño libelo atrajo a muchos porque desprendía los miasmas del pecado original como un cartón de huevos podridos”.
El capítulo 21
Tanto aquel prólogo como el recién estrenado documental sitúan el punto de conflicto con la película no tanto en su representación de la violencia (“Kubrick convierte la violencia en farsa. Te pone en la tesitura de plantearte si deberías reírte”, declara uno de los entrevistados, el escritor Will Self) como en su omisión del último capítulo, el 21, donde Alex se reforma de verdad. La ausencia de ese fragmento de narración se debía a una intervención del editor estadounidense, que eliminó el capítulo al considerar que el desenlace propuesto en las páginas previas era más sugerente. Kubrick también lo pensaba. En la película y en la versión literaria del otro lado del océano, los efectos de Ludovico eran revertidos y Alex, tras su calvario, podía volver a delinquir a gusto. Pero en el texto completo de Burgess, un encuentro de Alex con uno de sus antiguos drugos, casado y con piso propio, le llevaba a reflexionar sobre su vida y elegía abandonar la violencia para formar una familia. Un alcance simbólico de la madurez que, como episodio, numéricamente coincide con la mayoría de edad (21) de entonces.
“Anthony Burgess era un señor establecido, conservador en muchas de sus creencias, de sus valores sociales, religiosos y políticos. Con ese final, él estaba poniendo a la clase media como la salvadora frente a los Estados autoritarios”, explica a ICON Eduardo Valls Oyarzun, profesor titular de literatura inglesa en la Universidad Complutense de Madrid. “El problema del libre albedrío es el concepto filosófico que articula la novela y que él ve como el espacio donde la juventud se desarrolla. Pero cuando comienza a explorarlo se da cuenta de que hay una carga enorme de la influencia del Estado en ese libre albedrío. Su forma de entender el bien y el mal en la novela es política, no metafísica ni moral en el sentido clásico religioso. El Estado autoritario penetra en la psique del individuo, en el yo”.
El incidente detonante de la novela de Burgess tuvo lugar en 1942, cuando la primera esposa del escritor fue asaltada y golpeada brutalmente en Londres por tres soldados estadounidenses desertores. Perdió al bebé que esperaba y, a consecuencia de continuas hemorragias internas, murió años después. No es difícil encontrar el reflejo del suceso en La naranja mecánica: el marido de la mujer que es violada por Alex y sus drugos es un autor que, de hecho, se encuentra ultimando un manuscrito también titulado La naranja mecánica. El documental cuenta cómo, tras su regreso a Inglaterra después de trabajar en la colonia británica de Malasia y el protectorado de Brunéi, el escritor se encontró con un clima de alerta por el crecimiento de la delincuencia juvenil. La subcultura rebelde de los llamados teddy boys y la preocupación por una importación del estilo de vida y valores estadounidenses cristalizaron de forma clara en el libro, que encontró su ingrediente definitivo en los estudios de conductismo publicados por el psicólogo pensilvano Burrhus Frederic Skinner.
Kennedy, Nixon y Warhol
Antes de Kubrick, en 1965 Andy Warhol rodó su propia adaptación de la novela, Vinyl. Compuesta prácticamente de solo un encuadre a lo largo de apenas una hora de duración, la versión de Warhol se nutría de ese mismo imaginario en el que se apoyaba Burgess: el auge de una estética adolescente desafiante, en la línea de las incipientes figuras del rock & roll, del Marlon Brando de La ley del silencio (1954) o del James Dean de Rebelde sin causa (1955). Warhol formulaba un discurso subversivo, distinto al de Burgess, acerca de la desactivación de la juventud y de la diferencia por parte de la autoridad, cuyos motivos homoeróticos hacían que la técnica Ludovico remitiese también a las terapias de conversión.
Tanto en la novela como en la película de Kubrick, por su parte, el personaje del autor y sus acólitos eran caricaturizados en su papel de opositores del gobierno, como unos intelectuales más preocupados en instrumentalizar a Alex que en ayudarle. Un descreimiento hacia los bandos políticos que, de nuevo, se veía matizado en el capítulo final. “Mi libro era kennediano y aceptaba la noción de progreso moral. Lo que en realidad se quería [en la versión estadounidense que eliminó el capítulo 21] era un libro nixoniano sin un hilo de optimismo. Dejemos que la maldad se pavonee hasta la última línea y se ría de todas las creencias heredadas (...) y de que los humanos pueden llegar a ser mejores”, reprochaba Burgess en 1986.
“Kubrick solía decir que las mejores adaptaciones venían de novelas malas o de novelas con defectos. Quizá Anthony Burgess compró ese discurso y comenzó a pensar que su novela era defectuosa”, cree el profesor Eduardo Valls, a propósito del desencanto del escritor por la popularidad del libro. “Pero, para mi gusto, la distorsión que hace la película no es significativa. El problema de la adaptación es que es mucho más esencialista, aunque no es derivativa, sino que se sostiene por sí sola. Me gusta decir que son dos obras maestras distintas”.
Emparentada con Un mundo feliz (1932) y 1984 (1949) como obra de referencia de la distopía británica del siglo XX (no en vano, Burgess era un profundo admirador de George Orwell), La naranja mecánica fue un experimento en el canon de su autor, aunque, en opinión de Valls, no necesariamente una novela huérfana: “Se desvía de su línea, marcada por el pensamiento sobre el mundo colonial o su experiencia durante sus estancias en el sudeste asiático, pero los problemas que tienen que ver con la definición del bien y del mal son consustanciales a su propia obra”. Tampoco algo de lo que se pueda renegar fácilmente. “Lo que rodeó a la película no le sentó bien, creo que fue una reacción subjetiva. Es una novela que se ha convertido en un fenómeno popular y cultural que trasciende indudablemente al autor. Pregunta por ahí, a ver cuánta gente te puede dar otro título de Anthony Burgess”.
Puedes seguir ICON en Facebook, X, Instagram,o suscribirte aquí a la Newsletter.