Último partido de George Best, el genio trágico del fútbol que lo consiguió todo demasiado pronto
En agosto de 1983 el que fue considerado uno de los mejores futbolistas de todos los tiempos colgó para siempre las botas y se dio a una vida errática fruto de la ansiedad y la presión
Una noche de agosto de hace ahora 40 años, el Shamrock Rovers, flamante campeón de la liga irlandesa, saltaba al césped del destartalado campo del Newry Town, un equipo que penaba por la tercera división del país. Podría haber parecido un amistoso veraniego más si no fuera porque en las filas del Newry militaba un jugador que iba a afrontar el último partido de su carrera. Y no uno cualquiera, sino aquel al que muchos consideraban el mejor jugador de la historia. Quizás no fuera el escenario más previsible para una despedida honrosa, pero si hubiera que buscar un adjetivo que definiera a ...
Una noche de agosto de hace ahora 40 años, el Shamrock Rovers, flamante campeón de la liga irlandesa, saltaba al césped del destartalado campo del Newry Town, un equipo que penaba por la tercera división del país. Podría haber parecido un amistoso veraniego más si no fuera porque en las filas del Newry militaba un jugador que iba a afrontar el último partido de su carrera. Y no uno cualquiera, sino aquel al que muchos consideraban el mejor jugador de la historia. Quizás no fuera el escenario más previsible para una despedida honrosa, pero si hubiera que buscar un adjetivo que definiera a George Best (Belfast, 1946-Londres, 2005), ese nunca sería “previsible”.
“Parece un conejo desollado”, había exclamado el delantero titular del Manchester United, Denis Law, al ver a aquel chavalín de apenas 15 años cuando acababa de llegar a Old Trafford. Delgado hasta el raquitismo, tímido hasta lo enfermizo y con un acento que le dificultaba comunicarse con sus compañeros, su adaptación no había resultado sencilla. Asustado al verse lejos de casa, a los dos días de llegar había decidido coger el ferry de vuelta a su mísera barriada obrera al este de Belfast. Pero regresó y el equipo no dudó en volver a aceptarlo en sus filas, consciente de que allí tenía un jugador que podía marcar una época.
No se equivocó. Ligero, rapidísimo, con una flexibilidad inaudita y una habilidad inigualable, Best no tardó en ver su nombre en la pizarra donde el entrenador Matt Busby escribía el listado de convocados para el próximo partido. Era un viernes 13 y, por primera vez, se colocó aquel dorsal 7 que lo convertiría en leyenda. Dos años después, el United viajó a Lisboa para enfrentarse al equipo que aterrorizaba al continente, el Benfica de Eusébio. Best desplegó una exhibición que llevó el marcador a un rotundo 1-5. El jugador lo definiría como “el partido que lo cambió todo” porque “o quinto Beatle”, como lo denominó el diario portugués A Bola, pasó a ser mucho más que un futbolista.
En aquella Inglaterra del Swinging London Best adquirió un estatus solo comparable al de una estrella del pop. Pelo impecable mucho más largo de lo que dictaban los límites de la época, trajes a la moda de Carnaby Street y aquella indiferencia ante la cámara que lo convertía en objetivo perfecto para los fotógrafos. También un aura de rebeldía y una oscura melancolía que parecía envolverlo en un nimbo de romanticismo. En aquellos mediados de los sesenta, Best encarnó a la perfección la confianza que los jóvenes comenzaban a mostrar en sí mismos. Su fiesta estaba a punto de arrancar y él se mostró dispuesto a disfrutarla hasta la última gota.
Y a los cuatro años de carrera, lo consiguió todo
Desde la Liga hasta el Balón de Oro, nada quedó fuera del radar de Best en los dos siguientes años. Cada partido parecía convertirse en una exhibición de progresiones laberínticas, de cambios de ritmo vertiginosos, de goles con angulaciones imposibles. No pocos acabaron entre aplausos de la afición contraria. Solo un anhelo parecía quedar fuera de su alcance: la Copa de Europa. Pero en 1968 el United consiguió plantarse en la final ante el mismo Benfica que había visto en persona su explosión. Marcó el primer gol de la prórroga, el que encarriló el 1-4 con el que el equipo se hizo con su título más anhelado, y al escuchar el pitido final sintió un estallido de felicidad como nunca había conocido.
Pero esta se transformó en vacío cuando al llegar al vestuario se dio cuenta de que no le quedaba más por cumplir tras solo cuatro años de carrera. “Fue uno de los días más felices de mi vida. También uno de los más decepcionantes”. La escritora Jackie Glass, su pareja de entonces, lo recordaba “seco de cualquier emoción” aquella noche. Y Best decidió beber para olvidar esta inesperada inquietud.
