Poca adaptación, mucho Tinder: el proyecto de nación digital para nómadas del teletrabajo que se ensaya en un pueblo portugués
El proyecto Plumia pretende crear una especie de país en la nube para los nómadas digitales y ensaya sus posibilidades en Ponta do Sol, pueblo pesquero que durante la pandemia acogió una pequeña colonia de teletrabajadores cuya relación con los locales está llena de luces y sombras
A los nómadas digitales hay que darles de comer aparte. Esa es la conclusión a la que ha llegado Dave Cook, antropólogo y escritor británico que lleva ya siete años documentando la evolución de esta peculiar tribu urbana, de la que en algún momento se ha sentido partícipe.
Cook acudió a Bangkok en 2015 para asistir...
A los nómadas digitales hay que darles de comer aparte. Esa es la conclusión a la que ha llegado Dave Cook, antropólogo y escritor británico que lleva ya siete años documentando la evolución de esta peculiar tribu urbana, de la que en algún momento se ha sentido partícipe.
Cook acudió a Bangkok en 2015 para asistir a una de las primeras cumbres internacionales de la por entonces nueva estirpe de nómadas. Allí entró en contacto con un colectivo de mileniales sin prejuicios, inquietos y sagaces, empeñados en ponerse el mundo por montera. Hombres en su mayoría, “ataviados con bermudas y polos náuticos”, con el portátil siempre a cuestas y muy alejados de la estética hippy que se asocia a los mochileros, parecían más bien cachorros de Silicon Valley acudiendo a una reunión corporativa en el lobby de un hotel de Florida.
Escuchadas las ponencias de los líderes del movimiento incipiente, gurús como Fabian Dittrich o Marcus Meurer, a Cook le resultó fascinante que se considerasen los impulsores de una especie de revolución pragmática. No aspiraban a derribar el capitalismo global, sino a trabajar para él desde una confortable lejanía. Buscaban acomodo en los márgenes, en paraísos tropicales y rincones ignotos en los que fuese aún posible vivir de manera libre, relajada y “auténtica” sin por ello renunciar a hacerse inmensamente ricos invirtiendo en criptomonedas o diseñando redes neuronales de inteligencia artificial. Su proyecto vital consistía en mantenerse estrechamente conectados al sistema para poder desconectar de él.
Los de antes y los de ahora
La pandemia, según el análisis de Cook, “democratizó y trivializó el concepto”. Esa primera hornada de nómadas genuinos, la tecnológica y visionaria, la que se sentía heredera de precursores como Steve Roberts (el hombre que recorría Estados Unidos, ya en los primeros ochenta, diseñando software vanguardista desde el sillín de su bicicleta computarizada), empezó a confundirse, al menos en la percepción popular, con neorrurales, partidarios de la Gran Renuncia y recién convertidos a la religión del teletrabajo.
El coronavirus ofreció también una plataforma de aterrizaje óptimo para sus planes de dominación global: países como Estonia, Portugal, Grecia o Barbados empezaron a promover de manera activa, mediante un sistema de visados y exenciones fiscales, el establecimiento en sus fronteras de nómadas digitales, es decir, de talento joven, emprendedor, cosmopolita y con un poder adquisitivo comparativamente alto. En teoría, bastaba con garantizarles alquileres baratos y una óptima conexión a internet para que esta nueva avanzadilla del ejército gentrificador se estableciese en vecindarios pintorescos pero degradados y entornos rurales dejados de la mano de dios contribuyendo así a regenerarlos, a asomarlos al círculo virtuoso de la modernidad rampante.
Así, plataformas como Nomad List empezaron a ofrecer rankings actualizados en tiempo real sobre los mejores destinos para nómadas digitales, y la tribu ya no tan incipiente se convirtió en parte del paisaje cotidiano de los barrios populares de Lisboa, Buenos Aires, Timisoara, Berlín, Ciudad del Cabo, Estambul, Manila, Perth, Varsovia, Nairobi o Belgrado. Los más intrépidos llevaron la lógica de la desconexión a ultranza a lugares mucho menos concurridos, como las playas de Bali, Croacia, Fuerteventura o el Algarve, la meseta de Nepal o las selvas de Filipinas, Camboya, Tailandia o el Caribe mexicano.
