Gaz Coombes: “Leí que no se puede decir que no a Spielberg. Disculpa, nosotros lo hicimos”
El líder de Supergrass acaba de editar su cuarto disco en solitario, ‘Turn the Car Around’. El álbum de un señor que afronta la cincuentena. Porque hacerse mayor es tan retador como hacerse adulto, aunque menos exuberante
“Ayer leí un titular que me hizo gracia: ‘No puedes decir que no a Spielberg’. Estuve a punto de llamar al periódico para replicar: ‘Disculpa, nosotros lo hicimos”, bromea Gaz Coombes (Oxford, 46 años) vía Zoom desde Londres. Está recordando una de las cosas más locas que le pasaron en los noventa. Un poco de contexto: a mediados de aquella década, Supergrass, el trío que lideraba, era uno de los más populares del movimiento que se llamó britpop, una armada musical británica que ejerció de ariete de una generación que había crecido con Thatcher y sus herederos y ansiaba una renov...
“Ayer leí un titular que me hizo gracia: ‘No puedes decir que no a Spielberg’. Estuve a punto de llamar al periódico para replicar: ‘Disculpa, nosotros lo hicimos”, bromea Gaz Coombes (Oxford, 46 años) vía Zoom desde Londres. Está recordando una de las cosas más locas que le pasaron en los noventa. Un poco de contexto: a mediados de aquella década, Supergrass, el trío que lideraba, era uno de los más populares del movimiento que se llamó britpop, una armada musical británica que ejerció de ariete de una generación que había crecido con Thatcher y sus herederos y ansiaba una renovación nacional. Parecía el momento perfecto: el muro de Berlín había caído, la economía iba bien y, tras 15 años de gobiernos conservadores, el joven líder laborista Tony Blair acariciaba el poder. Llegaría a ser primer ministro en 1997, pero desde 1992 Blur y Oasis con sus himnos eufóricos, vitalistas y muy ingleses eran la cara juvenil del optimista y prospero futuro que prometía. Nada de adustos socialistas cantando con el puño el alto. El britpop era el sonido de la tercera vía, una rebaja de los clásicos presupuestos laboristas que no resultaba amenazante para la clase media. “Trabajo para quien pueda trabajar, seguridad para quien no”, era la idea central. A esa promesa creativa y social hasta se le puso un nombre, cool britannia. La fantasía no duró mucho (su tiro de gracia llegó cuando Blair se fotografió con Bush y Aznar en las Azores, justificando con mentiras la invasión de Irak), pero mientras resultó creíble, el britpop fue su banda sonora.
Eran otros tiempos para los grupos: Internet no existía, los discos se vendían a toneladas y la industria musical vivía años dorados. “Había muchísimo dinero”, recuerda Coombes. “Se nos permitía cualquier cosa, para bien o para mal. Nuestro primer sencillo, en una independiente, fue bien. Enseguida fichamos por una discográfica grande y, de repente, estábamos en los programas de máxima audiencia de televisión. Mi madre era muy feliz. Fueron años de locura, pero muy divertidos y tuve algunas experiencias increíbles que nunca olvidaré”.
En realidad, decir que, su debut “fue bien”, es quedarse bastante corto. Su primer álbum, I Should Coco (1995), llegó al número uno en Reino Unido y vendió un millón de copias en todo el mundo. Supergrass entraba en la liga de los mayores con un líder que era un crío. Coombes era un precoz adolescente de 19 años que llevaba en grupos desde los 14. Eran más rock que britpop (sus canciones entraban en ese arco que va de The Kinks a The Jam y Buzzcocks), pero a nadie le importó. Generacionalmente encajaban y gustaban a todo el mundo: a los rockeros, a los modernos, a los británicos, a los europeos y, lo más importante, a los estadounidenses. Al otro lado del océano contaban con una amplia parroquia y fueron adoptados por Dave Grohl, que se los llevó de gira con Foo Fighters, mientras estrellas como Jack Black les rendían devoción.
Fue en una de sus giras por EE UU (”íbamos tres o cuatro semanas con todos los gastos pagados”, recuerda) cuando se les acercó Spielberg. “Quería rodar una serie con una banda británica. Algo parecido a The Monkees: viviríamos todos en la misma casa y tendríamos experiencias extravagantes. Y luego tocaríamos una canción y supongo que aparecería una estrella invitada. Le dijimos que no, pero nos sentimos muy honrados de conocerle y hablar con él. Fue un momento increíble”. Por si fuera poco, en América también les ofrecieron ser modelos de Calvin Klein. “Eso pasó tan rápido que flipé. Aparecieron de la nada y nos dijeron: ‘Chicos, ¿queréis salir en calzoncillos en un anuncio de Calvin Klein?’. ‘No, no queremos’. ‘Vale, muy bien, avisadnos si cambiáis de opinión’. Y se fueron”, cuenta el cantante.