Lo que no había podido prever en unos tiempos en los que el fútbol distaba de tener dimensiones galácticas es que al día siguiente su vida iba a convertirse en una pesadilla. Las cartas, por miles, colapsaron su domicilio. El teléfono, inclemente, no dejaba de sonar las 24 horas del día. Se vio obligado a idear tretas para salir de su casa, asediada por los fans. Y el Manchester le dio a entender que sería él quien lideraría el equipo a partir de la temporada siguiente. Una situación difícil de manejar para un chaval de 22 años, inseguro y afectado por una timidez patológica, que vio despertar una ansiedad a la que aún no sabía poner nombre.
Comenzó a tener problemas para dormir, para estar encerrado entre cuatro paredes. Comenzó a salir por la noche para esquivar la angustia. Y comenzó a encontrar en el alcohol el aliado ideal para moverse con soltura en los locales y acercarse a aquel ejército de mujeres que lo perseguía allá donde fuera. Cantantes, modelos, reinas de concursos de belleza. Años después, bromeando con unos amigos, se propuso enumerarlas. Al superar el millar de nombres, abandonaron por puro aburrimiento.
Best disfrutó a fondo este lado de la fama. Pero el opuesto, el de vivir perseguido a todas horas, terminó construyendo una barrera infranqueable. Soñaba con alejarse del centro y comprar una mansión victoriana en el campo, al igual que acababan de hacer los Beatles y los Rolling Stones. Pero por el camino se cruzó el arquitecto Frazer Crane y le convenció de que un hombre moderno debía vivir en una casa moderna.
La casa más moderna de Inglaterra
Varios meses –y muchos miles de libras– más tarde, entró y comprobó que, en efecto, era moderna. Espacios minimalistas como trazados a tiralíneas, grandes cristaleras para poder ver todo lo visible en Manchester, complejos sistemas electrónicos para controlar la apertura de las puertas, el encendido de las luces, la televisión que con un clic bajaba desde el techo. No estaba mal para un país donde un lavavajillas seguía siendo prácticamente un objeto de ciencia ficción. Y Crane cumplió con las dos exigencias innegociables de Best: una habitación para jugar al billar y una bañera de tres metros de largo.
Pero la primera resultaba tan pequeña que era imposible manejar el taco y la escasa presión de agua hacía que llenar la pila fuera labor de horas. Peccata minuta al lado de aquellas alfombras de nailon que no permitían abrir una puerta sin recibir una descarga eléctrica o de las muchas ocasiones en que las luces se encendían y apagaban como en una discoteca. El paso de cualquier avión a baja altura desconfiguraba el sistema electrónico, algo que en una casa situada al lado del aeropuerto no podía considerarse problema menor. Ni así la gente dejó de perseguirlo. Best no tardó en ver autobuses que descargaban turistas a las puertas de la que se había convertido en la casa más famosa de Inglaterra, ni en encontrarse al personal haciendo picnic en su jardín o pescando con cañas los peces de colores de su lago artificial. Hasta los hermanos Gallagher, fervientes seguidores del City, eterno rival del United, recuerdan haber ido allí a pasar fines de semana en su infancia.
Y ahí fue cuando Best perdió el control. Empezó a sentir miedo, desarrolló rasgos paranoides, mostró síntomas de angustia y agotamiento. El refugio del alcohol no ayudó a centrar el tiro. Incapaz de gestionar una vida que hacía tiempo había dejado de ser suya, comenzaron a ser frecuentes los partidos irregulares y las ausencias en los entrenamientos. Y dos días antes de su vigesimosexto cumpleaños se rompió. En paradero desconocido, la prensa terminó localizándolo en un hotel de Marbella. Les dijo que se había alejado del fútbol por miedo a que este lo matara y que todo aquello había terminado para él. Pero no tardó en descubrir que la monotonía de los días sin nada que hacer era aún más peligrosa que la adrenalina de Manchester. En unos años en los que la salud mental no era parte del argumentario, nadie entendió aquella extravagancia y ahí se quebró la relación con su equipo y su afición. Al concluir la temporada, el United le comunicó que prescindía de sus servicios. Madame Tussauds retiró al momento su figura de cera para sustituirla por otra de Johan Cruyff.
Un monstruo en televisión
Verse alejado del equipo que había sido su casa desde la adolescencia hizo que Best perdiera pie definitivamente. Fue ahí cuando comenzó a beber de verdad, cuando el alcohol dejó de tener un componente de diversión y se convirtió en arma autodestructiva. Las fiestas ya no duraban días sino semanas. Aprendió a provocarse vómitos para poder seguir bebiendo cuando su cuerpo decía basta y los vacíos de memoria empezaron a ocupar más espacio que los recuerdos. “Comencé a odiar mi vida, Comencé a odiar el problema que suponía ser yo. Me sentía como si estuviera observando un monstruo en la televisión, que se parecía a mí y hablaba como yo, pero que no era yo”.