Plumia, patria nómada
Otra novedad, a juzgar por lo que explica el académico Daniel Schlagwein en su completo ensayo The History of Digital Nomadism, es que la tribu primigenia, lejos de renunciar a su ambición al verse confundida con turistas, mochileros, refugiados de la pandemia y simples expatriados, ha radicalizado su proyecto y hoy aspira, más que nunca, a cambiar el mundo recorriéndolo de punta a punta.
Buena prueba de ello es el proyecto Plumia, una iniciativa orientada, según Lauren Razavi, una de sus principales promotoras, a crearle “una patria virtual” a los nómadas del portátil. Según Razavi, “los Estados nación que heredamos del siglo XIX son herramientas obsoletas de las que debemos deshacernos lo antes posible”. Han cumplido con su función, la de proveer un paraguas jurídico e identitario a ese mundo a medio globalizar de hace siglo y pico, y ha llegado ya la hora de “almacenarlos en la nube o enviarlos a la papelera de reciclaje de la historia”.
La tribu a la que Razavi cree representar, heraldo de una lógica reproductiva, “no necesita fronteras, pasaportes ni derechos de ciudadanía”. La nacionalidad británica que ella misma posee y que le ha permitido viajar por el mundo sin apenas restricciones se le antoja “una suscripción vitalicia que implica muchos más deberes que derechos y que a día de hoy, incomprensiblemente, sigue sin poderse cancelar”. De ahí su propuesta (no del todo frívola, aunque tampoco del todo seria) a Naciones Unidas de que reconozca Plumia como “un Estado soberano online” a cuya nacionalidad podrán optar todos los nómadas digitales que lo soliciten. Es decir, todos los integrantes de la tribu que opten por renunciar a sus nacionalidades de origen para abrazar la utopía de vivir en un mundo de fronteras permeables y dúctiles.
Expatriados de lujo en Madeira
La periodista portuguesa Susana Ferreira ha documentado de manera magistral en Wired cómo podría ser, en la práctica, una colonia de ese Estado sin metrópolis en que pretende convertirse Plumia. Es el caso de la parroquia portuguesa de Ponta do Sol, en la costa meridional de la isla de Madeira.
Situada entre Canhas y Tabua, en la región más cálida de la isla fragante, a muy poca distancia de polos de atracción turística como Ribeira Brava o Câmara de Lobos y no muy lejos de la capital, Funchal, Ponta do Sol no es ni mucho menos un páramo remoto desconectado del mundo ni un desierto demográfico. Cuenta con 8.125 habitantes (alrededor de 5.000 de ellos en la parroquia propiamente dicha y el resto en las pedanías circundantes), una economía agrícola, pesquera y comercial, canales de irrigación, cascadas, playas paradisíacas y un puerto pequeño pero muy activo. Sin embargo, la comunidad de nómadas digitales que se estableció allí durante la pandemia, instigada por el emprendedor portugués Gonçalo Hall, ha vivido aquí desde entonces de espaldas al pueblo, con mínimo contacto con la población local, atrincherada en sus espacios de coworking y en la ristra de viviendas junto al océano que ha ido comprando o alquilando.
En septiembre de 2020, Hall, crecido en el barrio lisboeta de Lapa, pidió una entrevista con el presidente de la región autónoma de Madeira, Miguel Albuquerque, para proponerle hacer en Ponta do Sol algo parecido a lo que él mismo había visto en las comunidades nómadas de Chiang Mai (Tailandia) o Canggu (Indonesia). Según cuenta a Ferreira el propio Hall, “bastaron un par de cervezas” para que se llegase a un acuerdo, el de establecer en la zona un núcleo piloto de “inmigración selectiva”, una comunidad de emprendedores expatriados que sería administrada por el propio Hall y por la incubadora local de proyectos tecnológicos StartMadeira.
