“Uno de los más grotescos deslices de la censura española”: el caso ‘Viridiana’ y lo que hoy podemos aprender de él
Cuando se cumplen 40 años de la muerte de Luis Buñuel y en un clima político que vuelve a ser propenso a las prohibiciones artísticas, el caso de su “gol por la escuadra” al franquismo sigue inspirando documentales, ideas y teorías
El resumen más exacto y conciso del escándalo Viridiana está en una tira del humorista gráfico mexicano Alberto El Güero Isaac. En la primera viñeta, Luis Buñuel (Calanda, Teruel, 1900–Ciudad de México, 1983) vuelve a España tras 23 años de ausencia y es recibido por Francisco Franco. El cineasta regala al dictador una caja envuelta en celofán mientras, al otro lado ...
El resumen más exacto y conciso del escándalo Viridiana está en una tira del humorista gráfico mexicano Alberto El Güero Isaac. En la primera viñeta, Luis Buñuel (Calanda, Teruel, 1900–Ciudad de México, 1983) vuelve a España tras 23 años de ausencia y es recibido por Francisco Franco. El cineasta regala al dictador una caja envuelta en celofán mientras, al otro lado del charco, un exiliado republicano grita: “¡Muera el prevaricador Buñuel!”. A continuación, el paquete, que llevaba una bomba en su interior, explota dejando al caudillo descalabrado y al exiliado atónito.
Ocurrió en primavera de 1961. Una película española, producida por “criptocomunistas y bohemios catalanes” (frase atribuida por Víctor Fuentes a un jerarca anónimo del régimen en el libro Buñuel, del surrealismo al terrorismo), obtuvo la Palma de Oro en Cannes, la única en la historia de nuestro cine. El galardón no lo recoge Buñuel, ausente ese día, sino un jerarca cultural del régimen franquista, José María Muñoz Fontán. La prensa nacional habla de “éxito sin precedentes”. Pocos días después, el diario del Vaticano, L’Osservatore Romano, tacha la película de “obscena y sacrílega”. Reprocha al festival que haya incurrido en la “pueril” provocación de premiarla para molestar a la Iglesia y a las autoridades españoles que hayan dado su apoyo a lo que entendían como ataque frontal contra los valores de “la civilización cristiana”.
Muñoz Fontán es cesado de su cargo de director general en cuanto pone un pie en territorio español (envían un motorista a la frontera para informarle, así se hacían las cosas por entonces) y la cinta receptora de la Palma es no ya prohibida, sino declarada “inexistente”. Su protagonista, la actriz mexicana Silvia Pinal, consigue llevarse una copia de vuelta a casa, y con ello, en opinión de uno de los mayores expertos en la obra de Buñuel, Agustín Sánchez Vidal, “salva la película” para las audiencias internacionales, que la van considerar una obra maestra. En España no podrá verse hasta 1977, muerto ya el dictador y recién legalizado el Partido Comunista de Santiago Carrillo.
Las guerras culturales del pasado
Esta tormenta cultural y diplomática dejará a su paso daños colaterales muy severos. Buñuel no volverá a España hasta nueve años después, para rodar Tristana. El franquismo dará carpetazo al primero de sus fracasados intentos de ofrecer una imagen de apertura. Vendrán otros, pero serán mucho más cautelosos. UNINCI, la productora del militante comunista valenciano Ricardo Muñoz Suay, entre cuyos socios figuran el director Juan Antonio Bardem y el torero progre Luis Miguel Dominguín, acabará quebrando muy poco después. La otra productora española implicada, Films 59, del ampurdanés Pere Portabella, pasará a ser una empresa bajo sospecha.
Estos días se cumplen 40 años de la muerte de Luis Buñuel, que falleció en Ciudad de México el 29 de julio de 1983, a la edad de 83 años. No fijó su residencia en España ni siquiera después de que la Transición se consumase. Siguió fiel a ese otro lado en que había echado raíces. Instalado en México en 1946, tras casi ocho años de exilio en los Estados Unidos, obtuvo la nacionalidad mexicana en 1949 y allí rodó 22 de las 32 películas que llevan su firma. Viridiana no fue para él más que un alto en el camino.
La serie El ministerio del tiempo dedicó un (brillante) capítulo a la controversia. En él, una facción de radicales pretende destruir la película. Los funcionarios del futurista ministerio lo impiden. Ellos saben que al arte genuino no hay que destruirlo nunca. Y, además, entienden que Viridiana es la bomba envuelta en celofán que va a dejar a Franco maltrecho, como muestran las viñetas de Alberto Isaac.