Visto con la perspectiva del tiempo llevaron el éxito con sorprendente madurez. No eran monjes, se iban de fiesta, bebían, se drogaban y hacían estupideces como dar una entrevista para la BBC hasta arriba de LSD que les había regalado el cantante de Blind Melon. O se colocaban con los mayores: Gaz se emborrachó una vez en un avión con Robert Smith, líder de The Cure, que dijo que aquel chaval le recordaba a él de joven. “A los 11 tenía un póster suyo en mi habitación y siete años después viajaba a su lado en un vuelo a Río. The Cure iban en primera, Robert descubrió que viajábamos en turista, vino y se sentó conmigo todo el vuelo. Charlamos y hablamos de música. No recuerdo demasiado. Tomamos Valium con mucho vino y todo se volvió muy confuso”.
Pero nada de eso les convirtió en locas estrellas del rock. Son tan buenos chicos que el incidente más grave que sufrieron fue cuando Mick Quinn, el bajista, casi se partió la columna al caer desde el primer piso de una villa francesa. Fue un accidente. Se levantó de la cama para ir al baño en una casa que no conocía bien y estaba tan dormido que confundió una ventana con una puerta.
Tampoco pareció frustrarles que ninguno de los álbumes que siguieron a I Should Coco tuvieran tanto éxito como su debut. Hacían lo que querían y vendían decentemente. De hecho, fueron de los últimos de su generación en disolverse. Ocurrió en 2010, en mitad de la grabación de su séptimo álbum. Dejaron de entenderse, la cosa no funcionaba y ellos decidieron parar. Sin dramas ni aspavientos.
En 2020 anunciaron que volvían para conmemorar el 25 aniversario de I Should Coco, pero les pilló la pandemia y aquella gira se vio sometida a continuas suspensiones y cambios de fechas. Aún así, cuando se dio, hubo momentos históricos. En septiembre de 2022 participaron en el homenaje a Taylor Hawkins, el fallecido batería de Foo Fighters, en el estadio de Wembley: tocaron una memorable versión de Modern Love de Bowie, junto a Nile Rodgers, de Chic. Poco antes, en junio, en Glastonbury, se había visto a Billie Eilish a un lado del escenario, cantando las letras como una fan más.
Algunos medios aseguraron que aquellas serían las últimas actuaciones de Supergrass, pero, según Coombes, exageraron. “Supongo que nunca nada se acaba del todo. Quiero decir que si hay otra oportunidad, un aniversario o una muy buena razón... nos gustaría. Ya veremos, pero creo que haremos algunos shows más en algún momento”. Lo que tiene claro es que no volverán a grabar. Las viejas heridas no han curado del todo. “Nos separamos por grabar... Fue hace mucho tiempo. Pero no sé... Creo que ciertas cosas deberían ser diferentes para intentarlo de nuevo y quizás no lo son”, dice crípticamente.
Físicamente, Coombes apenas ha cambiado en un cuarto de siglo. Lleva barba, sí, pero tiene los mismos ojos enormes, el mismo flequillo y esas patillas que son su marca de identidad. Aunque se le ve de otra manera. Aquel adolescente es hoy un hombre de 46 años que vive en su Oxford natal, casado con la novia que tenía a los 16 y padre de dos hijas adolescentes, la mayor de las cuales es autista.
Acaba de editar su cuarto disco en solitario, Turn the Car Around. Un ejercicio de sinceridad cantautoril del que está muy orgulloso. “Supongo que creativamente me siento en el mejor lugar que he estado en mucho, mucho tiempo”, asegura de un álbum que dice que es el último de una trilogía que empezó con Matador (2015) y continuó con World’s Strongest Man (2018). “Creo que los tres discos tratan de estudiar la vida. Ese tema da para tanto... No son sobre tener 46, ser padre o cualquier cosa en concreto. Son sobre cómo veo las cosas a mi alrededor. Creo que este disco tiene todo lo que puedo escribir sobre cómo veo la vida, cómo proceso las cosas, cómo lidio con los problemas, cómo disfruto de la belleza o los momentos alegres y cómo trato de articular todo eso. Quería hacer algo que incluyese todo. Y espero que los oyentes se sientan identificados”.
No es un disco de estribillos y canciones con pegada, es un álbum adulto para lo bueno y para lo malo. Y no está mal que sea así, la verdad, de la misma forma que existen los discos adolescentes para lo bueno y para lo malo. Afrontar los 50 es tan retador como entrar en la vida adulta. Aunque es verdad que es un género menos exuberante que el de las canciones iniciáticas. Un adolescente tiraría de estribillos, Coombes apela a su generación con melodías elaboradas y letras reflexivas. Un poco lo que hacían Harry Nilsson o Fred Neil. “Es verdad que es quizás un disco sin bravatas rockeras”, reconoce. “No quiero compararme pero amo los primeros trabajos en solitario de Lennon. Son tan hermosos, experimentales e interesantes. Y él parecía que se estaba abriendo hasta desangrarse. No estaban hechos para sacar provecho de la popularidad, ni buscaban un número uno o se rendían a la industria. Una vez que aprendes a sacar todas las presiones externas, te expresas libremente. Es como tirar pintura en un lienzo y ver qué pasa”.
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