Nomadismo a orillas (o a espaldas) del Atlántico
El Portugal continental había dado ya luz verde a proyectos piloto de similares características en Oporto, Portimao o el estuario del Tajo, así que era cuestión de tiempo que la tribu aterrizase en algún rincón del arco insular lusitano. Madeira, por su cercanía al continente, su atractivo, su rica textura humana y sus infraestructuras, era la candidata obvia. Cuando la nueva comunidad de residentes, bautizada como Digital Nomad Village, fue lanzada en febrero de 2021, contaba apenas con cinco residentes: Gonçalo Hall y cuatro más.
Hoy son varios centenares. En su mayoría, jóvenes o a punto de entrar en la mediana edad. No inmensamente ricos para los estándares de sus países de origen (Alemania, Reino Unido, Estados Unidos…), pero sí con capacidad para alquilar inmuebles por entre 1.000 y 2.000 euros mensuales en una isla en la que el salario mínimo interprofesional no supera los 800 y en la que más de 5.000 familias están en listas de espera para acceder a viviendas de protección oficial.
Los responsables del proyecto consideran que Ponta do Sol ofrece “un espacio diseñado específicamente para empleados remotos y freelance de todo el mundo vivan y trabajen en un escenario idóneo para su comunidad y necesidades”. Pero Ferreiro recaba múltiples testimonios de residentes en el Village que expresan una velada insatisfacción con el lugar al que han acudido en busca de una vida distinta. Se aburren, viven como recién aterrizados en un planeta ajeno cuyos códigos no entienden, apenas han hecho progresos en la lengua portuguesa, intentan consolidar una precaria vida social invitándose mutuamente a fiestas playeras a través de canales privados de mensajería como Slack.
Una vecina les ha bautizado como “nómadas genitales”, porque su presencia en este rincón de la isla ha disparado al parecer la actividad en Tinder. La consulta más recurrente en foros locales es a qué hora pasan los autobuses que llevan a Funchal. Incluso Melissa Cabral, una de las contadas residentes locales que trabajan para la comunidad de expatriados (coincidió con algunos de ellos en una cafetería del pueblo, entró en conversación por curiosidad y para practicar su inglés y, meses después, le ofrecieron que se hiciese cargo a tiempo parcial de las tareas de community manager del Village) reconoce que los expatriados viven de espaldas a Ponta do Sol porque “su estilo de vida es muy distinto del nuestro”. No se sienten “realmente en casa”, y por ello tienden a refugiarse en un compartimento estanco desconectado del pueblo. Lo más probable es que muchos de ellos acaben abandonando la isla a medio plazo, algo, en el fondo, del todo coherente con la filosofía del nomadismo digital, que consiste en acumular experiencias y no echar raíces.
Hagan ustedes el favor de quedarse
Pese a todos los pesares, los habitantes de la parroquia no quieren que se vayan. En un entorno del que los jóvenes huyen en cuanto tienen edad para buscar mejores expectativas profesionales en el Portugal continental o en el extranjero, que se establezca una nueva comunidad de residentes es una promesa de futuro a la que cuesta renunciar. Sin embargo, muchos reprochan a los nuevos inquilinos de Ponta do Sol su falta de voluntad (o de capacidad) de adaptación y lo mucho que están contribuyendo, a que sea a su pesar, a que el precio de la vivienda sea cada vez menos asequible para los locales.
Fuentes de StartUp Madeira destacan que los teletrabajadores itinerantes aportan alrededor de 1,7 millones de euros mensuales a la economía de la región autónoma. Ferreira argumenta que esa es una fracción ridícula de lo que pagan a la seguridad social los inmigrantes sin más, y que, a muchos de estos, “nacidos en Brasil, Cabo Verde, Angola, Nepal, Bangladés o Venezuela”, no se les tiende ninguna alfombra roja, no se les crean comunidades a medida ni se les ofrecen exenciones fiscales ni visados preferentes.
Han pasado siete años desde que David Cook identificase en Bangkok a la tribu emergente de jóvenes nómadas que se iba a poner el mundo por montera. Pero el nomadismo digital, más que una manera generacionalmente nueva de habitar el planeta y acabar con sus escleróticas fronteras, sigue siendo un club privado, una minoritaria y difusa élite que recorre el planeta pidiendo, tal vez sin ni siquiera darse cuenta, que se les dé de comer aparte.
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