Gol por la escuadra
¿Cómo pudo ocurrir? ¿Cómo pudo encajar el régimen franquista un gol así, telegrafiado a cámara lenta? Vicente Sánchez-Biosca, catedrático de Comunicación Audiovisual en la Universidad de Valencia, autor del libro Luis Buñuel: Viridiana (Paidós), describe el asunto como “uno de los más grotescos deslices de la censura española”.
La administración, “exultante porque uno de los más famosos directores que había dado España se dignara a regresar cual hijo pródigo”, ofrece a Buñuel garantías de que podrá trabajar con plena libertad “dentro de un orden”. Ese “orden” incluye aceptar las amables “sugerencias” de la censura tanto civil como eclesiástica. Y Buñuel lo hace. Asume incluso la exhortación, no del todo negociable, a cambiar el final.
En el desenlace previsto en el guion original de Buñuel y su socio creativo, Julio Alejandro, Viridiana (Silvia Pinal), una ingenua novicia a la que el contacto con el gran mundo ha hecho perder convicciones e ilusiones, acaba cediendo a los intentos de seducción de su libidinoso primo Jorge (Paco Rabal). Tal y como cuenta Sánchez-Biosca, Jorge le abre la puerta de su habitación y hace salir a Ramona, la criada, “que se sentaba en una silla y estallaba en sollozos”, dejando claro así que el señorito crápula estaba sustituyendo a una amante por otra. En el final alternativo, aceptado por la censura, Viridiana entraba a la habitación y se ponía a jugar a cartas con Ramona y Jorge, en una sugerencia apenas velada de relación sexual a tres (la cámara se aleja de la mesa, en una elipsis pudorosa, mientras Jorge pronuncia con festivo cinismo las palabras: “No me va a usted a creer, pero la primera vez que la vi me dije: ‘Mi prima Viridiana acabará por jugar al tute conmigo”) que resulta “infinitamente más corrosiva” que el final censurado.
Y eso no es todo. La escena más controvertida lo es por una serie de decisiones de puesta en escena no descritas en el guion. Se trata del célebre festín de los mendigos, una auténtica bacanal con 13 asistentes (ya saben, un líder o maestro y 12 discípulos, entre ellos un traidor) encuadrada en algunos planos como si fuese el mural de La última cena de Leonardo da Vinci, una de las imágenes más icónicas y reconocibles de la tradición occidental. A renglón seguido, otra travesura visual con el sello de Buñuel: una de las mendigas, de espaldas a la cámara, se levanta las faldas para fingir que fotografía al grupo con sus genitales desnudos.
¿Voluntarismo, ignorancia o ceguera?
Que la censura eclesiástica aprobase esta escena tras leer una somera descripción en el guion puede resultar comprensible. Que lo hiciesen los censores civiles tras ver la película completa resulta asombroso, en opinión de críticos de cine como Carlos Losilla o Jesús Angulo, participantes en la reciente obra colectiva Luis Buñuel (Colección Nosferatu, 2021).
El director canario Luis Roca Arencibia, autor del documental Benito Pérez Buñuel (2023), lo atribuye a “la ceguera e ignorancia cinematográfica” de un departamento de censores lleno de “burócratas que le hacían el trabajo sucio al régimen, pero seguro que no estaban entre lo más refinado y perspicaz de la sociedad española de la época”. Roca no descarta del todo que hubiese un cierto “voluntarismo” y una cierta “manga ancha” entre esos funcionarios a los que se había transmitido que el éxito de la película era “positivo para las autoridades”, pero concluye que “si hubiesen intuido siquiera que aquellas escenas iban a crearles tantos problemas, nunca las hubiesen aprobado”.
El cineasta añade que Buñuel intentó “andar con pies de plomo, porque no le interesaba que la operación fracasase”, pero jugó perversamente con los límites de la censura y acabó “dándose el gustazo de colarles un par de goles por la escuadra”. De las explicaciones que dio Muñoz Fontán, el hombre que recogió la Palma y se llevó la poltrona, se desprende que se había llegado a un pacto de caballeros para presentar en Cannes una versión de la película “audaz”, con posibilidades de ser premiada, y luego volver a pasarla por el tamiz de la censura antes de que se estrenase en España.