Fue también ahí cuando perdió su último tren al rechazar la oferta del equipo que más admiraba desde su infancia, el Real Madrid, y optar por una respuesta visceral a su necesidad más íntima: marchar a Canadá para disfrutar de un anonimato absoluto. Su siguiente equipo militaba en la World Indoor Football, una liga de partidillos de seis contra seis sobre césped artificial. Podría haber sido peor: una de las ofertas que barajó le llegó de Estados Unidos y le proponía cambiar de deporte y dedicarse al fútbol americano.
No aceptó, pero esto le puso en el punto de mira de la recién creada liga de fútbol estadounidense. Best creyó hallar allí el paraíso: competición poco exigente, contratos multimillonarios, posibilidad de vivir en California, donde si algo sobraba eran starlettes tras la pista de famosos… Pero para entonces la ansiedad había virado hacia depresión y era incapaz de disfrutar de nada, centrado inconscientemente en el autocastigo. Su equipo ofreció al Cosmos de Nueva York un banquete la víspera del partido que los enfrentaría. A los postres, su gran estrella, Pelé, le ofreció un brindis saludándolo como mejor jugador de todos los tiempos. La respuesta de Best fue comenzar a beber compulsivamente y no regresar a casa hasta dos semanas más tarde.
Ni el matrimonio, ni la paternidad, ni tan siquiera la muerte de su madre, consumida por un alcoholismo que había desarrollado para contrarrestar el dolor que le provocaba la imagen pública de su hijo, consiguieron hacerle parar. Best vivía sumido en un bucle sin fin de borracheras, peleas, noches en comisaría e incluso la cárcel, que conoció tras agredir a un agente que lo había detenido por conducir borracho.
En alguna ocasión la llama pareció volver a encenderse. En 1976 regresó a la selección porque su siguiente partido era contra Holanda y esto le permitiría confrontarse con el jugador que lo había relevado en el trono del fútbol europeo, Cruyff. Cuando recibió su primer balón, cruzó todo el campo solo para acercarse a él y hacerle un caño que celebró levantando el puño al aire. En 1981 marcó el considerado mejor gol de su carrera, cuando con la camiseta de los San Jose Earthquakes se desembarazó de siete defensores y culminó la jugada con un espectacular triple dribbling en apenas un palmo de terreno. Pero no fueron más que eso, fogonazos de un jugador que hacía tiempo había dejado de serlo y al que no le importaba ligarse a cualquier camiseta para seguir manteniendo la maquinaria en marcha.
Cuatro equipos le sirvieron para anclar su vida a Estados Unidos, pero no dudó en iniciar un peregrinaje sin fin, aceptando contratos por temporadas, por meses o incluso por partidos, lo que le llevaría a conocer la liga irlandesa, la escocesa, la sudafricana, la neozelandesa, la segunda división de Hong Kong y hasta la cuarta inglesa. Y así hasta aquel agosto de 1983, hace 40 años, en el que se despidió del fútbol en el desolado campo del Newry.
Los últimos años no fueron fáciles. Acosado por una salud al límite, estuvo a punto de fallecer cuando en pleno trasplante de hígado los médicos descubrieron que el alcohol le había licuado tanto la sangre que esta era incapaz de coagular. Ejerció de comentarista, escribió cuatro autobiografías exactamente iguales, celebró encuentros con aficionados donde dio rienda suelta a su ironía ácida y dejó máximas que forjaron definitivamente su leyenda. La más famosa, sin duda alguna, aquel “gasté la mayor parte de mi dinero en alcohol, mujeres y coches de carreras. El resto lo malgasté”. No menos efectiva que aquella que dictaba: “En 1969 decidí acabar con las mujeres y el alcohol. Fueron los peores 20 minutos de mi vida”.
Pero que nadie piense que aquella situación convirtió a Best en una parodia de sí mismo. Al contrario, decidió seguir bebiendo hasta el final, pero de manera consciente y con la dignidad de quien nunca expresó una sola queja; de quien nunca culpó a nadie por ello, de quien asumió todas las consecuencias de sus actos, capaz de pedir perdón a todo aquel a quien había hecho daño y de agradecer a aquellos que habían intentado ayudarle. En el año 2005, sabiendo que ya no podría esquivar más a la muerte, decidió que su obligación era dar un último mensaje al mundo.
Conocedor de todos los trucos publicitarios tras una vida en primera plana, la puesta en escena que eligió hizo que nadie pudiera dejar de escucharlo. Se dejó fotografiar en una imagen atroz que lo mostraba replegado en la cama, de la que ya no podía moverse, encadenado a las máquinas que le permitían respirar y con un cuerpo reducido a apenas 40 kilos. Sus últimas palabras fueron: “No muráis como yo”.
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