A Roca esta justificación le suena “a un vano intento de tapar un error garrafal”. En cualquier caso, prosigue el director canario, “fue una suerte que la película sobreviviese a las tijeras del censor y se presentase en el festival tan atrevida y tan blasfema como Buñuel pretendía que fuese”. Roca añade también que es “comprensible” que el cineasta de Calanda aprovechase la oportunidad de volver a España tras una ausencia tan larga: “Tanto en Mi último suspiro, las memorias que escribió con su coguionista, Jean-Claude Carrière, como en sus entrevistas tardías, Buñuel deja claro que añoraba su país y que ya no tenía una visión tan ideológica de la vida, se había desencantado del comunismo tras la entrada de los tanques soviéticos en Budapest [1956]”. Continuaba rechazando el franquismo, pero ya no se sentía “moralmente obligado a representar la conciencia crítica del exilio”.
Pese a todo, si algo no estaba dispuesto a hacer era “traicionarse a sí mismo: intentó jugar con las cartas que le daba el régimen, pero solo hasta cierto punto, como había hecho ya, por otro lado, en México, donde se había acostumbrado a lidiar con restricciones presupuestarias, ideológicas, comerciales y de todo tipo, pero sin por ello renunciar a su mirada y a su manera personal e intransferible de hacer cine”. El hombre al que sus compañeros de exilio llamaban “prevaricador” no iba a aceptar convertirse en un simple peón de la hipócrita y reticente “apertura” cultural del franquismo. “Hizo concesiones estratégicas”, apunta Roca, “como no citar en ningún momento a Benito Pérez Galdós en los títulos de crédito de Viridiana, cuando es evidente que la historia se inspira en dos de las novelas del escritor de Las Palmas, Halma y Ángel Guerra”. Citar a Galdós hubiese alertado a los censores. Hubiese hecho más difícil que la bomba envuelta en celofán se aceptase como un regalo.
El segundo asalto fue un combate nulo
Consumado el escándalo, a Buñuel se le cerraron de nuevo las puertas del país en que había nacido. En 1969, con el guion de otra película inspirada en Galdós bajo el brazo, el turolense pidió a un español residente en México DF, amigo personal del nuevo ministro de Información y Turismo del régimen, Manuel Fraga, que intercediese por él. Quería rodar Tristana en Toledo. Y, esta vez sí, se comprometía a respetar las reglas del juego que le marcasen, sin sorpresas ni sobresaltos.
Fraga recibió a Buñuel en Madrid. Se pusieron de acuerdo. Por entonces, el sector de falangistas moderados, al que pertenecía también el nuevo director de Cinematografía, José María García Escudero, llevaba la iniciativa de las políticas culturales y se había propuesto impulsar un nuevo intento de apertura. De aquella reunión han trascendido las frases con las que Fraga se despidió del artista: “El problema no somos nosotros, Buñuel, lo que ocurre es que España no está preparada para sus películas”.
Tristana (1970) no fue premiada en Cannes, pero resultó tan digna, compleja y osada como Viridiana, aunque no hubiese en ella guiños sacrílegos demasiado evidentes ni mendigos mostrando sus partes pudendas. Se estrenó bastante tarde, en agosto de 1974, pero aún en vida de Francisco Franco, dado que esta vez no hubo ningún artículo condenatorio de L’Osservatore Romano. Buñuel pasó el siguiente lustro haciendo películas francesas (“pero que forman parte de la gran tradición cultural española”, en opinión de Luis Roca) y luego se jubiló en México, el país que mejor supo tratarle.
Estos días, Luis Roca está yendo de gira con su documental sobre Buñuel y sus conexiones “íntimas” con Benito Pérez Galdós. Tras presentarlo en institutos canarios, lo va ha exhibir en Leópolis, la ciudad de Ucrania con la que las bombas rusas se siguen cebando de manera esporádica. Llevar a Buñuel a un país en guerra tiene algo de “conmovedor”. El cine no va a detener las bombas, pero tal vez pueda aportar algo de esperanza y de consuelo: “Sobre todo, me entusiasma comprobar que la obra de Luis Buñuel sigue viva, que despierta el interés de las nuevas generaciones porque habla de las complejidades del ser humano, de nuestras fantasías y deseos, y lo hace con talento e imaginación. Eso nunca pasa de moda”.
Muñoz Fontán, gris funcionario de una dictadura nacional-católica propensa a censurar lo que no comprendía, escribió la página más digna de su vida pública el día que dijo en Cannes que estaba “orgulloso” de recibir un premio en nombre del formidable artista español Luis Buñuel. ¿Qué importa, a estas alturas, que ese fuese el final de su carrera política?
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